Argentina: la ley será porque ya es – Por Claudia Piñeiro

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Claudia Piñeiro*

Durante los días previos a la votación de la ley de aborto en el Senado argentino, los que estábamos a favor de que se sancionara nos despedíamos diciendo: “Que sea ley”. Mails, mensajes de WhastApp, saludos en la calle o en la oficina terminaban con esa frase. La declamábamos como un mantra que de tanto repetirlo pudiera aliviar. O un abracadabra capaz de producir magia. Que sea ley. Pero no fue y no hubo magia, al menos dentro del Parlamento. Un total de 38 senadores votaron en contra sin siquiera elaborar una ley alternativa, la rechazaron sin más, como si fueran jueces y no legisladores. En dieciséis horas de debate escuchamos aberraciones de todo tipo. Una senadora confesó no haber leído la ley pero dijo que de todos modos la rechazaría. Un senador nos explicó que la violación intrafamiliar no se produce con violencia. Una y otra vez nos repitieron que rechazando la ley salvarían a los “niños por nacer” que las mujeres hubieran decidido “matar”, pero no nos explicaron cómo. Y finalmente nos tuvimos que ir a nuestras casas sin ninguna alternativa de salud pública para las tantas mujeres que abortan clandestinamente en mi país.

Los que nos quedamos hasta el final del debate llegamos a nuestras casas de madrugada y empapados. Había llovido toda la jornada y los paraguas no fueron de mucha utilidad dado que el viento helado los volteaba. Dicen que “los verdes” fuimos cerca de dos millones frente al Congreso. La mayoría, jóvenes que además de llevar el emblemático pañuelo de ese color se habían pintado la cara con glitter. Aquí y allá se veían capas de lluvia, bufandas y gorros también verdes. Cantaron día y noche: “Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven, abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer, arriba el feminismo que va a vencer, que va a vencer”. Los varones acompañaron el canto. Muchos y muchas lloraron abrazados luego de la votación.

Me fui a dormir cerca de las cinco de la madrugada enojada, triste y preocupada por el día después. ¿Qué iba a pasar con todas esas mujeres que fueron a reclamar un derecho justo y se lo negaron? ¿Cómo se iba a mitigar la bronca y la angustia de miles y miles de jóvenes, algunas incluso niñas, a las que vi agitar con entusiasmo su pañuelo verde bajo la lluvia? Pensé en mi hija, en mis hijos, en sus novias, en las hijas de mis amigas; la ley era para todos ellos. Mientras llegaba el sueño elaboré argumentos de contención: la conquista de este derecho es un camino que recién empezamos a andar, no daremos ni un paso atrás, la ley saldrá más tarde o más temprano, la batalla cultural ya está ganada. Creo con convicción en esos argumentos, pero intuí que podrían no ser suficientes para calmar los ánimos después de la estafa legislativa de la noche anterior.

Para mi sorpresa, al día siguiente y en pocas horas vi cómo la tristeza y la bronca se transformaban en energía. Apostasía colectiva para renunciar a la Iglesia católica, listados con los nombres de los senadores que votaron en contra de la ley para hacerlos responsables por cada nueva muerte producida en un aborto clandestino, alternativas parlamentarias para que la ley se volviera a tratar cuanto antes, modificación del Código Penal, posibilidad de una consulta popular que dirima la cuestión. Esos fueron algunos de los caminos que se trazaron como inmediata reacción al rechazo de la ley.

A media tarde tenía claro que, lejos de abrumados, los verdes estábamos más activos y de mejor ánimo que quienes se suponía habían triunfado. Pero fue cuando participé en el programa de radio en el que trabajo semanalmente que terminé de entender. Habíamos invitado a un grupo de chicas de entre 14 y 17 años que habían marchado el día anterior reclamando “que sea ley”. Queríamos saber qué pensaban, cómo se sentían ante la evidencia de que el abracadabra no había funcionado. Lo primero que me llamó la atención es que no se centraron en el aborto sino en que: “Esto es una revolución”. Una revolución que incluye el aborto pero también muchos otros derechos. Estaban enojadas con esos senadores que “no entendieron nada”, y se quejaron de “cómo van a decidir sobre nuestra sexualidad y nuestro cuerpo”. Pero que ellos no hubieran votado la ley les preocupaba menos que a nosotros. Simplemente porque para ellas el aborto ya es ley en la Argentina. Lo decidió la sociedad, lo cristalizaron los dos millones de personas frente al Congreso y en cada plaza del país, lo hablaron y discutieron ellas mismas durante los últimos meses en sus casas, en el colegio, en asambleas de estudiantes. No habían ganado, no habíamos perdido.

El mundo cambió, hay un nuevo paradigma, estamos en el siglo de las mujeres. La revolución verde, como toda revolución a lo largo de la historia, no fue percibida por los grupos más conservadores aferrados al statu quo. Son muchos los que no pudieron ver lo que se gestaba tan cerca de ellos. Desfila frente a sus ojos, les canta desde la calle y su voz entra en el recinto como un murmullo que les molesta pero no logran descifrar. “Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven…”. Tal vez la edad de quienes van a la vanguardia de esta revolución haya engañado a los senadores, su frescura, su aparente fragilidad; no se dan cuenta de que son topadoras, que no piden permiso, que no se amedrentan, saben cuáles son sus derechos y si no se los reconocen los tomarán de todos modos. Para “les chiques” —así quieren que las llamen, en lenguaje inclusivo que abarca todos los géneros— la lucha no se termina con el aborto; seguirán peleando por todos los derechos que impliquen igualdad, autonomía y libertad.

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Una revolución es un cambio radical en las instituciones políticas de una sociedad. Irrumpe cuando está decidida a que aquello que vino a cambiar ya no tendrá vuelta atrás. La revolución verde irrumpió con fuerza en estos días, pacífica pero contundente, compuesta por mujeres de distintas edades pero protagonizada por las más jóvenes, aquellas que nacieron bajo un nuevo paradigma. Son nuestras hijas. A nosotros nos enojó y dolió que no se aprobara la ley de interrupción voluntaria del embarazo; a ellas les resultó incomprensible. No entra en sus cabezas que senadores empacados en sus propias creencias puedan negarles el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos, su vida sexual y la posibilidad de ser madres o no. No aceptan que las condenen a la esclavitud de género.

De acá en más será cuestión de ver si quienes nacieron en un viejo paradigma pueden trasladarse a uno nuevo o si la revolución verde les pasará por encima. Mientras tanto, la ley será ley porque ya lo es.

(*) Claudia Piñeiro es escritora. En 2017 publicó Las maldiciones (Alfaguara).


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