En Brasil, por la tierra se mata y se muere

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Más de la mitad de las tierras disponibles están en manos de 2.5% de latifundistas

Por Paolo Moiola *

A pesar de la enorme disponibilidad de tierras cultivables, en Brasil la tierra es un privilegio reservado para pocos. Mientras cuatro millones de familias sin tierra tienen que luchar por la supervivencia cotidiana, los latifundistas —grandes sostenedores del gobierno golpista de Michel Temer, quien asumió la presidencia tras la destitución de la presidenta Dilma Rousseff el 31 de agosto del 2016— son ahora más inescrupulosos que nunca.

En la ciudad de Colniza, estado occidental de Mato Grosso, el pasado 19 de abril, cuatro pistoleros a sueldo contratados por un empresario maderero, asesinaron a nueve campesinos de entre 23 y 57 años que se habían asentado en una zona en disputa. Varios cuerpos estaban atados y dos con la garganta cortada; asimismo, los forenses determinaron que las víctimas también habían sido torturadas.

“Esta masacre —escribió el 21 de abril la prelatura local de São Félix do Araguaia, dirigida por Mons. Adriano Ciocca Vasino y Mons. Pedro Casaldáliga, obispo emérito— tiene lugar en un momento histórico de usurpación del poder político a través de un golpe de Estado institucional [la destitución de la presidenta Rousseff]…Vivimos en un clima de ‘tierra sin ley’, una verdadera guerra civil en nuestro país”.

El 24 de mayo, en la localidad de Pau d’Arco, en el nororiental estado de Pará, 10 campesinos sin tierra, incluyendo una mujer, fueron asesinados por efectivos de las fuerzas policiales en combinación con agentes de seguridad privados. Los campesinos habían ocupado desde el 2013 un área no utilizada de la Hacienda Santa Lucía, una propiedad de 5,694 Ha perteneciente a la familia Babinski. A partir de entonces ocurrieron varias ocupaciones de grupos campesinos sin tierra y acciones de recuperación por parte de los supuestos dueños quienes han sido acusados de grilagem, o apropiación de tierras con títulos de propiedad falsos.

Ante la gravedad de la situación, la Iglesia Católica brasileña emitió un comunicado el 31 de mayo en el que señala que “la versión oficial de los órganos públicos fue que las muertes ocurrieron en un enfrentamiento armado, pues los policías habrían sido recibidos a balazos. Esta versión pretende hacer creer que el pueblo brasileño es imbécil y que no tiene capacidad de discernimiento. ¿Cómo, en un enfrentamiento armado, ninguno de los 29 policías involucrados en la acción ni siquiera fue herido? ¿Por qué se desmanteló la escena del crimen, siendo los propios policías los que transportaron los cuerpos a la ciudad?”.

“Es evidente —continúa el comunicado— que esta exacerbación de los conflictos agrarios en número y violencia tiene relación con la crisis política y con el avance de las fuerzas del agronegocio sobre los poderes del Estado brasileño”.

Aparte de los citados episodios, en los primeros siete meses de este año, 48 campesinos han sido asesinados. Según el informe “Conflictos en el campo Brasil 2016”, publicado en abril por la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), institución dependiente de la Iglesia Católica, el año pasado se produjeron en el país 1,079 conflictos agrarios que derivaron en violencia y 61 asesinatos, un promedio de cinco por mes.

Concentración de la tierra

Los conflictos relacionados con la tierra son una constante en Brasil, país donde ocurren 60,000 homicidios al año según el Atlas de la Violencia 2017, publicado por el Instituto de Investigación Económica Aplicada. La principal causa de los conflictos agrarios nace del latifundio y de la concentración de la tierra en muy pocas manos.

Según la base de datos del gubernamental Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA) con referencia al 2010, el 55.8% de las tierras disponibles está en manos del 2.5% de latifundistas. Del resto de las tierras, 19.9% está en manos de medianos propietarios, 15.5% en manos de pequeños propietarios (1.3 millones de familias) y 8.2% en manos de propietarios de minifundios (3.3 millones de familias). Aunque la definición de grande, mediano, pequeño y mini no está determinada por el número de hectáreas, sino por los denominados módulos (unidades de medida variable que tienen en cuenta varios parámetros), es evidente que la mayoría de los propietarios de pequeños fundos o minifundios tienen una vida dura, a menudo en los límites de la supervivencia.

