Colonialismo 2.0 en América Latina y el Caribe: ¿Qué hacer? – Por Rosa Miriam Elizalde
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Rosa Miriam Elizalde*
¿Cómo proyectamos una imagen de futuro de la izquierda en estas ciudadanías etéreas que produce el colonianismo 2.0, capaces de movilizarse por el maullido de un gato pero anestesiadas frente a la muerte o el hambre de millones de seres humanos? ¿Cómo nos comunicamos con los jóvenes que tienen incorporados en su ADN la cultura digital? ¿Cómo comunicamos la política para que no sea una abstracción o un bostezo?
Desde la década del 90 del siglo pasado, Herbert I. Schiller daba por sentado la existencia de un “Imperio Norteamericano Emergente”, cuyos misioneros viven en Hollywood. “Es un imperio con un mínimo de substancia moral, pero Hollywood es solo la zona más visible de ese imperio. Existe ya una amplia y activa coalición de intereses gubernamentales, militares y empresariales que abarcan las industrias informática, de la información y de medios de comunicación. La percepción del mundo que tienen estos actores es decididamente electrónica.”
En 1993 se instauró en Estados Unidos la política para el desarrollo de la infraestructura de la información nacional (NII) y desde ese momento la industria corporativa de la comunicación respondió́ a las prometedoras oportunidades con un frenético proceso de fusiones y concentraciones, acumulando recursos y capital en enormes compañías. Estas fueron acompañadas por una serie de subastas precipitadas del espectro radiofónico, ganadas por los gigantes de las telecomunicaciones. Una vez aseguradas estas condiciones materiales, con los gigantes de la comunicación del sector privado preparados y alentados para explotar al máximo las recién nacidas redes digitales, se crearon las condiciones para cumplir lo que el jefe de Operaciones del Atlántico de los Estados Unidos, Hugh Pope declaró en 1997: “El mensaje es que no hay nación sobre la faz de la tierra a la que no podamos llegar”.
Nunca fue más imperial Estados Unidos que cuando se convirtió en zar de Internet y nos impuso un modelo de conectividad dependiente de las lógicas del mercado y la depredación ecológica, que codifica las relaciones humanas, las transforma en datos y, por tanto, en mercancías que producen valor. Los datos aislados no dicen nada, pero la enorme masa de datos agregados en una plataforma adquiere un valor inusitado y controversial, en una sociedad que transita aceleradamente de la producción y comercio de bienes y servicios físicos hacia los servicios digitales.
La nueva e intensa concentración comunicativa y cultural es mucho más global que la de las industrias culturales transnacionales o nacionales que conocíamos. Una sola empresa privada de Estados Unidos, por ejemplo, decide cómo gasta un cuarto de la población mundial cerca de 50 millones de horas diarias. Su valor diferencial es que crecen los usuarios a ritmos vertiginosos con tasas gigantescas, no solo en números brutos sino en densidad y alcance.
Cuatro de las cinco aplicaciones más usadas en los celulares del mundo –Facebook, Instagram, Whatsapp y Messenger– pertenecen a la empresa fundada por Mark Zuckerberg y recaban datos monetizables permanentemente. En el primer trimestre de 2018 y a pesar de los escándalos de los últimos tiempos y los explotes en la bolsa de Wall Street, Facebook facturó 11 790 millones de dólares, casi cuatro mil millones más (un 49 por ciento) que hace un año. De ese total, cerca del 98,5 por ciento proviene de la publicidad.
Google, por su parte, realiza cerca del 92 por ciento de las búsquedas en Internet, un mercado valorado en más de 92 000 millones de dólares[. Las 10 empresas más poderosas y ricas del mundo -cinco de ellas en el negocio de las telecomunicaciones- tienen unos ingresos conjuntos que suman 3,3 billones de dólares, lo que equivale al 4,5 % del PIB mundial. Apple sola equivale al PIB de 43 países africanos (un billón de dólares). De hecho, solo hay 16 países con un PIB igual o superior al valor del mercado actual de Apple, según datos del Banco Mundial.
