Guatemala: gente sin dueño: una crónica de “Paisajes de la memoria”
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Elegía a Ramón Sijié, Miguel Hernández.
Ciudad de Guatemala, miércoles 20 de junio de 2018. Son las ocho de mañana frente a la Fundación de Antropología Forense, al final de la Avenida Simeón Cañas. Estamos reunidos para acuerpar una caravana fúnebre de 172 personas aún por identificar. Su destino: Paisajes de la Memoria, en San Juan Comalapa, Chimaltenango.
Es una mañana pálida, tras una noche de lluvia. El personal de la Fundación se mueve apresurado, entre ellos reconozco un amigo de la universidad. Tras mucho tiempo sin encontrarnos, me cuenta sus pericias haciendo exhumaciones y peritajes. Después de Comalapa se va a una exhumación en el área q’anjob’al y así, de un lugar a otro, desenterrando muertos. Mi reacción inmediata es volver a la vieja duda de mi familia por el destino que tuvieron Patricia y Víctor.
Mi amigo se une a la cadena humana que pasa de mano en mano 172 pequeñas cajas hasta apilarlas en un camión. Si al inicio la sensación es de asombro y tristeza, pocos minutos después nos encontramos incómodos en nuestra propia piel. Así que preferimos observar la tranquilidad que brindan los árboles en la amplia avenida. Pero el conteo se escucha en el fondo como letanía: veintitrés… veintiocho… treinta y uno… El proceso es largo y tétrico: nadie resiste contemplarlo completo.
Me encuentro a Alex. Nos incomoda la música estridente que alguna organización acompañante ha puesto. Pienso que en otro país –Argentina, por ejemplo– este sería un acontecimiento nacional, masivo y solemne; donde las emociones brotarían transparentes. En cambio acá, no sabemos bien qué sentir: rabia o angustia, desazón o culpa, ánimo o desesperanza. El solo hecho de tener que volverlos a enterrar sin nombre nos confunde.
Cuando por fin terminan de apilar las cajas, los cargadores expresan en sus rostros una especie de orgullo. Por el contrario, a Marta, que acaba de acercarse, se le descompone la cara. No me sorprendería que tenga un familiar desaparecido.
Tres buses y cerca de 15 autos agarramos camino hacia Comalapa. Hacemos una parada en el Palacio Nacional, símbolo petulante del Estado contrainsurgente. La idea es ponerle nuestros muertos en la cara, aunque siempre nos esquive la mirada. ¿Qué fue de aquella enorme burocracia de la muerte? Sabemos un poco de sus altos mandos, pero de los obreros de las alcantarillas casi nada. Los espías, los carceleros, los torturadores ¿continúan caminando entre nosotros o quedaron también tirados en una zanja?
Hacemos otra parada en la gobernación de Chimaltenango y otra más en la entrada a la Comunidad 29 de diciembre donde viven exguerrilleros. Atravesamos Zaragoza y, pasadas las tres de la tarde, seis horas de viaje después, llegamos a Comalapa. Este es un pueblo kakchiquel situado en un punto estratégico del altiplano guatemalteco de elogiable vocación artística. Desde las décadas de 1960 y 1970 fue un semillero del movimiento maya y de las organizaciones revolucionarias.
Recorremos a pie una parte del pueblo. Hay cerca de 50 comalapenses y unos 30 visitantes, incluyendo la horda de periodistas. Detrás nos sigue el camión de la muerte. Se percibe desconfianza o quizás sólo curiosidad distante entre los pocos vecinos que se asoman a observarnos. ¿Habrá perpetradores entre ellos? José Miguel se inquieta con la idea. La posibilidad de que ronden expatrulleros es plausible y nos preguntamos: ¿qué pensarán?, ¿qué sentirán?
Terminamos el recorrido en el salón comunal en que la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (Conavigua) ha organizado una ceremonia de velación. Ahí, se forma de nuevo la cadena humana que debe trasladar las 172 cajas desde el camión hacia el salón. Una melodía de tambores y un coro en kaqchikel –creada especialmente para estos seres sin nombre– aviva nuestra tristeza. Cuando por fin las cajas están en su lugar, pobladas de flores blancas y rodeadas de velas, tenemos una escena hermosa. Al menos yo, siento un poco de paz.