En el fondo de esta escala de la desigualdad, hay cerca de 4 millones de familias, unos 20 millones de personas, que no tienen acceso a la tierra: son los llamados sin tierra. En este cuadro sobre la propiedad de la tierra se inserta otro dato esencial, el de las tierras improductivas: el 72% de los latifundios —equivalentes a 2.3 millones de km²— es considerado improductivo.

De las tierras improductivas se ha ocupado la Constitución de 1988 —en los artículos 184 y 185—, previendo su expropiación por razones de interés social y para fines de reforma agraria.

El INCRA, creado en 1970, es el organismo federal encargado de implementar la reforma agraria. De acuerdo con la primera de sus cinco directrices estratégicas, debe promover la democratización del acceso a la tierra mediante la creación de asentamientos rurales sostenibles y la regularización de las tierras públicas; su acción debe contribuir también al desarrollo sostenible, la reducción de la concentración de la estructura de la tierra y la reducción de la violencia y la pobreza en el campo.

De acuerdo con las cifras que ha divulgado, el INCRA habría beneficiado con un lote de tierra a casi un millón de familias brasileñas, más exactamente 977,039. Sin embargo, no se sabe cuántas de ellas están todavía en la tierra asignada y cuántas la han abandonado o vendido.

“Sé de muchos terrenos abandonados porque los agricultores no podían mantenerse, no tenían la posibilidad de vender sus productos, o no tenían acceso a atención médica. En resumen, tenían que elegir entre la tierra y la vida”, dice en Boa Vista, Roraima, el hermano Carlo Zacquini, misionero italiano de la Orden de la Consolata.

Se estima que un 12% de los lotes asignados vuelven al INCRA. Los expertos explican que el problema del abandono depende de la falta de una política agrícola —por ejemplo, incentivos para producir— y de infraestructura en los asentamientos rurales.

Monocultivos industriales

La cuestión agraria en Brasil se ha agravado en los últimos 20 años por la entrada en escena de una nueva y poderosa variable: el agronegocio.

Desde la década del 2000 el panorama agrícola brasileño ha cambiado radicalmente. A los monocultivos tradicionales de caña de azúcar, café y algodón se han añadido los grandes monocultivos industriales: plantaciones de soja, cultivos para biocombustibles (tanto biodiesel como etanol), mijo, bosques plantados con eucaliptos y pino, y la cría extensiva de ganado vacuno y de aves.

El agronegocio representa ahora el 23% del producto interno bruto de Brasil. Es el único sector productivo que, en estos años de grave crisis económica para el país, ha seguido creciendo.

En cuanto a su peso e importancia en el ámbito económico, es necesario enumerar las consecuencias negativas que conlleva el agronegocio: el acaparamiento de las tierras y el consiguiente aumento de su concentración, contaminación ambiental por el uso intensivo de agroquímicos, devastación ambiental causada por la deforestación y la pérdida de biodiversidad, explotación y reducción de la mano de obra agrícola, marginación y muerte de la agricultura familiar. En resumen, los beneficios económicos del agronegocio son superados en gran medida por los costos sociales y ambientales que este conlleva.

Como ha recordado la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil en un documento del 2014 sobre la cuestión agraria, el predominio político e ideológico del agronegocio ha transformado la tierra en una mercancía cualquiera, en marcado contraste con la función social y ambiental establecida por la Constitución de 1988.

EL MST y las ocupaciones de tierras

Algunos años antes, en enero de 1984, en Cascavel, estado de Paraná, nació el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), organización campesina que en poco tiempo se convertiría en protagonista de la historia brasileña. Ya en su primer congreso, celebrado en enero de 1985, el MST adopta el principio de “la ocupación de la tierra como forma de lucha”.

A pesar de los ataques de los grandes medios, el MST —liderado por João Pedro Stédile— no retrocede. De hecho, en el actual clima de grave crisis política, económica y moral, desde julio del 2017 ha acentuado las ocupaciones. Al grito de “Corruptos, devuélvannos nuestras tierras”, grupos de campesinos sin tierra han ocupado grandes haciendas como en Rondonópolis, estado de Mato Grosso, perteneciente al grupo Amaggi, empresa de la familia del ministro de Agricultura Blairo Maggi, uno de los más grandes productores mundiales de soja.

