Cuba: Derecho a no hacer silencio – Por Ariel Dacal Díaz
Por Ariel Dacal Díaz *
Aunque no tenga nada esencialmente nuevo que aportar, opto por no hacer silencio sobre un tema que ha suscitado reflexiones y escarceos. Escribo sobre él porque es tiempo de dejar claro dónde me coloco y por qué. Estoy a favor del artículo 68 del Proyecto de constitución. Es justo, osado y revolucionario. Es un hálito de vanguardia dentro del texto.
También una postura política contraria al dogma ciego, a la tradición castrante, al conservadurismo sordo y a la intolerancia grosera. Además, prueba que apostar por la justicia es siempre una decisión política; como lo es asumir los costos que tales apuestas pueden acarrear.
Es cierto, este no es el único ni el más importante tema que aparece en el proyecto. Pero es un asunto que, por las razones más diversas, se ha instaurado en nuestra realidad como una suerte de “parte aguas” que despierta atención, pronunciamiento, movilización y lucha.
Sobre el matrimonio igualitario han aparecido opiniones complementarias, conciliadoras, diferentes y antagónicas. Es interesante que, fuera del contenido mismo, este viene a ser un botón de muestra del escenario de disputas que vive Cuba. Es decir, tan interesante como el tema hacia adentro, lo es el entorno que lo condiciona, lo tensiona y se manifiesta desde él. Al mismo tiempo, una lectura más amplia de lo que acontece alrededor de este particular hace suponer que las contradicciones en la sociedad cubana incrementarán los modos de manifestar sus contenidos.
La fuerte irrupción de este tema en nuestra realidad nadie la previó o preparó. Tampoco surgió de manual alguno sobre justicia social y pasos para su defensa. Lo cierto es que nos dimos cuenta que la unidad en la diversidad, con justicia y con derechos, es una asignatura pendiente de revisión. Esto añade un dato más a la urgente necesidad de actualizar los términos de la justicia social, pilar del proyecto histórico de la Revolución cubana.
El tema del matrimonio igualitario no cambia nada en mi vida corriente, ni para bien, ni para mal. Cualquiera puede levantar este argumento, y es cierto. Soy heterosexual y formo parte de un modelo de familia “doctrinalmente correcto”, razones suficientes para no meterme en este asunto, para que estas discusiones no me den “ni frío ni calor”. Sin embargo, cuando soy tentado a permanecer en esa zona de confort, recuerdo el poema, “Guardé silencio”, de Martin Niemöller, poema hecho público en el sermón que este pastor pronunció en la Semana Santa de 1946, titulado, “¿qué hubiera dicho Jesucristo?”
Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, /guardé silencio, /porque yo no era comunista, /Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, /guardé silencio, /porque yo no era socialdemócrata, /Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, /no protesté, /porque yo no era sindicalista, /Cuando vinieron a llevarse a los judíos, /no protesté, /porque yo no era judío, /Cuando vinieron a buscarme, /no había nadie más que pudiera protestar.
Entonces resuelvo usar el derecho a no hacer silencio, y afirmar así la certeza de que la lucha por la justicia es una vocación, no una sumatoria, a conveniencia, de derechos puntuales. La lucha por la justicia es un horizonte que ensancha permanentemente la dignidad humana y pone límites a quien la proscribe, no importa en busca de quien venga.
El pelo, la escuela y la libertad
“No puedes entrar con el pelo así”. Lo establece el reglamento escolar.
La adolescencia es una etapa en que la diversidad se muestra de manera singular. De un lado, con tensión y conflicto; del otro, con desenfado y plenitud. Atravesada siempre por un embrollo de afectos y desafectos. En ese tiempo, generalmente, nadie se parece a sí mismo. Se busca, se abandona, se cambia, se retoma; es un movimiento caótico y maravilloso. Son signos tormentosos del crecimiento.
