Honduras: defendamos a quienes defienden la tierra – Por Rubén Albarrán

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Rubén Albarrán*

Isidro Baldenegro López sabía que su vida estaba en peligro. Después de que en 1986 asesinaron a su padre, el activista Julio Baldenegro, Isidro tomó su lugar como defensor de los bosques de la sierra Tarahumara. Organizó protestas pacíficas contra la tala ilegal de madera, presionó al gobierno para que prohibiera temporalmente la tala en la región y molestó a traficantes de drogas y a líderes de la industria maderera. Cuando, en 2005, obtuvo el Premio Ambiental Goldman, 99 por ciento de los antiguos bosques tarahumaras habían sido deforestados. Las amenazas contra él y su familia eran cotidianas y el 15 de enero de 2017 fue asesinado.

La vida de los activistas que luchan por la conservación de las selvas, reservas y comunidades indígenas, está en riesgo permanente. Y cada vez más. El informe más reciente de Global Witness señala que en 2017 hubo un aumento de la violencia contra defensores de la tierra y el medioambiente en México, el cuarto país con más muertes de activistas. Al menos quince líderes medioambientales fueron asesinados el año pasado, muchos más de los tres registrados en 2016. Son todavía más las personas que han sido agredidas físicamente, arrestadas o encarceladas o han recibido amenazas de violaciones o secuestros.

No podemos seguir en silencio ante estos crímenes. Si permanecemos callados y dejamos de mostrar indignación ante asesinatos como el de Isidro Baldenegro, estos ataques contra activistas que protegen el medioambiente seguirán.

Como Isidro, la gran mayoría de los defensores y defensoras ecológicos son indígenas que se oponen a la expropiación forzada de terrenos por parte de terratenientes, organizaciones criminales y empresas que pretenden controlar los recursos naturales para obtener beneficios económicos. En esta lucha desigual, los activistas han quedado desprotegidos por la negativa del gobierno de tomar medidas eficaces contra los delincuentes o aplicar el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas. México es de los pocos países que tiene un protocolo estatal para proteger a las personas defensoras de derechos humanos en situación de riesgo. Sin embargo, seis años después de su elaboración, grupos activistas han denunciado que aún no se practica de forma efectiva.

Esta violencia desmesurada contra líderes ambientalistas no solo sucede en México: casi el 60 por ciento de los asesinatos de defensores y defensoras durante el año pasado sucedió en América Latina, la región más peligrosa del mundo para las personas que confrontan a sus gobiernos y a las empresas que roban sus tierras y dañan el medioambiente.

Solo en Brasil, 57 activistas fueron asesinados, 24 en Colombia, ocho en Perú —que registró seis muertes más que en 2016—; Nicaragua, un país con poco más de seis millones de personas, tuvo cuatro, el mayor número de homicidios de líderes ambientalistas per cápita en la región.

En Latinoamérica confluyen tres elementos que han propiciado la vulnerabilidad de quienes defienden a las comunidades indígenas y el medioambiente: la abundancia de recursos naturales; el poder e influencia de grupos criminales y los gobiernos negligentes.

En la sierra Tarahumara, por ejemplo, donde fue asesinado Baldenegro, se han expropiado tierras indígenas de las comunidades locales para establecer proyectos extractivos y concesiones madereras, y se han instalado grupos del crimen organizado que cultivan y transportan sustancias ilícitas. Los líderes medioambientales han quedado atrapados en un triángulo fatal entre intereses económicos de empresas sin responsabilidad ecológica, bandas de narcotraficantes que dominan zonas sin ley ni verdadero gobierno.

Los gobiernos de la región han fallado en defender a los ambientalistas e incluso muchas veces los han perseguido — Baldenegro pasó quince meses encarcelado por cargos falsos de transporte de drogas y armas, que finalmente fueron retirados—. Tampoco han sido efectivos en resolver sus asesinatos. Uno de los casos más visibles y que tuvo mayor presión internacional, el asesinato de la activista Berta Cáceres en 2016, no ha sido del todo esclarecido por el gobierno de Honduras. En México, en donde más del 90 por ciento de los homicidios permanecen sin sentencia, la cultura de la impunidad ha beneficiado a los agresores de activistas.

Isidro Baldenegro era un defensor reconocido mundialmente y el Estado sabía que estaba en riesgo. Aun así, no pudo mantenerse a salvo de sus asesinos, quienes probablemente sabían que la justicia no los alcanzará.

A partir del 1 de diciembre tendremos un nuevo gobierno en México que dice querer la paz, proteger los derechos humanos y garantizar un futuro sostenible y sin corrupción. Ese futuro solo será posible si quienes defienden sus derechos, la tierra y el medioambiente son también defendidos: si se obliga a las empresas a operar con responsabilidad, si las comunidades son escuchadas y si se detienen los asesinatos de quienes protegen al planeta.

En solo un año, de 2016 a 2017, los asesinatos a las personas que defienden la tierra en el país aumentaron drásticamente: de tres a quince. Esta tendencia tiene que detenerse. El apoyo y la protección para los ambientalistas y activistas tiene que ser una prioridad para Andrés Manuel López Obrador, quien debe hacer de la defensa y garantía de la seguridad de los líderes ecológicos una promesa de gobierno.

Pero también necesitaremos otras acciones que combinen al gobierno, las empresas y la sociedad civil. El Estado debe comenzar por derogar la reforma energética de 2013 — una de cuyas leyes, califica a la energía nuclear como “energía limpia” y da más margen a abusos contra campesinos y comunidades con la creación de figuras legales que favorecen la expropiación de tierras— y la Ley General de Aguas —que oficializó este año una tendencia privatizadora del agua que inició en 2015—. Y ante todo debe perseguir judicialmente los abusos ya cometidos por empresas y bandas criminales y hacer cumplir la protección legal para las comunidades rurales e indígenas y para quienes defienden sus derechos. Las empresas, por su parte, tienen que garantizar que las comunidades propietarias de las tierras puedan tomar decisiones libres e informadas sobre sus tierras y cómo se utilizan sus recursos. Por último, esas acciones deben ser vigiladas siempre por la sociedad civil.

Somos nosotros quienes podemos solidarizarnos con los defensores y defensoras de la tierra y usar nuestras voces para crear conciencia sobre su lucha. Los cambios en la política y en los negocios suelen iniciarse así: los ciudadanos y los consumidores influyen en las grandes transformaciones. Las empresas y los Estados latinoamericanos solo empezarán a ver y garantizar los derechos de los valientes activistas ecológicos si la sociedad civil mantiene una actitud vigilante permanente. Si hemos fallado en proteger al planeta, al menos protejamos a quienes lo defienden.

(*) Rubén Albarrán es miembro de la banda Café Tacvba y activista medioambiental.

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