Indígenas en Brasil: Un mundo a pedazos, ¡pero caminando! – Por Elaine Tavares

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Por Elaine Tavares *

Darcy Ribeiro ha mostrado, a través de sus innumerables libros, que es la hacienda la que da inicio a la sociedad brasileña. Y la hacienda es cosa que se ha hecho y se ha consolidado única y exclusivamente por la esclavitud, primero con la esclavitud de los indígenas y luego la de los negros.

Los blancos, invasores, no querían saber de trabajo. Mataban a los indios, ocupaban las tierras, cultivaban con las técnicas más rudimentarias, agotaban el suelo y salían hacia otra hacienda. La inmensidad del «mundo nuevo» parecía no tener fin. La lógica de la hacienda creada en las Américas era el nacimiento del sistema capitalista, pues tenía una organización empresarial que integraba la mano de obra en una única unidad operativa destinada a la producción para el gran mercado, bajo el mando de un patrón, que pretendía ganancias. «El nuevo mundo no era una nación, era una trata de esclavos».

Conocer este proceso de destrucción de las culturas que vivían en las tierras invadidas en 1500 debería ser fundamental para entender el presente. Pero, esa es una historia bien escondida, porque traerla a la luz significa encontrar millones de cadáveres bajo la alfombra y encontrarse en el espejo con una imagen muy fea. Mejor creer que fue un «encuentro de culturas» y que venció la «civilización».

Domesticados, evangelizados, los pueblos paganos que aquí vivían podrían encontrar la salvación en el cielo. Así pensaba el padre José de Anchieta, que se «emocionaba» en saber que los niños indígenas que eran muertos en profusión, irían al cielo, porque habían sido bautizados.

Pasaron 500 años y la empresa-hacienda creada por los que invadieron esas tierras aún continúa. El tiempo pasó, las luchas fueron trabadas, pero la victoria sigue en la mano de aquel 1% que históricamente se apoderó de todo. Hoy, como antes, en Brasil no tenemos un país, sino una empresa. Y, en una empresa sólo vale lo que da ganancia. Lo que es «inútil» al capital, necesita ser eliminado.

Por eso no es novedad la danza de las sillas que el nuevo gobierno viene haciendo con la Funai (Fundación nacional del Indio), entidad que debería cuidar de los intereses de los pueblos indígenas que, a duras penas viene manteniendo su existencia en la gran hacienda Brasil. A veces el nuevo gobierno dice que va a acabar con la Funai, en otro que esta institución pasará a formar parte de algún ministerio. Y los pueblos indígenas quedan con los ojos abiertos viendo a los «granjeros» trazar planes sobre sus futuros.

En realidad, poco importa si la Funai se queda o se entierra en ese remolino de carpetas y espacios que sirven mucho más de alojamiento para los «amigos del rey». Lo que tiene que ser visto en esa confusión es la relación que el nuevo gobierno tendrá con los indígenas. El presidente electo, que parece ser un conocedor profundo del alma autóctona, señaló que «los indios quieren ser como nosotros».

Al pronunciar esa frase lapidaria apunta el camino de la ya conocida fórmula de la integración: el indio necesita volverse blanco, porque él necesita transformarse en un trabajador. Es decir, él tiene que vender su fuerza de trabajo, generar plusvalía para algún patrón y consumir todo lo que gane para enriquecer a otro patrón. Simples así.

Con esa política de «inclusión» del indio en la vida «blanca» todo estaría resuelto. Las tierras reivindicadas serán tomadas por el Estado y podrán ser donadas o vendidas a precios módicos a los viejos amigos hacendados o empresas trasnacionales. La hacienda Brasil será aún mayor.

Francisco Fernández-Bullón, en un texto brillante sobre el papel de las corporaciones en América Latina, muestra cómo Brasil se está transformando cada día más en lo que él llama una «dictadura de la soja», en la que quien da la línea sobre la vida son las grandes empresas transnacionales que dominan la tríada: semillas transgénicas-pesticidas-medicinas. Estos granjeros modernos quieren extender las fronteras de la soja en Brasil y para ello necesitan avanzar sobre todas las tierras.

Y ese 12% cde tierras brasileñas que hoy están en las manos indígenas son casi como las joyas de la corona: fértiles, ricas en minerales y con plantas pasibles de transformarse en productos farmacéuticos.

Así que la propuesta de Jair Bolsonaro, que pretende transformar al indio en «uno de nosotros», no tiene nada de humanista ni de generosidad. Lo que está en curso es justamente otra etapa de la acumulación primitiva del capital y significa el sacrificio de más víctimas al dios dinero. El «uno de nosotros» que él quiere transformar es hacer del indígena un trabajador asolado y explotado. Uno más en la molienda, para ser sangrado hasta la última gota.

Pero, como dice el líder indígena Ailton Krenak, los indígenas han resistido por más de 500 años y no va a ser ahora que van a sucumbir a una mentira tan sin fundamento. Así, con Funai o sin Funai, las comunidades organizadas en entidades autónomas, libres del tutelaje de iglesias o de las ONGs, van a encontrar sus caminos de lucha.

En las páginas de los periódicos, los «paladines de la justicia» y los «buenos cristianos» siguen generando cortinas de humo hablando en acabar de vez con la corrupción en Brasil. Lo que no dicen es que la corrupción es constituyente del capital y que en esa cruzada moralista -que pronto mostrará su ineficacia- las víctimas serán las mismas de siempre. Es decir, nosotros, trabajadores, quilombolas, indígenas, campesinos.

Al igual que en 1492, cuando los invasores llegaron con la cruz queriendo llevar a los paganos al cielo, los nuevos cristianos empuñan sus símbolos para matar, ofender, triturar y explotar en nombre de la fe en el capital. Y así como Anchieta se deleitaba en ver a los niños indígenas morir cristianos, esos nuevos granjeros (que en realidad son vasallos) quieren deleitarse en ver a los indios de hoy entrar en la «civilización» que los va a tragar.

Lo que no saben es que aquellos niños muertos, pasados en la espada por los invasores fueron semilla, como todos los demás que cayeron, y siguen brotando. Los pueblos originarios seguirán en lucha porque ese es un campo que se conoce demasiado bien. La mentira de la integración es fuerte, sabemos, pero toda mentira tiene patas cortas. Y la gente sabe dónde les aprieta el callo.


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