En la actualidad hay pocas instituciones públicas a nivel nacional o global que puedan enfrentar estos monstruosos poderes transnacionales, que han alterado dramáticamente la naturaleza de la comunicación pública. No existe Estado-nación que pueda remodelar la red por sí solo ni frenar el colonialismo 2.0, aún cuando ejecute normativas locales de protección antimonopólicas e impecables políticas de sostenibilidad en el orden social, ecológico, económico y tecnológico. Todavía menos puede construir una alternativa viable desconectado de la llamada “sociedad informacional”[8], cuya sombra –intangible, pero por eso no menos real-, alcanza incluso a quienes están fuera de la Internet.
Según la Comisión Económica para Latinoamérica y el Caribe (Cepal), nuestra región es la más dependiente de los EEUU en términos del tráfico de Internet. El 80 por ciento de la información electrónica de la región pasa por algún nodo administrado directa o indirectamente por Estados Unidos, fundamentalmente por el llamado “NAP de las Américas”, en Miami -el doble que Asia y cuatro veces el porcentaje de Europa-, y se calcula que entre un 80 y un 70 por ciento de los datos que intercambian internamente los países latinoamericanos y caribeños, también van a ciudades estadounidenses, donde se ubican 10 de los 13 servidores raíces que conforman el código maestro de la Internet[9].
América Latina es la más atrasada en la producción de contenidos locales, sin embargo, es líder en presencia de internautas en las redes sociales. De los 100 sitios de Internet más populares en la región, sólo 21 corresponden a contenido local, lo que significa que, en vez de crear riqueza para la región, el conteniente transfiere riqueza a Estados Unidos donde están alojadas las grandes empresas de Internet. Los expertos aseguran que uno de los aspectos más significativos de la cultura digital latinoamericana es el uso intensivo de las redes sociales. De hecho, algunos países de la región igualan e incluso superan el uso de redes sociales de países desarrollados. De los diez países con mayor tiempo utilizado en redes sociales, cinco de ellos fueron latinoamericanos, ranking que fue liderado por usuarios brasileños, argentinos y mexicanos con 4 horas al día[10].
El 28 por ciento de los latinoamericanos viven en situación de exclusión social en la región[11], sin embargo, la cantidad de usuarios de internet se ha triplicado en esa franja poblacional con respecto a los cinco años precedentes. Nueve de cada diez latinoamericanos posee un teléfono móvil. Según una investigación del Banco Interamericano de Desarrollo (2017), el 57 por ciento de las personas que tienen dificultades para conseguir comida, son muy activas en Facebook y WhatsApp, lo que indica que poseen algún teléfono inteligente en sus hogares. El 51 por ciento de aquellos que admitieron no tener agua potable en sus viviendas, también utilizan frecuentemente las redes sociales[12].
No es lo mismo brecha digital que brecha económica. Acceso a Internet no es lo mismo que capacidad para poner las llamadas Nuevas Tecnologías en función del desarrollo de un continente profundamente desigual. La falta de habilidades digitales y la imposibilidad de aprovechar el potencial de las nuevas tecnologías contribuye a perpetuar ese estado de vulnerabilidad, aun cuando los pobres tengan en sus manos los nuevos artefactos.
Hablando muy tempranamente sobre estos temas, el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro alertaba que, de la mano de una tecnología revolucionaria, “hay una verdadera colonización en curso. Norteamérica está cumpliendo su papel con enorme eficacia en el sentido de buscar complementaridades que nos harán dependientes permanentemente de ellos…” Y añade: “Viendo esta nueva civilización y todas sus amenazas, tengo temor de que otra vez seamos pueblos que no cuajen, pueblos que a pesar de todas sus potencialidades se queden como pueblos de segunda.”
