Estados Unidos y América Latina: anotaciones sobre “nuestro patio trasero” – Por Mark Weisbrot
Por Mark Weisbrot *Poniéndose en la piel del influyente diplomático Thomas Shannon, Mark Weisbrot, activista y economista, hace un demoledor repaso a las políticas de Estados Unidos en Latinoamérica durante la última décadaAntes de que dimitiera en junio, Thomas Shannon era el número tres en el Departamento de Estado de EE.UU., y muy influyente en materia de relaciones internacionales con América Latina y el Caribe. A lo largo de sus casi 35 años de carrera profesional en el Departamento de Estado, se ganó la reputación de ser un diplomático sumamente eficaz y un habilidoso negociador. Durante el Gobierno de Bush, Shannon trabajó como subsecretario adjunto de Asuntos del Hemisferio Occidental (el más alto funcionario del Departamento de Estado para América Latina y el Caribe).Antes de su nombramiento como subsecretario de Estado para Asuntos Políticos en 2016, había sido nombrado embajador en Brasil por el presidente Obama. Desempeñó sus cargos bajo gobiernos republicanos y demócratas, y estuvo involucrado en situaciones muy polémicas, entre las que se incluye el papel que jugó EE.UU. en el golpe militar en Honduras en 2009, y en los “golpes parlamentarios” que destituyeron a los presidentes de Brasil y Paraguay. Shannon estuvo implicado en las tumultuosas relaciones con Venezuela, que fueron deteriorándose progresivamente tras el apoyo de EE.UU. al breve golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez en 2002 –Shannon fue director de Asuntos Andinos de 2001-2002-.La dimisión de Shannon fue una más entre las muchas que se han producido en el Departamento de Estado durante el Gobierno de Trump, hasta dejarlo mermado y debilitado. En el siguiente texto, Mark Weisbrot imagina cómo asesoraría el embajador Shannon al nuevo secretario de Estado Mike Pompeo, basándose fundamentalmente en el destacado papel que jugó en la política estadounidense en este hemisferio en el siglo XXI.La carta ilustra la continuidad entre las políticas de los dos Gobiernos anteriores en esta región y las del Gobierno de Trump. A su vez, documenta las diferencias de estilo entre las cualificadas maniobras diplomáticas por parte de funcionarios como Shannon, y la intervención a muerte, y falta de preocupación por la percepción de las mismas por parte de la opinión pública del equipo de Trump. Si bien esta carta pertenece al género de la ficción, los acontecimientos y hechos que se narran en ella están bien documentados, son bastante reales y siguen en proceso.
2 de julio de 2018
Estimado Secretario Pompeo:
Lo saludo y espero que esté bien. Como sabrá, me retiré del Departamento de Estado después de casi 35 años de servicio el lunes 4 de junio. Me dirijo a usted para transmitirle algunas de las lecciones que aprendí durante esos años, a medida en que nos adentramos en una era nueva y profundamente distinta en las relaciones entre EE.UU. y América Latina.
Por supuesto, soy totalmente consciente de que tendrá preocupaciones más urgentes en regiones del mundo mucho más peligrosas y volátiles. Y esa es una parte del desafío al que nos enfrentamos quienes nos encontramos a cargo del hemisferio occidental. Sobre todo durante y después de la guerra de Irak, y de la etapa de inestabilidad creciente en Medio Oriente que se inauguró a partir de entonces, no hemos prestado suficiente atención a América Latina. Como resultado de ello, durante la primera década del siglo, en la mayor parte de los países latinoamericanos asumieron distintos gobiernos de izquierdas, no demasiado afines a la idea de un liderazgo de EE.UU. en dicho hemisferio, ni en el resto del mundo. Como ya lo advirtiera el secretario Kerry en 2013, es nuestro “patio trasero”. Nuestra pérdida de influencia en la región en algunos aspectos llegó a ser desagradable, una consecuencia no intencionada de la fatídica guerra que desestabilizó Medio Oriente, una “guerra elegida”, tan acertadamente criticada por el presidente Trump.
En la actualidad, esta situación ha cambiado drásticamente y, si me permite mi falsa modestia, en gran parte se debió al trabajo que hemos desempeñado durante los últimos veinte años. Hoy, América Latina es nuestra, como no lo ha sido desde hace décadas; incluso con la pérdida de México de esta semana, en los países más poblados de la región, incluidos Brasil, Argentina, Perú y Colombia, contamos con gobiernos que están sólidamente alineados con nosotros, a un nivel no visto hace por lo menos varias décadas. Y el resto de países se han alineado de forma parecida. Si bien es cierto que quizá no fuera acertado que lo expresara públicamente el más alto cargo del cuerpo diplomático de la nación, el anterior secretario de Estado Rex Tillerson tenía bastante razón al referirse a la Doctrina Monroe.
Sin ánimo de aburrirle, me gustaría centrarme en algunos detalles de nuestra labor para lograr este cambio histórico –sin atribuirnos todo el mérito, ya que no solo fue obra del Departamento de Estado, sino que dependió del esfuerzo de diversos departamentos de la seguridad de Estado, incluyendo al Pentágono, el Consejo de Seguridad Nacional, algunas de las 17 agencias de inteligencia y nuestros amigos del Congreso, específicamente, las comisiones de política exterior en ambos órganos. Con la alusión a estos detalles pretendo ilustrar, en la medida en que me lo permiten estas breves líneas, la relevante continuidad en los objetivos y en la estrategia de nuestra política exterior en la región, sobre todo durante los 16 años de los dos gobiernos anteriores, es decir, las de los presidentes Barack Obama y George W. Bush, en las que jugué un papel relevante, y que ha seguido el Gobierno de Trump. Espero también poner de manifiesto el papel vital que juega la diplomacia para la consecución de nuestros objetivos a largo plazo.
Intentaré ser sincero en este punto, aunque, puesto que esta carta no ha sido clasificada como documento de alto secreto, y no podemos descartar las filtraciones, no divulgaré ninguna información clasificada, sino que me basaré en aquella que ya forma parte del dominio público.
Permítame que empiece por un acontecimiento en el que la diplomacia no es lo primero que se viene a la cabeza: el golpe militar de 2009 que echó del gobierno a uno de nuestros adversarios, Manuel, Mel, Zelaya en Honduras. Como la mayor parte de los presidentes electos de izquierdas en Latinoamérica durante la “marea rosa” de la primera década de 2000, Zelaya no puso en práctica un programa político radical. De hecho, no era un político radical; provenía de la clase terrateniente y era un socialdemócrata moderado, incrementó el salario mínimo, apoyó el acceso a los comedores escolares y cosas por el estilo. Las corporaciones estadounidenses con base en Honduras, que en aquel entonces creaban decenas de miles de empleos manufactureros, a pesar de que no hubiera sido su primera opción en las elecciones, no se sentían especialmente amenazadas por él.