Hora a hora se van sumando personas, mujeres en su mayoría. También en el juicio por el caso de Emma y Marco Antonio Molina Theissen había más mujeres. Así ha sido en otras partes de América Latina. No es que amemos más o que seamos más valientes, es que hasta en estos asuntos reproducimos antiguos roles de género. A mi lado una señora sale de su estado de sopor y me pregunta incrédula:
— ¿Nadie de ellos tiene dueño?
Ella y muchos otros aquí buscan a sus familiares, pero las pruebas de ADN no muestran coincidencia. ¡Qué desgracia de posguerra! Tal vez esto no pasaría si existiera una política estatal de búsqueda de desaparecidos, obvia quimera. Mucha gente que no está enterada del programa de búsqueda de desaparecidos, otros que sí lo están, pero una resignación profunda o una desesperanza honda les impide involucrarse.
* * *
San Juan Comalapa, jueves 21 de junio. A las 8 de la mañana, en el salón comunal la cadena humana está regresando las 172 cajas al camión. Hay mucha más gente que ayer, bastantes vienen de la capital o de municipios vecinos como San Martín Jilotepeque, uno de los más desgarrados por la violencia contrainsurgente.
Cerca de las 11 de la mañana empezamos a caminar hacia Paʹlabor, espacio infame que hoy será rebautizado como santuario de libertad. Encabezados por autoridades locales, hombres y mujeres, caminamos por la carretera principal. En el trayecto, algún campesino detiene su faena para observarnos por unos segundos. Cuando por fin llegamos a nuestro destino, la adrenalina está a tope.
Nos encontramos sobre un pequeño cerro rodeado de pinos con un colorido mural al fondo. Hay mucha gente esperando y el ambiente es casi festivo. No se percibe ninguna huella del destacamento que el ejército instaló aquí en 1981, en cambio, sí son visibles las fosas donde hace 15 años se encontraron 220 osamentas. Desde entonces sólo se logró identificar a 48 personas y se descubrió que muchas eran originarias de otros municipios de Chimaltenango, de la capital y de Mixco, varios eran militantes de organizaciones revolucionarias.
Ahora sí se arma la última cadena humana que regresa a los 172 seres a su probable lugar de ejecución. Imagino el ingreso de un prisionero traído de lejos en una madrugada de frío atroz. Me pregunto si le quedan aún impulsos de escapar o si está ya entregado a su destino mortal, si piensa en su familia o en sus camaradas, si alcanza a imaginar un futuro digno para esta sociedad.
Rosalina Tuyuc, la célebre líder de Conavigua, inaugura oficialmente este lugar como recinto y memorial dedicado a todos los muertos y desparecidos de la guerra. El proceso para llegar aquí ha sido muy largo: tramitar los permisos para efectuar la exhumación, conseguir voluntarios para que vinieran a excavar, animar a las familias a hacerse pruebas de ADN para alimentar las bases de datos de desaparecidos, conseguir dinero para comprar este terreno, diseñar el memorial y organizar esta ceremonia.
Rosalina dice que en este acto estamos regresando con cariño y libertad a quienes dejaron aquí su vida y su historia a través de actos violentos. A su discurso le siguen el de Aquiles Linares, cuyo hermano fue encontrado aquí; una grabación de Emma Theissen; una oración ecuménica y diversos actos culturales. El público está integrado por líderes campesinos, activistas de derechos humanos, exguerrilleros, religiosos, familiares de desaparecidos, artistas y académicos.
Ahora sí puede decirse que Guatemala cuenta con un “lugar de memoria”[1] digno y universal –la Catedral nunca lo fue–. Esta puede ser una oportunidad para abrir y complejizar nuestro procesos memoriales. Tal vez sea tiempo de abandonar el lenguaje aséptico y despolitizado con el que hablamos de los muertos de la guerra. Tal vez sea hora de dejar de promover la figura de las víctimas políticamente pasivas o neutrales. Tal vez sea el momento de pensar cómo vamos a desarmar la razón del Estado terrorista convertida en sentido común: que la gente que se rebela contra el Estado merece ser torturada, mientras que la que no lo hace, no.Gracias, Aquiles Linares, por nombrar camaradas a estos seres sin dueño.
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