EEUU y su Operación de “conectividad efectiva” para Latinoamérica
Ese es una primera mirada del problema. Veamos una segunda: tal escenario está encadenado con un programa más amplio para América Latina y el Caribe de control de los contenidos y de los entornos de participación de la ciudadanía que se ha ejecutado con total impunidad, sin que la izquierda le haya prestado la más mínima atención. En el 2011 el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos aprobó lo que en algunos círculos académicos se conoce como operación de “conectividad efectiva”. Se trata de un plan, declarado en un documento público del Congreso estadounidense, para “expandir” los Nuevos Medios Sociales en el continente, enfocados en la promoción de los intereses norteamericanos en la región.
El documento explica cuál es el interés de los Estados Unidos en las llamadas redes sociales del continente:
“Con más del 50% de la población del mundo menor de 30 años de edad, los nuevos medios sociales y las tecnologías asociadas, que son tan populares dentro de este grupo demográfico, seguirán revolucionando las comunicaciones en el futuro. Los medios sociales y los incentivos tecnológicos en América Latina sobre la base de las realidades políticas, económicas y sociales serán cruciales para el éxito de los esfuerzos gubernamentales de EE.UU. en la región.”
Este documento resume la visita de una comisión de expertos a varios países de América Latina para conocer in situ las políticas y financiamientos en esta área, además de entrevistas con directivos de las principales empresas de Internet y funcionarios norteamericanos. Concluye con recomendaciones específicas para cada uno de nuestros países, que implican “aumentar la conectividad y reducir al mínimo los riesgos críticos para EEUU. Para eso, nuestro gobierno debe ser el líder en la inversión de infraestructura”
Y añade: “El número de usuarios de los medios sociales se incrementa exponencialmente y como la novedad se convierte en la norma, las posibilidades de influir en el discurso político y la política en el futuro están ahí.”
¿Qué hay detrás de este modelo de “conectividad efectiva” para América Latina? La visión instrumental del ser humano, susceptible a ser dominado por las tecnologías digitales; la certeza de que en ningún caso las llamadas plataformas sociales son un servicio neutral que explotan un servicio genérico (como un electrodoméstico, un idioma, una cuchara…), sino que se fundan en cimientos tecnológicos e ideológicos, y son sistemas institucionalizados y automatizados que inevitablemente diseñan y manipulan las conexiones.
Hace unos pocos meses Facebook reconoció, finalmente, que es un medio de comunicación, después de años de presentarse como una plataforma de servicios genéricos. Esperemos que termine la confusión que ha reinado en los circuitos académicos negados a ver la multinacional como lo que es, es decir, el Humpty Dumpty de estos días. Como recordarán, hace 153 años en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll puso en labios del Marc Zuckerberg de aquella época un parlamento sumamente actual: “Cuando yo uso una palabra significa lo que yo decido que signifique: ni más ni menos.”
Lo que calcula el gobierno de Estados Unidos con su “operación de conectividad efectiva” es la posibilidad de que esas herramientas creen una simulación de base y a partir de ahí se derrumben sistemas políticos que no les resulten convenientes. ¿Qué parte de la operación de “conectividad efectiva” ha operado desde las redes sociales en la situación que viven hoy Venezuela y Nicaragua, y antes vimos en Bolivia, Brasil, Ecuador y Argentina?
Cuando la política es tecno-política
Solo las grandes empresas tienen la capacidad de cómputo para procesar las colosales cantidades de datos que dejamos en las redes sociales, en cada clic en los buscadores, los móviles, las tarjetas magnéticas, los chats y correos electrónicos. La sumatoria de trazas y el procesamiento de datos les permite crear valor. Cuantas más conexiones, más capital social. Pero los intereses fundamentales de la apertura de los datos y de la invitación a “compartir”, a dar un “me gusta” o “no me gusta”, a “retuiear”, etc., no son los de los usuarios, sino los de las corporaciones.