Resulta entonces contradictorio que en la escuela se exija igual pelado, corte de pantalón, nivel para la saya, uso discreto de prendas femeninas, no masculina; además, del mismo aprendizaje programado, en idéntico tiempo y escala evaluativa. ¿Por qué les obligan a ser iguales cuando no lo son, peor aún, cuando necesitan no serlo?
La escuela cumple el antiquísimo mandato de uniformar la diferencia, de ponerla bajo control. Cumple su rol de decir a cada persona: “repite, obedece, moldéate”, o en término más coloquial, “entra por la canalita”. Esto es a lo que se le llama disciplina.
Sería bueno preguntar ¿quiénes diseñan el molde y quienes construyen los canales?, ¿desde dónde?, ¿con qué fines?
La escuela pareciera estar diseñada para que la libertad quede fuera durante las horas de clase. Lo irrefutable es que el/la adolescente tiene una relación especial con su libertad, la disfraza de rebeldía e intenta buscarla una y otra vez. Se aplasta el pelo, lo disimula con el cuello de la camisa, idea pretextos para no cortarlo, se escurre de las miradas celadoras. Escamotea así al “no se puede”, “está prohibido”, “es un error”, “estás sancionado/a”.
¿No sería más útil y sencillo que la escuela acompañe la educación de los y las adolescentes en relación con la libertad, la propia y la de los demás, la individual y la colectiva? ¿No sería más placentero educar la responsabilidad que declarar la disciplina?
Qué tal si la escuela, en un proceso abierto y democrático para ese conjunto que son los docentes y los estudiantes, pactara normas de convivencia y su control, incluyendo el uso del uniforme.
El ABC sobre la adolescencia subraya la experimentación constante que en ella se vive. Esta, al igual que la rebeldía intrínseca que se le imputa, debieran ser asumidas como el gusto de aprender sin imposiciones, el no querer negar quienes son. La escuela debiera facilitar un proceso educativo que les ayude a conocerse, reconocerse y aceptarse en la riqueza de su diversidad, sin jerarquías ni homogeneidades impuestas.
La escuela tiene una misión educativa, instructiva, formativa y capacitadora, pero su fin ha de ser la virtud, la decencia, la libertad y la felicidad; su objetivo prioritario, potenciar la autoestima, el relacionamiento humano y la vida en comunidad.
Comprender es un proceso mucha más vivo, dinámico, rico y natural que acumular acríticamente un montón de información seleccionada sin diálogo. Es más sano y viable enseñar a pensar y a cómo aprender, y no qué aprender y qué pensar.
La escuela debería comprender que repetir lo establecido y poner en “mute” lo que realmente son, piensan y sienten, asfixia a los adolescentes. Además de agotar, limitar y sabotear la plenitud de quienes optan por enseñar.
Sobrevivir con miedo a suspender, sufrir una expulsión por cosas sin sentido, o quedar al margen del carril profesional por no cumplir lo establecido no es el camino para generar personas de bien: libres, solidarias y afectivas. Tampoco hace bien a quienes enseñan, prohibir, limitar, sancionar y normar sin diálogo como base de las prácticas educativas.
Mejores augurios tiene una escuela que señale cualidades y aciertos, y no solo errores o defectos; que, además, tenga más presente el esfuerzo y el progreso que los resultados. Una escuela donde prevalezca la pedagogía del ejemplo, con igualdad, justicia, y donde el placer de aprender y enseñar sea el primer motivo para llegar diariamente.
Quizá cuando la escuela entienda que las personas son únicas, diversas, especiales e irrepetibles, y lo asuma como una riqueza infinita y no como un peligro al acecho, abandonará la pesada tarea de producir grupos homogéneos, uniformados y disciplinados, y dejará de mutilar el mundo de sueños y esperanzas al cual corre la libertad cuando le dicen: “no puedes entrar con el pelo así”.
* Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana. Miembro del Equipo de Educación Popular del Centro Memorial Martin Luther King, Jr,
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