Desde que Temer —que está siendo investigado por corrupción pero que está dispuesto a otorgar cualquier concesión a los grupos de presión parlamentarios con tal de permanecer en el sillón presidencial— asumió el poder, la situación social en el país se ha agravado.

“La criminalización y la desestructuración del INCRA y la FUNAI [la gubernamental Fundación Nacional del Indio] sirven al propósito de la bancada ruralista del Congreso Nacional de acabar con las políticas agrarias que atienden a las trabajadoras y trabajadores rurales sin tierra, indígenas, quilombolas y demás pueblos del campo, de los bosques y de las aguas”, dice un informe del Comité Brasileño de Defensoras y Defensores de Derechos Humanos, publicado el 7 de julio.

Para los defensores de los derechos humanos y para los sin tierra la lucha por la justicia tiene un largo camino que recorrer. El 9 de agosto, en Belém, capital de Pará, un juez resolvió la inmediata liberación de los 11 policías militares y dos policías civiles que estaban encarcelados por la masacre de Pau d’Arco.

Frente a estos hechos, se llega a la conclusión de que, en el Brasil del 2017, un daño patrimonial importa más que la muerte. O al menos lo es si la muerte toca a los sin tierra.


La masacre de Carajás y el pacto del latifundio con el poder judicial

Por João Pedro Stedile *

Una marcha pacífica con más de mil trabajadores rurales organizados por el MST recorría una carretera que une Parauapebas con Marabá el 17 de abril de 1996. Fueron emboscados por dos batallones de la Policía Militar, en una localidad conocida como Curva de la S, en el municipio de Eldorado de Carajás. Un batallón salió de Parauapebas y otro de Marabá, apoyados por camiones, que trancaron la carretera por los dos lados.

Así comenzó una masacre premeditada, ejecutada para dar una lección a aquellos «vagabundos venidos del Maranhão», como expresaron los policías en los autos de los procesos. Los policías salieron de los cuarteles sin identificación en el uniforme, con armamento pesado y balas verdaderas. El comando de Marabá dio aviso al Auxilio Inmediato y al Instituto Médico Legal (IML) para que estén de servicio…

El juicio demostró que, además de las órdenes explícitas de Paulo Sette Cámara, secretario de seguridad del gobierno tucano de Almir Gabriel, la empresa Vale do Rio Doce financió la operación, cubriendo todos los gastos, porque la protesta de los sin-tierra en la carretera interrumpía la circulación de sus camiones.

El resultado fue de 19 muertos en el acto, sin derecho a defensa, 65 heridos incapacitados para el trabajo y dos muertos días después. El líder Oziel de Silva, con sólo 19 años, fue apresado, esposado y asesinado a culatazos, frente a sus compañeros, mientras un policía le ordenaba que gritara “Viva el MST”.

Esos episodios están registrados en más de mil páginas de los autos del proceso y fueron descritos en el libro «La Masacre», del periodista Eric Nepomuceno (Editora Planeta). Pasados 17 años, fueron condenados sólo los dos comandantes militares, que están recluidos en algún apartamento de lujo de los cuarteles de Belén.

El coronel Pantoja aún intenta librarse de la prisión y pide cumplir la pena de 200 años en régimen domiciliario. Los demás responsables del gobierno federal y estadual y de la empresa Vale fueron declarados inocentes. La Justicia se contentó con presentar a la sociedad dos chivos expiatorios.

Impunidad de los latifundistas

En todo Brasil, el escenario es el mismo: desde la redemocratización, han sido asesinados más de 1700 líderes de los trabajadores y simpatizantes de la lucha por la tierra. Solamente 91 casos han sido juzgados y apenas 21 autores intelectuales han sido condenados.

La Masacre de Carajás se inscribe en la práctica tradicional de los latifundistas brasileños, que con sus pistoleros fuertemente armados o por medio del control de la Policía Miliar y del Poder Judicial, se apropian de tierras públicas y mantienen privilegios de clase, cometiendo sistemáticamente crímenes que permanecen en la impunidad.