Este poder da a los propietarios una enorme ventaja sobre los usuarios en la batalla por el control de la información. Cambridge Analytica, rama londinense de una empresa contratista estadounidense dedicada a operaciones militares en red activa desde hace un cuarto de siglo, intervino en unas 200 elecciones en medio mundo. El modus operandi era el de las “operaciones psicológicas”. Su objetivo era hacer cambiar la opinión de la gente e influirla, no mediante la persuasión, sino a través del “dominio informativo”. La novedad no es el uso de volantes, Radio Europa Libre o TV Martí, sino el Big Data y la Inteligencia Artificial que permiten encerrar a cada ciudadano que deja rastros en la red en una burbuja observable, parametrizada y previsible.
Los que siguen esta trama habrán visto que Cambridge Analytica ha reconocido que se involucró en procesos electorales contra los líderes de la izquierda en Argentina, Colombia, Brasil y México. En Argentina, por ejemplo, participaron en la campaña Mauricio Macri en el 2015. Se han denunciado los vínculos del Jefe de Gabinete del Presidente y del actual titular de la Agencia Federal de Inteligencia con esta empresa, que creó perfiles psicológicos detallados e identificó a personas permeables a los cambios de opinión para luego influir a través de noticias falsas y selección parcial de la información. Apenas accedió al poder, Macri, entre otros decretos con los que cercenó la base jurídica e institucional de la comunicación forjada en los gobiernos de izquierda en Argentina, aprobó uno que le permitió quedarse con las bases de datos de los organismos oficiales para utilizarlos en campañas a su favor.
Lo que demuestra todo esto es que también en América Latina y el Caribe la política se ha convertido en tecnopolítica, en su variante más cínica. Con total impudicia, los gobiernos de derecha que se han reenchufado en los últimos años alardean de contar con equipos de comunicación contratados en Miami, Colombia y Brasil. El propio Alexander Nix, CEO de Cambridge Analytica, se enorgullecía ante sus clientes latinoamericanos de que para convencer “no importa la verdad, hace falta que lo que se diga sea creíble”, y subrayaba un hecho empírico incuestionable: el descrédito de la publicidad comercial masiva es directamente proporcional al aumento de la publicidad en los medios sociales, altamente personalizada y brutalmente efectiva.
Ahora bien, tengo la impresión de que con Cambridge Analytica está ocurriendo lo que con Blackwater, el ejército de las guerras de Estados Unidos. Cayó en desgracia para servir eficientemente a la operación de invisibilizar la industria mercenaria de subcontratistas dedicados a las tareas de seguridad, inteligencia, mantenimiento o entrenamientos, que se ha expandido y sigue siendo muy útil al gobierno estadounidense y a sus aliados.
Tómense el trabajo de revisar la página de los socios de Facebook (Facebook Marketing Partners) y descubrirán cientos de empresas que se dedican a comprar y vender datos, e intercambiarlos con la compañía del pulgar azul. Algunas, incluso, se han especializado en áreas geográficas o países, como Cisneros Interative -del Grupo Cisneros, por supuesto, el mismo que participó en el Golpe de Estado contra Chávez en el 2002-, revendedor de Facebook que ya controla el mercado de la publicidad digital en 17 países de América Latina y el Caribe.
Qué hacer frente al Colonialismo 2.0
La comunicación no es asunto de tecnologías, aunque también. Hay que estar en la calle, tocar puerta a puerta como acaba de hacer Morena en México, para que la política se exprese en las redes sociales y haga frente a la restauración conservadora y la ofensiva imperial. Pero el escenario digital es una vía nada desdeñable para la reconexión de la izquierda con sus bases, particularmente con los jóvenes. Como expresara recientemente en La Habana el realizador argentino Tristan Bauer, “las redes no son determinantes para ganar, pero sí están siendo muy útiles a la hora de que perdamos las elecciones”.
Estos temas, desgraciadamente, todavía están lejos de los debates profesionales y de los programas de los movimientos progresistas del continente. Sobran los discursos satanizadores o, por el contrario, hipnotizados, que nos describen la nueva civilización tecnológica -para utilizar el término de Darcy Ribeiro-, pero faltan estrategias y programas que nos permitan desafiar e intervenir las políticas públicas y generar líneas de acción y trabajo definidas para construir un modelo verdaderamente soberano de la información y la comunicación en nuestro continente.