Sin embargo, se convertiría en una amenaza por dos razones: la primera, porque empezó a hablar de la necesidad de convocar una asamblea constituyente para aprobar una nueva Constitución, una medida probablemente bastante razonable para la mayor parte de la población hondureña, dado que la Constitución vigente se aprobó en los años ochenta, durante la dictadura militar, y no era muy proclive a las medidas democráticas. Sin embargo, bajo nuestro punto de vista, no tenía ningún sentido redactar una nueva Constitución puesto que, muy posiblemente, la nueva carta magna prohibiría las bases militares extranjeras en el terreno nacional, como en el caso de otras aprobadas en el siglo XXI en países con gobiernos de izquierdas en América Latina. Podrá usted imaginar que el Pentágono, entre otros, no tenía intención de perder su mayor base militar en Centroamérica, sobre todo tras quedarse sin su base en Manta, Ecuador, después de que el Gobierno de Rafael Correa introdujera esta prohibición en su nueva Constitución de 2008 –y Correa tuvo además la insolencia de refregárnoslo en las narices, diciendo que nos dejaría tener una base en Ecuador si les dejábamos tener una base suya en Miami-.
La segunda razón favorable al golpe en Honduras fue que, desde nuestro punto de vista, Zelaya formaba parte de una alianza de todos los gobiernos de izquierda incluyendo a Brasil, Argentina, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Paraguay y Nicaragua; El Salvador también acababa de elegir a su primer presidente de izquierdas y Michelle Bachelet, la socialista moderada chilena, se alineaba prácticamente siempre con estos gobiernos en los asuntos del hemisferio. Es decir, aunque pueda parecer que un país pobre y con poco poder de influencia como Honduras no es relevante, cualquier jugador de ajedrez sabe la importancia que tienen los peones en una partida, sobre todo si uno los puede comer sin sufrir pérdidas materiales o perjudicar su posición. Y Zelaya se había unido a una subsección de países más de izquierdas, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), con Venezuela, Bolivia y Ecuador a la cabeza. No obstante, en aquel momento todos estos gobiernos de izquierda seguían más o menos la misma política exterior, que los más francos denominaron “antiimperialista”. No hace falta decirle lo que eso significa para nosotros.
En todo caso, nuestra labor diplomática fue vital para que el golpe fuera un éxito. La percepción del golpe no sería positiva: el presidente Zelaya fue sacado de su casa a primera hora de la mañana el 28 de junio de 2009, en pijama, puesto rumbo a Costa Rica, con escala en nuestra base militar al sur de Comayagua. Pero tuvimos la cautela de no respaldar el golpe, a la par que dejábamos caer a quien prestara atención a estos asuntos que contaba con nuestra bendición. En su primera declaración, la Casa Blanca no condenó la acción militar e hizo un llamamiento a “todos los actores políticos y sociales en Honduras” a respetar la democracia. Era de dominio público que sabíamos que el golpe iba a tener lugar con antelación, pero el mero hecho de no condenarlo era un mensaje suficientemente claro para quienes entienden el lenguaje diplomático del siglo XXI. La cuerpos diplomáticos y de inteligencia de todo el hemisferio lo interpretaron como un indicio de nuestro apoyo al golpe, y a partir de ahí, todos los acontecimientos fueron predecibles y previstos.
Hillary Clinton, secretaria de Estado en el momento del golpe, resumía en su libro Decisiones difíciles, publicado en 2014, lo que hicimos: “en los días siguientes [después del golpe] hablé con mis homólogos de todo el hemisferio, incluida la secretaria [Patricia] Espinosa en México. Nosotros establecimos las estrategias de un plan para restaurar el orden en Honduras y garantizar que elecciones libres y limpias se celebren rápidamente y de manera legítima, lo que haría que la cuestión de Zelaya fuese irrelevante”. Detrás de todo ello hubo mucho trabajo diplomático. Tuvimos que convencer a parte del mundo, incluidos los medios, de que el mejor camino para Honduras era simplemente aceptar que el presidente democráticamente electo ya no estuviera y que, a pesar de la represión del Gobierno golpista, ―arrestos masivos, violencia por parte de las fuerzas de seguridad, supresión de los medios de la oposición, escuadrones de la muerte― debían llamarse a elecciones lo antes posible, pero sin permitir que Zelaya regrese.
En el Congreso, algunos republicanos contribuyeron a la estrategia adoptando una posición mucho más dura que la nuestra, que, en comparación, parecía moderada. Apoyaron abiertamente el golpe y culparon a Zelaya de pretender utilizar el referéndum para prolongar su permanencia en el Gobierno, y convertirse en un “dictador” como Hugo Chávez. Desde el Departamento de Estado también estábamos presionando a Zelaya para que no convocara el referéndum (el tope de una legislatura de mandato impide la acumulación de poder y el giro sustancial de las políticas de cualquier presidente; son hombres de paja desde el minuto uno). El caso es que, en realidad era imposible que Zelaya gobernara otra legislatura por una cuestión cronológica, independientemente del referéndum. Además, no era vinculante y ya era demasiado tarde para que Zelaya pudiera cambiar la Constitución antes de las siguientes elecciones. La aprobación de una nueva Constitución podría incorporar que los futuros presidentes pudieran gobernar durante dos legislaturas, pero no Zelaya. Sin embargo, la mayor parte de los medios adoptaron el relato, lo cual nos permitió que su destitución pareciera un hecho más aceptable.
Finalmente, como destacaba Clinton, pudimos evitar la vuelta al poder de Zelaya y legitimar las elecciones de noviembre de ese año, que consolidaron al gobierno posterior al golpe, y que para muchos era una dictadura. Todo ello a pesar de que la OEA y la UE se negaron a enviar observadores durante la convocatoria electoral, y aunque la gran mayoría de gobiernos del hemisferio no la reconocieran. Pero nosotros nos impusimos y mediante un ejercicio cuidadoso y persistente de diplomacia logramos que la situación se normalizara.
