Puerto Rico, menú de pesadillas – Por Ana Lydia Vega

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Por Ana Lydia Vega *

De un tiempo para acá, como que se ha disparado el morbo puertorriqueño. Las notas rojas de los medios recogen incidentes cada vez más grotescos y siniestros. ¿Será esa proliferación de atrocidades un efecto secundario del huracán? ¿Será que la crisis de la deuda ha hecho estallar un volcán de pus social? ¿O será este brote de infamias otra simple expresión del salvajismo de la especie?

A diario, desfilan ante nuestros ojos las escenas de un “reality show” de horror. Mujeres tiroteadas frente a sus hogares. Cadáveres achicharrados en baúles de automóviles. Parejas encañonadas a la salida de un cine. Invasiones domésticas por gangas encapuchadas. Tomas de rehenes en habitaciones de hoteles. Violaciones a mansalva en cualquier rincón. Sin olvidar la mala racha de “carjackings” y los atropellos descarados de peatones en las carreteras.

La erosionada noción de “ley y orden” ha dado paso a un ambiente de impunidad. A falta de policías, patrulla el maleante. A falta de estadísticas, se descuentan los delitos. A falta de investigaciones, se caen los cargos. La semana pasada, un agente emigrado a la Florida nos ofrecía por radio un consejo escalofriante: “Arranquen a comprarse un rifle superpotente y matricúlense en un club de tiro que no hay más na”.

Desconectado del drama ciudadano, el gobierno flota a la deriva en el espacio sideral. Estamos solos, convencidos de la inutilidad de las gestiones oficiales y atenidos a los escasos recursos del resuelve individual. De vez en cuando, un reportaje publicado en Estados Unidos destapa algún asunto embarazoso que desata el pánico gubernamental. Surgen amagos de ímpetu y aspavientos de indignación. Pero, al fin y al cabo, la inercia gana la partida y todo se queda igual.

El caos alcanza dimensiones absurdas. El ejemplo más concluyente es el escándalo del conteo de muertos durante el período posmariano. Escándalo solo superado por el del tapón fúnebre de Ciencias Forenses y sus furgones rebosantes de cuerpos descompuestos. Ya mismo aparecen los pobres patólogos importados a intentar organizar ese revolú macabrón. Ojo, señores, hay que evitar morirse en la casa, no vaya uno a recalar en una de esas morgues ambulantes empaquetado y congelado por la eternidad.

Lo insólito ha terminado por suplantar a lo “normal”. Bendito, hasta los animales juegan su papel en esta sórdida serie criminal. Una mascota es asesinada a machetazos por su dueño. Una extraña reencarnación del chupacabras desangra a diecisiete gallos. Los caimanes hipermultiplicados en las aguas del río La Plata siembran el terror en los vecindarios. Y los recién legalizados perros pitbulls cooperan en el robo de celulares y supervisan atracos en los restaurantes de comida rápida.

Ni en la playa se puede bajar la guardia. Imagínese por un instante que usted está de pasadía familiar. De pronto, a pasos de su caseta, un individuo rabioso golpea y jamaquea a su compañera a plena vista de los presentes. Mudos y pasmados ante el abuso, los espectadores no reaccionan. ¿Llamaría usted al 911? ¿Saldría en defensa de esa mujer tendida en la arena como una muñeca rota? El desenlace de un gesto solidario es incierto. Usted podría recibir insultos, resultar lesionado, perder la vida en el intento. Y pocos son los que tienen el valor y el arrojo del senador Juan Dalmau.

Riesgos de otra índole acechan. Imagínese ahora que usted va a cenar con su hija en una pizzería de su pueblo. A su regreso al carro, alguien lo detiene. Es un policía, emperrado en hacerle la prueba de alcohol en el aliento. Confiado en su sobriedad, usted accede. El policía le anuncia el resultado sin mostrárselo y, cuando usted reclama, procede a encajarle y apretarle las esposas. El arresto del líder ambientalista Arturo Massol en circunstancias similares ha revivido ingratos recuerdos de aquella época oscura en que se fabricaban casos para intimidar o desprestigiar a los disidentes políticos.

Experiencias como las referidas producen un quiebre en la sensibilidad. El mundo conocido se vuelve frágil, inquietante, peligroso. Si al asedio de lo imprevisto se suma la inseguridad de las expectativas, la cotidianidad se convierte en sobresalto permanente. Ante un horizonte tan cerrado, los protocolos de sobrevivencia llegan a ser agobiantes.

Bueno, tampoco es que sobren las opciones. No salir de noche, bunkerizar el hábitat, mudarse a una urbanización amurallada. Socializar en las redes. Entregarse a Netflix. Aprender artes marciales. Repetir a saciedad los mantras del pensamiento positivo. Practicar yoga al arrullo de las balaceras. Contratar un guardaespaldas. Convencerse de que existen peores sitios para vivir. O comprar un pasaje de avión para ese país de ensueño donde el racismo crónico y los locos armados también saben matar.

Sí, ya sé. El coloniaje prolongado deforma la percepción. Lo bueno de ser pesimista es que uno nunca sufre decepciones. Y que siempre cabe, contra todo instinto sombrío, la posibilidad de una feliz equivocación.

* Escritora puertorriqueña. Publicado en El Nuevo Día


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