Instrucciones para convivir con tus muertos

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Por Eliezer Budasoff

Tres meses después de mudarme a Ciudad de México, cuando las primeras calaveras de azúcar y los esqueletos empezaron a aparecer en los anaqueles de los supermercados, pensé en hacerle un altar a mi padre para el Día de Muertos.

Mi padre, Carlos Budasoff, murió hace más de diez años de dos ataques al corazón y siempre llevo un portarretrato con su foto de una ciudad a otra. Poner su retrato en un lugar visible en las casas donde he vivido en Argentina, Perú, Paraguay y México ha sido una forma de convertir un sitio nuevo en un hogar: su foto cerca de mi escritorio dice que no vengo solo, que tengo una historia que me acompaña, que también soy una familia y sus consecuencias.

Pero hasta hace un mes, cuando compré un vaso con calaveras y lo puse al lado del portarretrato, nunca le había encendido una vela. Lo hice un domingo sin pensarlo demasiado y un mes después estaba comprando las calaveras que me faltaban para sumar a la ofrenda a tres abuelos, dos tíos, un amigo, el escritor Rodolfo Fogwill, David Bowie y un muerto sin nombre.

Tratar de adoptar rituales de una festividad que celebran más de 40 pueblos indígenas, las comunidades del centro-sur mexicano y al menos la mitad de la población de Ciudad de México es —cuanto menos— una osadía. Pero esa misma diversidad es liberadora. Porque todos —todas las culturas— tenemos algo que hacer con los muertos, aunque sea pretender que ya no tienen que ver con los vivos.

El Día de Muertos, aprendería en México, puede ser celebrado como un ejercicio de memoria, con una convicción entrañable para los migrantes: no importa lo lejos que estés de tu origen o del lugar donde están enterrados, este es el día en que los muertos salen a la superficie y llegan hasta tu sitio.

‘Acá estoy’

Cuando alguien prepara una ofrenda y traza un camino con los pétalos anaranjados del cempasúchil —la flor tradicional del Día de Muertos— “lo que le estás diciendo al muerto es: ‘Acá estoy’”, me explica un sábado de octubre Aracely Cruz Pacheco, mientras desayunamos en el mercado de Jamaica de Ciudad de México. Sentado a su lado, Edgar Linares Domínguez dice que, muchas veces, la gente de la ciudad cree que la ofrenda se arma de “un madrazo”, pero en realidad se trata de un proceso.

Tomas una manzana, piensas en un muerto, pones una vela, vuelves a hacer tus cosas, regresas, tratas de recordar lo que le gustaba tomar a tu padre, de pronto piensas en lo que bebían otros miembros de la familia: a tu tía le gustaba el vino tinto, a tu abuelo una caña dulce con un caballo en la etiqueta, recuerdas un asado familiar, una sobremesa, un tío que murió hace tres años… y entonces te hacen falta más calaveras.

Pronto entendí que empiezas invocando a uno y los muertos comienzan a llegar. Hacer una ofrenda es reconstruir de a poco una genealogía propia.

Edgar Linares y Aracely Cruz, ambos docentes con formación en antropología, estaban en el mercado de Jamaica junto con su hija Sabina, de 13 años, para comprar algunos objetos para su ofrenda familiar, y para ayudarme a comprender qué significaba hacer una ofrenda para mi padre.

“Para mi mamá, el Día de Muertos era ir al panteón. Ella llevaba una cazuelísima de arroz, bistecs, y había música y, por supuesto, mucha bebida. En ese caso se lleva la ofrenda, pero tú vas a visitar al muerto. Acá no: acá hay una desterritorialización del muerto, que te llevas al lugar donde estás”, me explica Aracely. “El muerto entra a tu casa”, dice Edgar.

Foto: Eduardo Verdugo/Associated Press

Aracely comenzó a tomar las ofrendas de otro modo a partir de su relación con Edgar, que estaba decidido a mantener las tradiciones que le había encomendado su abuela e inculcado su madre, una migrante del interior del país. Hoy ellos viven en Tlaltenco, uno de los pueblos originarios de la delegación Tláhuac, en Ciudad de México, que hace décadas fue una zona lacustre. Esa cercanía con el agua ha generado cientos de historias, cuentan, algunas de ellas relacionadas con los perros. El perro es uno de los animales que, en tradiciones antiguas, ayuda a las personas en el inframundo a cruzar el agua hasta el lugar de los muertos.

El mercado de Jamaica, me explica Edgar, es uno de los pocos lugares de la ciudad donde se consiguen unos pequeños perros de arcilla para colocar las velas. Ponerlos en una ofrenda es —como el incienso o el cempasúchil— una forma de ayudar a los muertos a llegar hasta tu sitio, de ofrecerles guías para el camino. A mi padre le encantaban los perros, recuerdo, y también a mi abuela (recuerdo sus perros, Kenny y Kalanit), a mi abuelo (recuerdo su última perra, Zamba), a mi tía (recuerdo su perra, Laila) y a mi tío (su perra se llamaba Bolivia). Al final del recorrido por el mercado compro dos figuras de perro, trato de recordar si a un amigo que murió el año pasado le gustaban los animales, y empiezo a pensar en la comida preferida de mis muertos.