Pongamos en el horizonte tareas concretas. Todavía no se ha logrado concretar en la región un canal propio de fibra óptica, que fue un sueño de la Unasur y sigue siendo una asignatura pendiente en América Latina. No tenemos una estrategia sistémica ni un marco jurídico homogéneo y fiable que minimice el control norteamericano, asegure que el trafico de la red se intercambie entre países vecinos, fomente el uso de tecnologías que garanticen la confidencialidad de las comunicaciones, preserve los recursos humanos en la región y suprima los obstáculos a la comercialización de los instrumentos, contenidos y servicios digitales producidos en nuestro patio.
Desafortunadamente no se ha avanzado en una agenda comunicacional común, supranacional. Si hablamos de comunicaciones, de gobernanza de Internet, de copyright, de temas que son estratégicos para el futuro como la soberanía tecnológica, la innovación, el desarrollo de nuestra industria cultural, la trascendencia de incorporar las estéticas contemporáneas en nuestra narrativa política, necesariamente tendremos que armar una agenda común y espacios donde esta se concrete.
Necesitamos redes de observatorios que, además de ofrecer indicadores básicos y alertas sobre la colonización de nuestro espacio digital, permitan recuperar y socializar las buenas prácticas de uso de estas tecnologías y las acciones de resistencia en la región, a partir de la comprensión de que él éxito o el fracaso frente a estas nuevas desigualdades depende de decisiones políticas.
Es improbable que un país del Sur por sí solo -y mucho menos una organización aislada- pueda encontrar recursos para desafiar el poder de la derecha que se moviliza a la velocidad de un clic, pero un bloque de profesionales, organizaciones, movimientos y gobiernos de izquierda tendría mayor capacidad de desarrollar niveles de respuesta, por lo menos para afirmar soberanía regional en algunas áreas críticas. Permitiría más poder de negociación frente a las potencias en Inteligencia Artificial y Big Data y sus empresas, además de desafiar la instancias globales donde se definen la políticas de gobernanza. Tenemos que apropiarnos de la big data.
Cuesta mucho menos organizar un comando central comunicacional que financiar un canal de televisión. Por tanto, debería ser una cuestión clave en los debates políticos y profesionales sobre comunicación, y particularmente, en aquellos donde se discutan la equidad y el desarrollo, la creación de una escuela de comunicación política de la izquierda latinoamericana y caribeña, que nos permita compartir conocimientos sobre las tramas de poder detrás de los medios, la necesidad de democratizarlos y las oportunidades propiciadas por las nuevas tecnologías de la información. Porque hay oportunidades y hay especialistas muy preparados con su corazoncito a la izquierda, debidamente condenados por herejes -como decía Roque Dalton. Los hay, como también existen experiencias paradigmáticas de la izquierda en la articulación de redes, pero a veces pasan como cometas solitarios por nuestras vidas y no instituyen nada o casi nada.
Me he detenido en los vacíos del debate para estimular entre nosotros la percepción de riesgo. Aquel debate sobre apocalípticos e integrados a la cultura de masas ha sido trascendido hace rato. Ese mundo estable que describía Umberto Eco ya no existe. Hay varios mundos en el horizonte y uno puede ser aquel en el que lleguemos a crear nuestras propias herramientas liberadoras. Pero la búsqueda y construcción de alternativas no es un problema tecnocientífico, depende como dije antes del “actuar colectivo” a corto y mediano plazo, con perspectivas tácticas y estratégicas en la comunicación cara a cara y virtual, que faciliten el cambio de las relaciones sociales y los entramados técnicos a favor de nuestros pueblos.
Hagámoslo, porque no tenemos mucho tiempo.
*Periodista, investigadora, escritora, vicepresidenta primera de la Unión de Periodistas de Cuba.
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