La actuación del latifundio responde a la correlación de fuerzas políticas. Durante su gobierno, José Sarney, frente al avance de las luchas sociales y de la izquierda, organizó la UDR (Unión Democrática Ruralista) y se armó hasta los dientes, irrespetando todas las leyes. Fue el periodo con el mayor número de asesinatos. Los latifundistas llegaron a la petulancia de lanzar su propio candidato a la Presidencia, Roberto Encalado, que fue solemnemente condenado por la población brasileña al recibir sólo 1% de los votos.

En los gobiernos de Fernando Collor y Fernando Henrique Cardoso, tras la derrota del proyecto democrático-popular y de la lucha social que se aglutinaba alrededor de la candidatura de Luiz Inácio Lula de Silva en 1989, los latifundistas se sintieron victoriosos y utilizaron su hegemonía en el Estado para controlar manu militari la lucha por la tierra. En ese periodo, se ejecutaron las masacres de Corumbiara en 1995, y la de Carajás.

Lula llegó al gobierno en 2003, cuando parte de los latifundistas se había modernizado y prefirió hacer una alianza con el gobierno, a pesar de haber apoyado la candidatura de José Serra. A cambio, recibió el Ministerio de la Agricultura. Un sector más truculento e ideológico resolvió dar una demostración de fuerza y hubo dos nuevas masacres, con tintes perversos.

En 2004, a pocos kilómetros de Planalto Central, en el municipio de Unaí (MG), una cuadrilla de latifundistas mandó asesinar a dos fiscales del Ministerio del Trabajo y al conductor del vehículo, cuando el grupo se dirigía a una hacienda para hacer una inspección de trabajo esclavo. Uno de los hacendados fue electo alcalde de la ciudad por el PSDB y, hasta hoy, el crimen está impune. El Estado no tuvo el coraje de defender a sus servidores.

La segunda masacre fue en noviembre de 2005, en el municipio mineiro de Felisburgo cuando el hacendado-grileiro Adriano Chafik resolvió acabar con un campamento del MST. Fue con sus pistoleros a la hacienda y comandó personalmente la operación un sábado por la tarde: dispararon directamente a las familias, e incendiaron las barracas y la escuela, con un saldo de cinco trabajadores rurales muertos y decenas de heridos.

Los hacendados actúan así, porque tienen la certeza absoluta de su impunidad, gracias al pacto que mantienen con los poderes locales y con el Poder Judicial. En los últimos años, su atención estuvo centrada en el Poder Legislativo, donde mantenían la llamada Bancada Ruralista para modificar las leyes y protegerse de las normas vigentes, y ya introdujeron cambios al Código Forestal e impidiendo la implementación de la ley que obliga la expropiación de las tierras de los hacendados que explotan el trabajo esclavo.

Cada año, la Policía Federal libera en promedio dos mil seres humanos del trabajo esclavo. Sin embargo, los latifundistas continúan con esa práctica, apoyados en la impunidad del Poder Judicial. Tuvieron el coraje de presentar proyectos de ley que contrarían la Constitución para impedir la demarcación de las tierras indígenas ya reconocidas, legalizar el arrendamiento de las áreas demarcadas y permitir la explotación de los minerales existentes.

Una serie de proyectos se han presentado para liberar el uso de agrotóxicos prohibidos en la mayoría de los países, clasificados por la comunidad científica como cancerígenos, y para impedir que los consumidores sepan cuáles productos son transgénicos. ¿Por qué no quieren etiquetar los productos transgénicos, ya que garantizan seguridad total para la salud de las personas?

La sed de ganancias de los hacendados no tiene límites, con consecuencias directas para toda la población, pues posibilita la apropiación de las tierras públicas, la expulsión de los campesinos hacia las favelas urbanas y el uso indiscriminado de los agrotóxicos, que van a parar a su estómago y causan cáncer. En el interior, usan con más frecuencia la violencia física y los asesinatos. Pero, lamentablemente, todo eso es encubierto por unos medios de comunicación hegemónicos, serviles y manipulares de la opinión pública.

* Miembro de la Coordinación Nacional del MST y de la Vía Campesina Brasil


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