La historia del éxito de nuestra estrategia en Honduras no termina aquí: el mes de noviembre pasado, el Partido Nacional en el Gobierno durante el golpe, anunció la reelección de su candidato presidencial en unas elecciones que muchos –incluyendo esta vez a la vasta mayoría de los periodistas internacionales– veían como robadas. Luis Almagro, nuestro firme aliado a la cabeza de la Organización de los Estados Americanos dio un paso poco habitual y pidió que volvieran a convocarse las elecciones. Pero, una vez más nuestra diplomacia se impuso. Pedimos a México que fuera el primer país en reconocer las elecciones, y así fue; nosotros “seguimos” su ejemplo. El asunto no tardó en enterrarse, junto con las noticias sobre los asesinatos políticos y la represión bajo el gobierno de Hernández, por no mencionar las conexiones con los traficantes de drogas. Y, por supuesto, Almagro y la OEA no tardaron en retroceder en sus posiciones (aportamos más del 40% del presupuesto de la OEA, entre otras muchas vías de influencia con las que contamos allí).
El asesinato de la activista ecologista Berta Cáceres en 2016 fue un dolor de cabeza para nuestras relaciones públicas. Había sido galardonada con el Goldman Prize tan solo un año antes, y contaba con apoyos en el ámbito internacional, por lo que obviamente su muerte tuvo mayor cobertura en los medios que la de cientos de ecologistas, activistas y otros líderes disidentes asesinados impunemente desde el golpe. Además, cuatro de los nueve arrestados acusados de participar en el crimen estaban vinculados al Ejército, institución en la que hemos invertido mucho. En marzo, tuvo lugar el arresto de un supuesto “autor intelectual” del crimen que, lamentablemente, era un oficial de inteligencia afín a nuestra embajada. Todo ello provocó el envío de diversas cartas por parte de muchos miembros del Congreso y propuestas de medidas legislativas pero, gracias a nuestra diplomacia pública, se pudieron minimizar los daños y seguimos con el control de la situación. Parafraseando a Franklin Delano Roosevelt, puede que Hernández sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta, y Honduras sigue siendo nuestra, como lo fuera en la década de los ochenta, cuando la utilizábamos como base de operaciones de nuestras guerras para mantener en nuestra órbita a Nicaragua y El Salvador.
Por supuesto, Honduras es un país pequeño y pobre, pero como ya he mencionado, tiene una importancia estratégica para nuestras bases militares y es clave en nuestra estrategia general de control de las Américas. No obstante, en los últimos años, nuestra estrategia de contención y retroceso nos ha resultado beneficiosa. Veamos por ejemplo el caso de Brasil, el segundo país del hemisferio en términos económicos y demográficos, con una extensión territorial mayor que EE.UU. continental. En 2002, se produjo la toma de poder del izquierdista Partido de los Trabajadores, y Lula da Silva obtuvo la presidencia después de cuatro intentos. Su gobierno había obtenido tanta popularidad, que no solo resultó reelegido y abandonó su cargo después de ocho años de gobierno con el apoyo del 87% de la población, sino que su sucesora, Dilma Rousseff, también resultó electa y reelecta.
Sin embargo, miren cuál ha sido su suerte: Dilma Rousseff fue destituida en 2016 y Lula está encerrado en una celda de 3 x 4 metros, acusado de corrupción y blanqueo de dinero. Brasil es nuestro, incluso más nuestro que durante la dictadura militar que contribuimos a instaurar en 1964. A fin de cuentas, se trataba de un Gobierno desarrollista y nacionalista, que nos desafiaba con el desarrollo de su propia industria tras las barreras proteccionistas; en cambio, en la actualidad, sus líderes hacen todo lo que está a su alcance para obtener inversión extranjera y pretenden librarse de todas las empresas de propiedad estatal que puedan mediante privatizaciones.
Si apostamos por los nuevos líderes brasileños no ha sido por razones corporativas, como defienden muchos de nuestros adversarios. Nuestros intereses son mucho más amplios y son geopolíticos mientras EEUU siga siendo “la nación indispensable”. Y Brasil siempre será un país influyente, a pesar de su lamentable gestión económica durante casi cuatro décadas; por lo tanto, necesitan un gobierno de nuestro equipo. De hecho, Brasil mejoró su influencia en el ámbito internacional bajo el Gobierno de Lula. En 2010 se produjo un incidente que ilustra muy bien por qué es tan importante mantener nuestra influencia en Brasil en particular, y en América Latina en general, para lograr que su política exterior sea coherente con la nuestra. Ese es el objetivo que no debemos perder de vista, y no su propia política económica interna y ni siquiera sus políticas hacia las corporaciones estadounidenses.
En mayo de 2010, Lula se unió a Turquía, Irán y Rusia para llegar a un acuerdo de canje de combustible nuclear con la intención de intentar resolver nuestro conflicto nuclear con Irán. Si bien el acuerdo pactado fue el que el presidente Obama le había pedido a Lula, lo cierto es que en ese preciso instante, no nos interesaba. No me voy a adentrar en las razones, tan solo decir que los comunicados de prensa que afirmaban que habíamos cambiado de opinión debido a las elecciones en ciernes en EE.UU., eran más que exagerados. En todo caso, el malestar de los brasileños fue bastante explícito puesto que comunicaron a los medios la anterior iniciativa de Obama y, en respuesta a nuestra negación de la misma, publicaron la carta en la que se planteaba la propuesta. Huelga decir el malestar que este episodio provocó en Washington, tanto fuera como dentro del gobierno, y lo cierto es que a partir de ese momento las relaciones con Brasil ya nunca fueron lo mismo. Obviamente, nuestra oposición puso fin al acuerdo, de modo que no hubo que lamentar muchos daños. Sin embargo, he querido llamar la atención sobre este episodio fundamentalmente para insistir en la importancia de evitar que este tipo de gobiernos se desvíen –cuando empiezan a poner en práctica sus propias políticas exteriores, pueden dañar enormemente nuestros intereses más relevantes, en este caso en Medio Oriente– a pesar del hecho de que, salvo Cuba durante la crisis de los misiles, ningún país latinoamericano ha supuesto una verdadera amenaza directa a nuestra seguridad.
Obviamente, es un ejemplo de los muchos problemas que nos causó el Gobierno del PT. Hay que decir que eran buenos diplomáticos y que el ministro de Asuntos Exteriores brasileño era un profesional, y uno de los más competentes de América del Sur. Llegué a conocerlo bastante bien, no solo como subsecretario adjunto de Asuntos del Hemisferio Occidental, sino como embajador de Brasil entre 2010 y 2013. En algunas ocasiones nos ayudaron, sobre todo cuando lideraron la ocupación de Haití por parte de la ONU en 2004, después de que lográramos librarnos del presidente Aristide (por segunda vez; el primer golpe que contribuimos a sacar adelante fue en 1991). Retomaré este instructivo episodio más adelante.
