¿Qué le pasa a la socialdemocracia en América Latina? – Por Fernando Manuel Suárez

704

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Fernando Manuel Suárez

El avance electoral de las derechas –en muchos casos, al menos retóricamente, de extremas derechas– coincide, en particular en Europa y América Latina, con la retracción de las fuerzas de izquierda y centroizquierda en el mismo terreno. ¿Se trata de procesos vinculados causalmente o más bien de dos tendencias simultáneas y paralelas que, en sí, no tienen necesariamente puntos en común? La evidencia, muchas veces selectiva y parcial, puede contribuir a fundamentar una y otra opinión de manera indiferente e, incluso, contrapuesta.

Está claro que, en tanto hipotético juego de suma cero, los votos que pierde uno se transfieren directamente a otro competidor. Sin embargo, el modo en que esa transferencia opera guarda algunas complejidades que es recomendable considerar y atender.

En este caso, el orden de los factores sí altera el producto. Algunos consideran que el avance de las derechas es el resultado fortuito del divorcio previo que se produjo entre las fuerzas progresistas y su electorado. Desde esta perspectiva, se considera a estas expresiones, muchas veces percibidas equivocadamente como outsiders, como el circunstancial medio a través del cual se manifestó un descontento popular en las urnas. Descontento que, visto con más detalle, va mucho más allá.

Una lectura contrapuesta podría considerar que en la sociedad efectivamente se produjo un desplazamiento discursivo e ideológico, un cambio en el Zeitgeist que habilitó que ciertas alternativas políticas mucho tiempo soslayadas consiguieran el apoyo de una porción importante del electorado. Este proceso ha estado acompañado, siguiendo este razonamiento, de un avance de ciertas ideas políticas que se creían reducidas a pequeños grupúsculos de extremistas y, en contra de esta suposición, han ganado gravitación en el espacio público y los medios de comunicación. En síntesis, todo esto sería el resultado de una lisa y llana derechización de la sociedad.

En un contexto copioso en información e interpretaciones, resulta difícil realizar algún aporte original al respecto de esta tendencia, que tuvo un nuevo hito –y encendió nuevas señales de alarma– con el triunfo de Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales en Brasil. Se mezclan en las interpretaciones cuestiones estructurales, de largo aliento, con explicaciones más coyunturales, fenómenos idiosincráticos con cuestiones que responden a procesos de escala planetaria.

Esta heterogeneidad de factores debe ser considerada, aun cuando sea imposible dar cuenta de todos ellos, tanto para evitar una lectura exageradamente provinciana (cuya versión más triste e improductiva es querer imponer categorías locales a procesos políticos de otras latitudes) como lo contrario, es decir la tentación de hallar tendencias planetarias ante la primera semejanza o parecido de familia que se encuentre entre los distintos acontecimientos políticos.

La foto del momento, incluso considerando matices, está clara: hay una retracción, en algunos casos muy prolongada en el tiempo, de las fuerzas de centroizquierda y, al mismo tiempo, un avance de fuerzas de derecha radicalizadas de diverso tenor. Este proceso tiene hoy algunos escenarios más claros que otros, fundamentalmente Europa occidental y Sudamérica, aunque podría hacerse extensivo a otras latitudes. El caso Donald Trump, hoy día emblemático, resulta difícil de encajar en esta tendencia dadas las peculiaridades tanto de su figura como del sistema político estadounidense; algo semejante ocurre con Vladímir Putin en Rusia.

Nuestro interés, puesto que será imposible abarcar todo, estará orientado a uno de los elementos que componen el diagnóstico: la crisis de la centroizquierda (o la socialdemocracia) y su declive electoral. En ese sentido, vale destacar que, aun en los casos en que candidatos de izquierda han ganado las elecciones o formado gobierno, el retraimiento en términos electorales de las fuerzas progresistas es generalizado, con diversidad de grado.

Con algunos partidos históricos en una crisis terminal y al borde de la extinción (el PASOK griego o el Partido Socialista francés), otros perforando elección tras elección sus pisos históricos (el Partido Socialdemócrata de Alemania, por ejemplo) y otros conservando cierto peso electoral en escenarios muy polarizados, pero sufriendo derrotas cuyo impacto todavía no resulta sencillo mensurar (esto vale para varios casos de América Latina, el más reciente en Brasil).

Una de las causas más sensibles de la declinación de las fuerzas progresistas ha sido la incapacidad de incorporar, y en algunos siquiera tematizar, algunas demandas sociales sumamente controvertidas para su propia agenda de políticas públicas y sus principios ideológicos. Estos temas, que son sin duda más heterogéneos, se podrían resumir en la cuestión de la seguridad en un sentido extenso. La inseguridad como fenómeno social se compone de elementos heterogéneos, pero se fundamenta básicamente en el compromiso originario del Estado de preservar la integridad física de sus ciudadanos y, algo nada menor, su propiedad privada.

Esta inseguridad ha adoptado formas diversas y se ha expresado –lo cual lo hace más difícil de integrar– a través del miedo y la desconfianza. La inseguridad incluye cuestiones como la violencia criminal de diversa escala (desde el pequeño hurto hasta el narcotráfico), el avance de la inmigración y la difícil convivencia multicultural, y la corrupción privada y, sobre todo, pública. Para el progresismo, prácticamente en todas sus variantes, estas cuestiones han sido muy difíciles de enfrentar. Las reacciones han sido tardías e ineficaces, pasando de la negación a las respuestas erráticas, y han dejado estas demandas a la merced de una derecha demagógica que no tiene pruritos en hacerse cargo de ellas.