Hacer una ofrenda es evocar a las personas que, de uno u otro modo, han tenido que ver con lo que somos. Por unos días convives con ellas en tu cabeza. Recuerdas de pronto que tu padre estornudaba siete veces cada vez que lo hacía y que se podía oír a tu abuelo desde el otro rincón de la casa cuando estornudaba. Que un tío le ponía oporto —un vino dulce— a su copa de helado cuando llegaba el postre. Antes de morir de un enfisema pulmonar, el escritor Rodolfo Fogwill pinchaba sus cigarrillos con un alfiler para que le hicieran menos daño. Compré una caja de Marlboro para poner en la ofrenda. Mi padre era fanático de Bruce Lee: ese sábado que fui al mercado, por la tarde, encontré un puesto de revistas antiguas y le compré una edición especial sobre el Pequeño Dragón.

Una soledad incómoda

Si por un día, por algunas horas, en un país tan atravesado por la violencia y con tantos desaparecidos como México, el Día de Muertos y sus símbolos permiten retornar a los muertos sin la necesidad de llegar hasta ellos, pienso, el 2 de noviembre no debe haber una soledad más incómoda que la de aquellos que siguen buscando a sus familiares, atrapados entre la esperanza y la lucha, y la necesidad de duelo.

“Yo empecé a poner la fotografía de mi mamá en un altar de muertos estando ya en el 2002, a los 25 años”, me dice por teléfono Alicia de los Ríos, docente, abogada e historiadora que vive en Chihuahua y está terminando una tesis de doctorado en la Escuela Nacional de Antropología. “Tomar la decisión para mí fue muy fuerte porque estaba contradiciendo a una comunidad muy amplia de familiares para los que lo prudente era no pronunciarse por la muerte probable de un desaparecido o desaparecida”.

Alicia estudia los movimientos de izquierda y la violencia política en la segunda mitad del siglo XX. Se especializa en un grupo político armado de los setenta que se llamó la Liga Comunista 23 de septiembre, donde militaron sus padres. Nunca llegó a conocerlos: su padre murió en un enfrentamiento en 1976, meses después de conocer a su madre. Ella nació en febrero de 1977 y al mes de nacer fue a vivir con sus abuelos maternos. Su madre fue apresada en Ciudad de México a principios de 1978 y está desaparecida desde entonces, cuenta.

La primera vez que puso la foto de su madre en un altar trabajaba junto a un colectivo de artistas de izquierda que se reunían a preparar un altar para sus muertos. “Para mí fue bien sanador”, dice, “poder descansar en esa certidumbre de, por lo menos un día, considerar un destino más o menos cierto de mi mamá”.

Desde entonces lo sigue haciendo, pero nunca ha dejado de ser consciente de las implicaciones políticas, y eso siempre ha ido acompañado de discusiones que cree necesarias. La mayoría de las veces hacía altares para sus padres y sus compañeros de armas, cuyas biografías conoce casi a la perfección: “Convivo desde pequeña con la imagen de todos ellos”. Para poder incluirlos en los altares sacaba copias de las fotografías recuperadas de la policía. Tener sus rostros allí era importante, dice, “porque comúnmente no están y pertenecen a la historia olvidada del país”.

Alicia me cuenta que en ocasiones ha hecho altares más grandes y otras veces, como en 2015, no ha hecho ninguno. “El año pasado dije: ‘Es que ya no puedo poner altares porque ya no puedo ver a la muerte como una fiesta, porque estamos en una sociedad necrófila, ¿no?’”.

Algunas veces, me dice, antes de que cortemos, las tradiciones nos confrontan demasiado con la realidad.

El sábado a mediodía, antes de despedirnos, Edgar, Aracely y Sabina me dejan de regalo una luz de muerto: una lámpara con forma de estrella de seis puntas, tradicional en Tlaltenco, que se debe colgar y dejar encendida cerca de una ventana o una puerta que dé a la calle; una forma más de guiar a los muertos hasta tu casa, me explican, pero también —por obra del sincretismo— de guiar a los Reyes Magos. La lámpara se deja encendida hasta el 6 de enero. Los muertos, sin embargo, se regresan todos el 2 de noviembre a las tres de la tarde. “Hay felicidad cuando están, y hay soledad cuando se van”, me dice Edgar.

Foto: Eliezer Budasoff para The New York Times

El martes por la noche termino de montar la ofrenda, que para entonces ya tiene diez calaveras y diez velas, una de ellas en nombre de los muertos sin nombre. La única foto del altar sigue siendo la de mi padre, que adoraba las malas novelas de espionaje y las revistas de ciencia, que era malo para bailar y era bueno dibujando planos, que algunas mañanas venía, levantaba la persiana del cuarto y nos gritaba: “Vamos arriba, carajo, se están perdiendo un día hermoso”. Hace años que convivo bien con su muerte, pienso, al verlo rodeado de flores, velas, bebidas y calaveras. Solo los días buenos, los mejores de todos, no hay ritual en el mundo que me impida extrañarlo.

The New york Times ES


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