Lula mantuvo una buena relación con el presidente Bush, mejor que con Obama, a pesar de las muchas diferencias con el PT. Es preciso tenerlo en cuenta en el proceso de negociaciones del Gobierno de Trump con Andrés Manuel López Obrador (AMLO) quien, como Lula, probablemente marcará un rumbo de moderación y pretenderá conciliar las demandas de la mayoría de sus votantes con la élite tradicional de su país. Las relaciones entre el presidente Obama y Dilma se agriaron un poco en 2013, cuando los documentos de Snowden revelaron que Brasil era el objetivo prioritario de espionaje de EE.UU. en América Latina, incluyendo el control de las llamadas personales de Dilma, o algo más complicado: un caso de espionaje industrial, de Petrobas, la compañía nacional petrolífera brasileña. La reacción de Dilma fue cancelar el viaje que tenía planeado a EE.UU. y dar un discurso en la Asamblea General de la ONU bastante hostil hacia nosotros, que mantuvimos la calma y no emitimos respuesta.
En 2014, durante el segundo mandato de Dilma, arrancó la profunda recesión de la economía brasileña. La oposición aprovechó su descenso de popularidad y se esforzó por poner fin a su mandato, algo que logró dos años más tarde. Su destitución no fue provocada por ningún acto que constituyera un delito, sino que fundamentalmente fue una maniobra contable que también habían utilizado anteriores presidentes y gobernantes, y que nada tenía que ver con la corrupción u otros delitos. Por supuesto, no tomamos posición en este caso y declaramos públicamente que se trataba de un asunto interno. Pero tuvimos oportunidad de contribuir al cambio de régimen de muchas maneras relevantes, en alguna medida de forma similar al caso del golpe en Honduras en 2009. En este sentido, lo más relevante fue emitir la señal a todos los actores más importantes de Brasil, incluyendo los medios, de que apoyábamos la destitución de Dilma. Tuvimos oportunidad de dejarlo bien claro en el momento de la visita a Washington de Aloysio Nunes, el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado en Brasil, justo después de que la Cámara de Diputados del Congreso Nacional de Brasil votara la destitución de Dilma. Aquella votación fue un espectáculo bochornoso: los miembros más beligerantes del Congreso expresaron su nostalgia por la dictadura militar, e incluso uno de ellos llegó a alabar a los funcionarios responsables de las torturas que sufrió la propia Dilma en el pasado. Aquello provocó que una parte de los medios internacionales, bastante hostiles a Dilma y al PT, reconsideraran el sesgo de sus informaciones. No obstante, yo me entrevisté con Nunes, que lideraba la iniciativa de destitución en el Senado brasileño. Dada mi posición en aquel momento (el número tres en el Departamento de Estado) y que para muchos, yo era responsable de nuestra política en Brasil, todos entendieron que aquella reunión con él era como mínimo una muestra de nuestro apoyo a la destitución.
El Secretario de Estado John Kerry respaldó esta opinión unos meses más tarde, el 5 de agosto, en una rueda de prensa conjunta con José Serra, el entonces ministro de Exteriores de Brasil, en la puerta de la embajada de Estados Unidos. Sus declaraciones iban encaminadas a fortalecer la relación entre EE.UU. y Brasil y velar por la cooperación en una serie de asuntos, como no se habían podido hacer en los últimos años (ya se encargó de destacarlo Kerry). Pero el Senado brasileño tenía que votar aún la destitución de Dilma (su Constitución es similar a la nuestra, la Cámara vota si procede un juicio político o impeachment, y el Senado es el que juzga y decide la destitución del presidente). De modo que la conferencia de prensa con Serra suponía otro indicio evidente de nuestra inclinación por la destitución de Dilma.
Como ya he comentado anteriormente, a pesar de nuestras diferencias, Brasil nos apoyó en el golpe de 2004 en Haití. Habíamos aprendido la lección tras el golpe de Venezuela de 2002 que duró 48 horas. Y, en parte, la responsabilidad de que así fuera, como probablemente ya sepa usted, se debió a la celebración de la cumbre del Grupo de Río de 19 países latinoamericanos justo después del golpe, en la cual se aprobó una resolución reprobatoria del golpe. Si bien algunos países latinoamericanos hubieran querido apoyarnos, eso les habría puesto en una situación delicada dada la sacrosanta soberanía nacional histórica en la región y que nuestro apoyo al golpe se había hecho público. Esta es otra de las razones por las que conviene ser más cauteloso y diplomático con respecto a los comentarios públicos, como lo fuimos en el caso del golpe en Honduras. Las declaraciones públicas del presidente Trump sobre las potenciales acciones militares de EE.UU. en Venezuela, o por parte de otros oficiales que apoyan el golpe militar en el país, son innecesarias y, en mi opinión, contraproducentes.
En todo caso, nuestra experiencia en Venezuela nos sirvió para no repetir errores, y en Haití teníamos preparada la votación en la ONU para apoyar un operativo militar antes de que se produjera la destitución de Aristide. Dos meses después, impulsamos una nueva misión de la ONU (MINUSTAH) con tropas brasileñas a la cabeza. Durante la ocupación del país, miles de partidarios -desarmados- de Aristide fueron asesinados, mientras que funcionarios del gobierno constitucional fueron encarcelados. Pudimos sacar adelante la iniciativa a plena luz del día, no como en 1991, cuando tanto el respaldo de Estados Unidos al golpe como los escuadrones de la muerte posteriores fueron encubiertos. Y hemos podido cambiar el rumbo de la historia en Haití desde entonces, hasta el punto de que no parece previsible en el futuro que pueda llegar a elegirse a nadie que no cuente con nuestra aprobación. (De hecho, el 80% de la población haitiana ya ni siquiera se molesta en participar en las elecciones nacionales.) Hemos recibido muy pocas críticas por nuestros actos allí, incluso después de que lográramos que la OEA revirtiera los resultados en las elecciones de 2010, sin que se realizara siquiera un recuento ni un análisis estadístico del voto, un caso sin precedentes en la historia de la observación electoral. Tras el terremoto devastador de 2010, cuando Haití estaba en una situación de particular vulnerabilidad, amenazamos a los líderes rebeldes con cortar toda ayuda, extremadamente necesaria entonces, si no aceptaban la decisión de la comisión de la OEA, que por supuesto estaba plagada de aliados nuestros. Habíamos amenazado previamente al presidente Preval con obligarlo a abandonar el país como en el caso de Aristide en 2004.