Entre los socialdemócratas siempre primó una tesis de que el problema de fondo, causa de gran parte de los hechos de violencia y los delitos, era la desigualdad. La desigualdad era factor principal, y a veces exclusivo, para explicar todos los epifenómenos de la anomia social. Por tanto, la seguridad social –el término aquí no es fortuito– se convirtió en el vehículo privilegiado de los socialdemócratas para enfrentar todos los problemas, un dispositivo estatal que garantizara al menos cierta igualdad material, complementaria con la igualdad ante la ley.

El progresismo suele decir, no sin cierta dosis de autocomplacencia, que el Estado de Bienestar murió de éxito, que fue su consolidación la que llevó al declive de sus abanderados, incapaces de innovar políticamente. En una visión contrapuesta se podría argumentar que fue más bien lo contrario, que la socialdemocracia hizo de la falta virtud y se aferró a un sistema de cohabitación, y pretendida domesticación, del sistema capitalista que resultó insostenible en el tiempo.

Con el avance del neoliberalismo y de una economía financiera globalizada, estos déficits se hicieron más acuciantes. La socialdemocracia quedó entrampada en un discurso que pendulaba entre una resistencia nostálgica y la adaptación, a veces celebrada como una verdadera y necesaria innovación (basta con recordar a Anthony Giddens), a las nuevas circunstancias. Las izquierdas latinoamericanas, que se apresuraron a celebrar el fin del neoliberalismo –y un orden posneoliberal– y durante algún tiempo miraron con desdén a la alicaída Europa, hoy se encuentran nuevamente frente al temido renacer de un autoritarismo neoliberal.

Las esperanzas de esos gobiernos progresistas quedaron sepultadas bajos los escombros producto del derrumbe de los precios internacionales de sus commodities. La promesa fundacional quedó reducida, en el mejor de los casos, a módicos resultados, cuando no desembocó en un resonante fracaso.

En términos más generales, el centro del problema se encuentra hoy –y quizá ya hace tiempo– en el modo en que se administran las demandas sociales y se ordena la comunidad política. La crisis de la democracia, cuya incertidumbre endémica ha sido celebrada muchas veces como una virtud, ha derivado, al decir del politólogo Carlo Galli, en un llano malestar. La democracia ya «no parece adecuada para regular y dar forma a la política en el mundo actual», afirma en su libro El malestar de la democracia (2013). Esta no es una cuestión nueva (basta con hacer un paneo nada exhaustivo por la literatura), pero en la actualidad ha adquirido algunos rasgos preocupantes.

En el centro de este problema está, como no podía ser de otro modo, el sistema representativo, figura predilecta en el banquillo de los que creen, con una cuota de razón pero muy proclives a fórmulas facilistas, que la democracia tal y como la conocemos requiere de una reforma más profunda. La mentada «crisis de representación» está plagada de malentendidos y supuestos fallidos –el principal de ellos es el que señala la posibilidad de una representación perfecta o transparente entre el ciudadano y el político– y lo que es peor aún, propone soluciones que suenan muy bien en la teoría pero resultan difíciles de imaginar en la práctica.

Como ha señalado provocativamente Andrea Greppi en su libro Teatrocracia: apología de la representación (2016): «¿alguien conoce herramientas más eficaces que las elecciones y los parlamentos, los partidos y la libertad de palabra, para distinguir, día día, lo que merecer ser representado y lo que no?». Detrás de esa pregunta se esconde el meollo de la cuestión: las formas de democracia directa u otras formas de participación pueden ser alentadas y recibidas con beneplácito, pero –y en esto me permito ser irreductible– todavía están muy lejos de resolver el problema de la representación y resultan, a la luz de los hechos, una alternativa cuanto menos inviable.

La respuesta alternativa, aún más riesgosa, implica cuestionar las prácticas democráticas, derribar de su pedestal al ciudadano-elector, pero con el riesgo cierto de, en defensa de la democracia, asumir posiciones antidemocráticas de las que no es sencillo volver.

La centroizquierda, el progresismo y la socialdemocracia (hoy tomados como sinónimos) tienen el desafío de enfrentar esta crisis de la democracia y el correspondiente avance de la derecha con cierta dosis de realismo político, abandonar por un segundo el confortable lugar que da la superioridad moral e intentar dilucidar las cuestiones que están detrás de este problema.

Está claro que uno de los temas centrales, y que lamentablemente ciertas variantes del socialismo democrático han abandonado, tiene que ver con la difícil convivencia, a veces imposible, entre democracia y capitalismo. Se trata de una batalla desigual y cruenta que, por el momento, tiene un claro ganador. El progresismo tiene la obligación de forjar fórmulas (quizá una renta universal básica, solo por dar un ejemplo) para volver a poner en el centro el problema de la desigualdad que ha erosionado duramente las pretensiones más básicas de la democracia.

En cuanto al avance de las derechas, el progresismo debe dejar de lado las caracterizaciones fáciles y las respuestas estériles. Durante mucho tiempo se ha visto a las ultraderechas como minorías intensas sin capacidad de hegemonía; esto no solo se ha revertido parcialmente, sino que además ha dejado en evidencia que todas las expresiones políticas son, a su modo, minorías intensas. En sentido estricto, hoy la política se ha convertido en una miríada de minorías intensas desperdigadas, que se articulan y entran en colisión de manera errática. Lo que tenemos es, entonces, un conjunto de archipiélagos, pero rodeados de un inmenso océano de apatía e indiferencia. Surcar las aguas de la apatía es el desafío más grande que queda por delante.

*Profesor en Historia (Universidad Nacional de Mar del Plata), Argentina. Coautor de «Socialismo y Democracia». Es editor de La Vanguardia Digital. Artículo publicado en Nueva Sociedad.


VOLVER

Más notas sobre el tema