Ofrezco esta pequeña parte de la historia de nuestro papel en Haití porque sirve para ilustrar, una vez más, el poder de la diplomacia, no solo en la construcción de la ocupación de la ONU con Brasil a la cabeza, sino durante aquellos cuatro años previos al golpe. Durante cuatro años logramos convencer a casi todos los gobiernos del mundo para que interrumpieran el envío de ayuda internacional a Haití, sin la cual la supervivencia del Gobierno electo estaba en juego. Para ello, tuvimos que convencer primero a la OEA de que cambiaran la inicial declaración positiva de la misión de observación de las elecciones de 2000, que habían descrito como “un gran éxito para la población de Haití, que salió a votar ordenada y masivamente para elegir a sus gobiernos local y nacional”. Aquella declaración revisada se convirtió en la base de nuestra campaña para destituir al Gobierno. A continuación, fundamos una gran coalición de grupos de la oposición y anunciamos que la financiación internacional no se restablecería hasta que el Gobierno no alcanzara un acuerdo con la oposición. Al mismo tiempo, le dijimos a la oposición que no alcanzara semejante acuerdo, y que el Gobierno acabaría cayendo, como por supuesto pasó.
Algunos han afirmado que la única razón por la que pudimos salirnos con la nuestra llevando a cabo este tipo de tácticas, es porque Haití es un país pobre y su población es negra. Indiscutiblemente, algo de eso sucedió, como confirmaría cualquier conocedor de la historia de la implicación de EE.UU. en Haití desde que los marines norteamericanos ocuparan el país desde 1915 a 1934. Pero también se trata de un país que se fundó gracias a una revuelta de los esclavos, y con una población capaz de echar a Duvalier, el dictador respaldado por EE.UU.; que eligió en dos ocasiones, y por una amplia mayoría, a un sacerdote populista radical que no respetaba nuestros intereses; y en el que podía estallar la revuelta en cualquier momento –sin mucha clase media con algo que perder– si no éramos capaces de manejar con cuidado la situación en momentos decisivos.
Todos los antecesores del presidente Trump fueron capaces de entender estas características específicas de Haití en el golpe de Estado apoyado por el presidente Bush, y la intervención en 2010-2011 bajo el gobierno del presidente Obama. El presidente Clinton también supo comprender esto muy bien: aunque los acontecimientos acabaran encajonándole, sobre todo por el Congressional Black Caucus, y acabara restableciendo a Aristide en el poder con el ejército de Estados Unidos en 1995. Pero obligó a Aristide a aceptar importantes condiciones a cambio de su regreso: que mantuviera al tristemente célebre ejército de Haití, fundamentalmente una fuerza represiva, para enfrentarse a la amenaza de una posible insurrección. Por desgracia, Aristide renegó de esta promesa y abolió el Ejército. Pero, como habrá podido comprobar, nuestro nuevo gobierno allí está intentando recuperarlo, desafortunadamente incluyendo a algunos de los asesinos en masa de los años noventa, dejando vía libre a las críticas de nuestros oponentes.
Retomemos el marco más amplio. Los gobiernos de izquierdas cambiaron los usos y costumbres del hemisferio en materia internacional hasta el punto de minar seriamente nuestro poder de influencia. Por ejemplo, establecieron la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) como organización multilateral independiente, dominada por los entonces gobiernos de izquierdas, incluyendo los de los países más grandes como Brasil, Venezuela y Argentina. Impidieron nuestros intentos de enfrentar este desafío por parte de la izquierda en numerosas ocasiones. En 2009 quisimos ampliar nuestra presencia militar en Colombia a causa de la creciente amenaza que suponían estos gobiernos. El presidente colombiano, Álvaro Uribe, era un aliado acérrimo de EE.UU., y a quien habíamos brindado nuestro apoyo con miles de millones de dólares en ayuda militar (si bien él de por sí tenía ya fuertes vínculos con los cárteles de la droga y los paramilitares que habían asesinado a decenas de miles de civiles). Aceptó nuestra petición de buen grado, pero se filtró a la prensa el acuerdo militar entre Colombia y EE.UU., en el que se detallaban nuestros planes de ampliar nuestro acceso a siete bases militares colombianas.
Los gobiernos de la UNASUR, que se reunieron en Argentina en 2009, mostraron su inmediata oposición y declararon públicamente que no podrían utilizarse las bases militares para mandar operativos desde Colombia, algo que apoyó también este país. Obviamente, ese era el objetivo principal del acceso a las bases militares por parte del ejército de Estados Unidos, incluyendo hacer frente a las amenazas planteadas por los Gobiernos anti americanos.
UNASUR, liderada por los gobiernos de izquierda, cambió los usos y costumbres de las relaciones internacionales en el hemisferio hasta el punto de que incluso Manuel Santos, el anterior ministro de Defensa de Uribe, restableció las relaciones con Venezuela inmediatamente después de asumir su cargo en 2010. Las relaciones entre Colombia y Venezuela (y con otros países) se habían deteriorado gravemente después de que Uribe bombardeara e invadiera Ecuador en marzo de 2008 para atacar los campamentos de las FARC que allí tenían base. Al verse forzado a elegir entre la coalición de izquierda, integrada por los gobiernos antiestadounidenses de Sudamérica, y EE.UU., optó por los primeros.
Pero Santos no tardó en volver a nuestro lado cuando recuperamos el control de esa región y, revirtiendo por completo la situación de derrota de 2009: a finales de mayo Colombia se convirtió en socio global de la OTAN, el primero en América Latina. Como podrá imaginarse. esto tuvo unas implicaciones significativas para nuestro poder de influencia en América Latina. El 17 de junio, Iván Duque, el sucesor de Uribe elegido a dedo, obtuvo una cómoda victoria en las elecciones presidenciales. Colombia es nuestra.
Otro cambio institucional rebelde orquestado por los gobiernos de la izquierda durante sus años álgidos fue la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que incluye a todos los países del hemisferio salvo EE.UU. y Canadá. En parte, se formó en respuesta al éxito de nuestras labores diplomáticas con motivo del golpe en Honduras, cuando evitamos que la OEA jugara un papel más relevante a la hora de restablecer el gobierno electo, que era lo que querían la mayor parte de los países de la OEA. Durante algunos años, la CELAC sirvió como lugar de encuentro de las naciones latinoamericanas y caribeñas para acordar algunas posiciones comunes antes de incorporarse a la OEA para luchar contra nosotros. Como es obvio, ya no supone ningún tipo de amenaza, pero convendría tener en cuenta que cuando los chinos visitaron este hemisferio en 2015 para reunirse con líderes latinoamericanos para abordar el tema de los préstamos y de la inversión extranjera, fue a través de la CELAC.
Argentina ha sido otro de los países más determinantes a la hora de influir en la rebelión antiestadounidense durante la primera década del siglo XX. De 2003 a 2015 estuvieron en el gobierno los Kirchner, populistas de izquierda, primero Néstor y después su mujer Cristina Fernández. Ambos mantenían una relación bastante buena con Chávez, que prestó 6 mil millones de dólares a Argentina para que saldara la deuda con el FMI (a quien culpaban de su crisis entre 1998–2002). Sin embargo, este vínculo entre presidentes izquierdistas estaba mediado por algo más que los petrodólares. La historia tiene su importancia. Los Kirchner tenían amigos que habían sido encarcelados o asesinados durante la dictadura de 1976–1983 que nosotros respaldamos; revocaron la impunidad de los integrantes del Ejército responsables de estos asesinatos y más de 650 fueron condenados. El encarcelamiento de Lula se produjo bajo la dictadura que Estados Unidos ayudó a llegar al poder con el golpe de 1964; su sucesora, Dilma Rousseff pasó aún más tiempo en la cárcel y fue además víctima de torturas. Evo Morales, de Bolivia, declaró que había sido torturado en presencia de agentes de la DEA antes de ser presidente; Pepe Mújica, de Uruguay, pasó 13 años en prisión bajo la dictadura respaldada por EE.UU. Y, quienes no habían sufrido las consecuencias directas de la violencia ejercida por estos gobiernos auspiciados por Estados Unidos, eran conscientes del dolor provocado por esta parte de la historia.
Fueron diversos los mecanismos por medio de los cuales fuimos capaces de contribuir a la caída del kirchnerismo en Argentina. Si bien es cierto que a Argentina le fue extremadamente bien bajo el gobierno de los Kirchner hasta 2011, se produjo una desaceleración económica a partir de entonces y su balanza de pagos empezó a sufrir las consecuencias. No podían pedir préstamos a los mercados internacionales por su default de 95.000 mil millones de dólares en 2001. Impedimos su acceso al mercado de divisas que tanto necesitaban recibir de los prestamistas multilaterales, incluyendo el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial. Entonces, sucedió que en 2012 recibimos una ayuda muy especial por parte de las autoridades judiciales de EE.UU., cuando el juez Thomas T. Griesa tomó la decisión tan controvertida y sin precedentes de prohibir a Argentina el pago de más del 90% a sus acreedores, los titulares de bonos reestructurados ante el impago de la deuda del país. El resto correspondía a la deuda con los acreedores que jamás aceptaron la reestructuración, entre los que se incluyen los fondos buitre, hedge funds, que compraron los bonos moratorios por una fracción mínima de su valor nominal dentro de una estrategia legal prolongada con el fin de anteponer una demanda para recuperar su valor nominal total.
En 2014, Argentina había llegado a un acuerdo con el Club de París integrado por acreedores gubernamentales y estaba a punto de recuperar su capacidad de préstamo en el ámbito internacional. Pero el requerimiento de Griesa fue un duro golpe en un momento de vulnerabilidad. Retiró la orden en cuanto el conservador Mauricio Macri fue elegido presidente y declaró: “la elección del presidente Macri cambió todo”.
Desde el punto de vista de la estabilidad del sistema financiero internacional, admitimos que no fue una buena decisión por parte de Griesa. Supuso que aquellos gobiernos que habían alcanzado acuerdos con más del 90% de sus acreedores tras una situación de impago, podrían ver sus acuerdos anulados años más tarde por las acciones legales de los fondos buitre. Por esta razón, y porque el Departamento del Tesoro de EE.UU., principal agente en la toma de decisiones del FMI fuera de Europa, no se coordinó con nosotros, el FMI anunció en julio de 2013 que presentaría un escrito en nombre de Argentina en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Sin embargo, se retractó una semana más tarde. Cuando un periodista preguntó por las razones para este desconcertante cambio de opinión, el portavoz del FMI, visiblemente molesto, respondió: “tendrá usted que pedirle explicaciones al Tesoro estadounidense”.
Traigo este episodio a colación porque muestra lo importante que es tener en cuenta las diversas ramificaciones de nuestro Gobierno a la hora de pergeñar nuestra política exterior. Logramos contribuir a la caída del kirchnerismo en las elecciones de 2015, si bien estuvo a punto de ganar un mejor candidato presidencial de su espacio político. Pero ahora tenemos a Mauricio Macri de presidente, un sólido aliado de EE.UU. desde años anteriores. En 2009 se reunió conmigo y con nuestra embajada en Buenos Aires para alertarnos de que estábamos siendo demasiado blandos con los Kirchner, sobre todo tras la humillación que había sufrido el presidente George W. Bush en el Mar del Plata. En la actualidad, forma parte de nuestra coalición de gobiernos de derechas en la región, y está contribuyendo a derrocar al Gobierno venezolano, en la cuerda floja a causa de la hiperinflación y una crisis profunda.
Podría contarle mucho más acerca de Venezuela, pero voy a intentar ser breve en ese sentido. Como ya sabrá, durante la mayor parte del siglo XXI su cambio de régimen ha sido el objetivo número uno o dos en el mundo (tan solo precedido por Irak o Irán en algunos momentos). Claramente, el país fue el principal instigador de la rebelión latinoamericana, aunque era Chávez el que principalmente gritaba a los vientos lo que el resto de presidentes de izquierdas, o no tan de izquierdas, pensaban y sentían. Además, ejercía su cargo sentado sobre 500.000 millones de barriles de petróleo, la mayor reserva petrolífera del mundo. Cuando intentamos librarnos de él con el golpe militar de 2002, muchos pensaron que lo que queríamos era obtener su petróleo, pero por supuesto estaban equivocados. De hecho, tanto Chevron como Exxon Mobil, nuestras mayores compañías petrolíferas, mantuvieron una buena relación con Chávez durante la mayor parte de su mandato, y lo que querían es que le dejáramos en paz. Habían invertido mucho allí, y les seguía resultando rentable incluso después de que Chávez incrementará la parte para el gobierno, como hizo todo el mundo tras el aumento de los precios del petróleo a partir de 2002.
Sin embargo, nosotros tenemos una visión geoestratégica y cualquier país que disponga de tal cantidad de petróleo tenderá a convertirse en una potencia en la región y a gozar de una cierta independencia, por lo tanto, es fundamental que su Gobierno esté de nuestro lado. De modo que forramos de dinero a la oposición, que durante los primeros cuatro años de su mandato tenía “una estrategia de derrocamiento militar”, como diría uno de sus líderes más intelectuales. Afortunadamente, los medios tanto de Estados Unidos como internacionales estaban totalmente de nuestro lado, de modo que durante más de quince años nuestra implicación en el golpe ha sido tratada como una mera acusación por parte de una fuente desacreditada, fundamentalmente el propio Chávez, aunque también por parte de su sucesor, Maduro, aún más desprestigiado. Obviamente, todos los reporteros de Caracas sabían que era cierto, pero se abstuvieron de comunicarlo. Incluso cuando nuestro propio Departamento de Estado reconoció que el Gobierno estadounidense “estaba proporcionando formación, asesoramiento institucional y otro tipo de apoyo a personas y organizaciones activamente implicadas en el golpe militar”. O cuando se divulgaron los documentos de la CIA que mostraban que teníamos información anticipada sobre el golpe y que habíamos apoyado su éxito con falsas declaraciones durante los acontecimientos que tuvieron lugar. Este no es más que uno de los miles de ejemplos en los que los medios nos han brindado su apoyo en nuestra ardua tarea, pero creo que ilustra con mayor claridad que otros, hasta qué punto es importante nuestra diplomacia pública, incluso a pesar de que el golpe fracasara por un error de planificación. El éxito de nuestra estrategia supuso que Chávez siempre apareciera ante la opinión pública como el agresor cada vez que denunciaba la intervención de EE.UU., incluso a la par que estábamos lanzando decenas de millones de dólares a los grupos de la oposición (contando solo con la cuantía que era de dominio público), y no cesábamos en el empeño de intentar aislar a su régimen en el ámbito internacional.
Chávez era un duro contrincante, ya que la situación económica del país fue relativamente buena durante su último año de mandato (2012) y logró que por primera vez millones de venezolanos tuvieran acceso a la sanidad, las pensiones, la educación superior y la vivienda pública (obviamente, durante todos esos años los principales medios se encargaron de describir a Venezuela como un fracaso del populismo. Y, a pesar de que la mayor parte de los venezolanos se informaban a partir de fuentes controladas por la oposición, la mayor parte del hemisferio fuera de las fronteras venezolanas compró el relato de que la Venezuela de Chávez era una dictadura).
Chávez no cesó en el intento de convertir en realidad, a escala internacional, su sueño bolivariano de unidad de los países latinoamericanos contra EE.UU., y prestó decenas de miles de millones de dólares a países como Brasil, Argentina y a Estados caribeños, a través de su programa Petrocaribe. En algunos casos, la cuantía de la ayuda por parte de Venezuela al resto de países latinoamericanos probablemente superó la nuestra. De modo que, durante los años de bonanza, la mayor parte de los gobiernos del hemisferio adoraban tanto a Chávez como a la mayoría de los venezolanos, incluso a pesar de que la mayor parte de la población latinoamericana, que solo accedía a la versión que los medios divulgaban de la realidad venezolana, no tuviera muy buena opinión de él.
La situación se deterioró después de su muerte en marzo de 2013, y la situación económica inició un largo declive que ha desembocado en la peor crisis en la historia de latinoamérica. Es innecesario que te cuente lo mal que están las cosas allí en la actualidad dada la hiperinflación y la carencia de medicamentos y alimentos.
Por eso me opuse al embargo financiero del Gobierno de Trump impuesto sobre Venezuela antes de su anuncio público el 24 de agosto del año pasado. No es que no comparta sus objetivos de librarse de esta maldición, hemos trabajado incansablemente para llevarlos a buen puerto durante casi dos décadas. No obstante, llegados a este punto, el embargo es innecesario y Maduro puede recurrir a él para explicar las razones de tanta escasez, a la que obviamente contribuye. Dado que no pueden acceder a préstamos, tuvieron que recurrir al pago de sus bonos en 2017. No pueden reestructurar su deuda. Se ha cortado el acceso a muchos créditos, incluso aquellos que no han resultado prohibidos por la orden del ejecutivo de Trump, y ello contribuye al colapso de la producción petrolera y a la escasez de medicinas y alimentos.
Es excesivo. Este tipo de intervención otorga credibilidad, entre una minoría de la población venezolana, a la victimización por parte del Gobierno. Y para mucha gente a lo largo del mundo este embargo empeora la crisis humanitaria. Afortunadamente, nuestra paciente construcción de una diplomacia pública ha permitido que los medios hayan ignorado el impacto del embargo en igual medida que ignoraron nuestros mecanismos de intervención previos. Y son los medios los que determinan lo que cree la mayoría de la gente, sobre todo si tiene que ver con algo que no experimentan directamente. Pero, el embargo es totalmente innecesario porque la espiral de declive de la economía se produce por sí sola.
Las amenazas emitidas por el Gobierno de Trump, o por parte del senador Rubio, influyente asesor en esta materia, son también innecesarias y contraproducentes. Incluyendo las insistentes declaraciones de Rubio afirmando que las sanciones van dirigidas a propiciar un cambio de régimen y no a presionar al Gobierno para restablecer la democracia, que es el mensaje emitido por el portavoz de nuestro Departamento de Estado. Y, la amenaza del presidente Trump de una acción militar es intolerable; viola la Carta de la ONU e incluso ha avergonzado a nuestros aliados más cercanos en la región, que han expresado su oposición a estas declaraciones.
Lidiamos con Chávez cuando estaba en lo más alto de su ejercicio del poder y de influencia en la región, cuando la mayor parte de los gobiernos de América del sur eran sus aliados. No hay mal que por bien no venga. Quizá no pudimos destituirlo, pero sí demonizarlo hasta el punto de que su compañía resultara tóxica para los políticos del hemisferio asociados con él. Y nos servimos de esa toxicidad para contaminar e incluso derrocar a los candidatos presidenciales en una serie de elecciones, incluyendo las de Nicaragua, El Salvador, Perú y México. Ganamos las elecciones en México en 2006 por un pelito, por unos escasos 0,6 puntos porcentuales, en unas elecciones en las que hubo problemas en el conteo de la mitad de las urnas: es decir, el número de votos emitidos sumados a los votos en blanco no correspondían al total del número de votantes registrados. Y una de las razones por las que ganamos fue porque los medios atacaron sin descanso la candidatura izquierdista de López Obrador, vinculándole con Chávez (incluso a pesar de que en este caso no había conexión alguna entre ellos).
La victoria de AMLO ha sido aplastante y su partido, que ni siquiera existía hace apenas siete años, ha obtenido la mayoría en el Congreso. Esto supone una enorme pérdida para nosotros. Es obvio que sus programas político y económico son moderados, y estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo razonable sobre el NAFTA. Sin embargo, es un independentista populista y nacionalista, como los que nos han plagado en Suramérica y Centroamérica, y no apoyará nuestra política exterior como lo hace el actual gobierno, y eso es lo verdaderamente importante. Por ejemplo, ya ha quedado suficientemente claro que no nos va a prestar ayuda para cambiar el régimen ni en Venezuela ni en Nicaragua. Y, en este sentido, le pido que me excuse, voy a decir una obviedad: los ataques verbales a México por parte del presidente Trump, su propuesta de muro “que pagarán los mexicanos”, y otras expresiones públicas de hostilidad, probablemente han contribuido a explicar el meteórico ascenso del nuevo partido de AMLO. Por no mencionar el fracaso a largo plazo de nuestra política de seguridad en el país, la militarización de “la guerra contra la droga” y otros errores cometidos por anteriores administraciones, sobre todo en materia de política económica y que se remontan a los años ochenta. Y el intento de culpar del éxito de AMLO y Morena a la supuesta interferencia de Rusia, por parte del general McMaster y otros, no logró engañar a muchos mexicanos, aunque les diera bastante juego en casa.
Por lo tanto, debo concluir pidiéndole que peque de exceso de cautela cuando tenga que enfrentarse a este tipo de retos, en lugar de encender las pasiones del nacionalismo y del sentimiento antiestadounidense que puede cambiar el sentido de la disputa electoral en América Latina. A lo largo del siglo XXI fundamentalmente ha sido la izquierda la que ha enarbolado la bandera de la soberanía nacional y la autodeterminación, creencias muy enraizadas en los países en desarrollo, cosas por las que la gente en ocasiones está dispuesta a luchar y a morir, y que tienen una base racional. La democracia en un país que no es soberano será muy precaria, en el mejor de los casos, por no hablar de la integridad de sus elecciones, la independencia del sistema judicial o del Estado de derecho a los que pueda aspirar. Muchos son los que atribuyen parte de la explicación de la inmensa diferencia entre la tasa de crecimiento y los niveles de vida en Asia y en América Latina al grado de soberanía nacional. Pero Washington no ha entendido del todo este tipo de creencias ni lo arraigadas que están entre la población de muchos lugares. Y, allá donde más las hemos subestimado, nos hemos enfrentado a nuestros mayores fracasos y derrotas, desde Vietnam hasta Irak (y lo que probablemente está por llegar en Medio Oriente).
En su mayor parte, le hemos dejado una América Latina controlada, con aliados leales a los Estados Unidos: Brasil, Argentina, Perú, Chile, Colombia, Honduras y más. Contamos con los 13 países del Grupo de Lima que han exigido la imposición de sanciones financieras contra Venezuela, algo inimaginable tan solo hace unos pocos años. Ni siquiera en el momento del golpe de Estado en Honduras en 2009, que indignó a líderes de todo el espectro político, se oía hablar de sanciones, así de fuerte es la tradición latinoamericana de no intervención los asuntos de otros Estados.
Logros aún más notables a la luz de las cartas que nos tocaron en la partida de la primera década de este siglo. Si tomáramos una fotografía del actual paisaje, bien pudiera parecer que es el orden natural de las cosas. Pero espero que vea que no tiene por qué ser así. Cultivamos este delicado jardín a base de paciencia diplomática, incluyendo la diplomacia pública necesaria para que nuestro mensaje y nuestra explicación de toda una variedad de conflictos domine los medios de comunicación de masas, a veces alcanzando una notable uniformidad. Como verá, tampoco hemos tenido miedo de apoyar o financiar la acción política por otros medios cuando ha resultado apropiado: los golpes parlamentarios en Brasil y Paraguay; o los golpes militares y otro tipo de intervenciones en Venezuela, Honduras y Haití. También hemos recurrido a nuestro poder financiero, gastando decenas de millones de dólares anualmente a través de nuestro Departamento de Estado y de la Fundación Nacional para la Democracia para apoyar organizaciones políticas pro EE.UU. (podría explicarle otras cosas que hemos hecho en un informe confidencial.) Sin embargo, éstos no pueden ser nuestros principales mecanismos de influencia en los aspectos políticos de la región. La diplomacia, incluyendo la diplomacia pública, debe de ser siempre el primer recurso.
Parecería que con los gobiernos de los países más grandes de nuestro lado, y el liderazgo de instituciones multilaterales (incluyendo OEA, el Banco Interamericano de Desarrollo, e incluso en la actualidad el Mercosur) tan claramente en nuestras manos y en las de nuestros aliados, conseguiremos cualquier objetivo que nos propongamos alcanzar. Pero, como nos ha demostrado la aplastante victoria de AMLO, la izquierda latinoamericana dista mucho de estar muerta. Incluso en aquellos países en los que han perdido la presidencia en los últimos años, siguen contando con una gran proporción del voto, mucho más alta de la que alcanzaran en el siglo XX. Esto en parte obedece a que, salvo contadas excepciones, no les fue mal a sus votantes mientras estuvieron esas fuerzas en el poder: la pobreza en la región cayó de un 44 a un 28% desde 2002 hasta 2013, tras una tendencia ascendente en los 20 años anteriores.
No sabemos cuándo llegará la siguiente recesión o crisis económica, ni qué impacto tendrá en la región. El Gobierno de Macri en Argentina ya se enfrenta a profundos problemas económicos, y la popularidad del presidente ha caído de un 50 a un 30% en pocos meses. El Gobierno brasileño es profundamente impopular y se enfrenta a huelgas, cifras de desempleo de dos dígitos y un lentísimo crecimiento económico. En el horizonte acechan nubes de tormenta, que es explican por la persistencia del ciclo de austeridad en la Reserva Federal de EE.UU., y la probabilidad de que “se frenen en seco” los flujos de capital en la región, con la consiguiente posibilidad de que se originen crisis y recesiones.
La paciencia diplomática, el ejercicio blando del poder y el cultivo de alianzas fueron nuestras armas más poderosas para reducir la “marea rosa” que se había tragado a buena parte de América Latina durante la primera década del siglo XXI. Sinceramente, espero que puedan conservar y construir sobre nuestros logros.
* Mark Weisbrot es codirector del Centro de Investigación en Economía y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, D.C. y presidente de la organización Just Foreign Policy. También es autor del libro “Fracaso. Lo que los ‘expertos’ no entendieron de la economía global” (2016, Akal, Madrid).
Este artículo se publicó originalmente en inglés, en The Real News Network.
Fuente-Universidad Nacional de José C. Paz, Revista Bordes
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