América Latina: La herencia populista – Por El Nacional, Venezuela

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

A pesar de sus rotundos e inocultables fracasos, el populismo sigue vivo en América Latina. Hay un diagnóstico que, basado en hechos reales, llega a una conclusión que, si no es errada, es al menos discutible. Se dice: los triunfos electorales de Sebastián Piñera en Chile, Mauricio Macri en Argentina e Iván Duque en Colombia; la debacle judicial del PT en Brasil, con Lula preso por corrupción; el caso sorprendente de Rafael Correa, perseguido por la justicia de Ecuador, en medio de una tendencia en crecimiento de claro rechazo a su figura; las primeras declaraciones del recién electo presidente de México, Manuel López Obrador, que son, en su mayoría, ejercicios de matización, cocteles en los que la vocación populista aparece mezclada con elementos de racionalidad económica; la destrucción que el populismo ha acometido en Venezuela, a la que ahora se suma la política de muerte que Daniel Ortega ha implantado en Nicaragua. Y así.

Estos y otros elementos conducen a muchos analistas, académicos, periodistas y hasta políticos a la hipótesis de que el populismo en nuestro continente está en declive. Esta supuesta tendencia a la baja, reconocen, sería una corriente en América Latina contraria a lo que está ocurriendo en la política norteamericana y europea, donde el populismo –en su vertiente populismo de derechas– tiene una extendida presencia.

Aunque entiendo que el populismo no es un concepto totalmente definido y que cada vez son más numerosas y diversas las interpretaciones que se hacen al respecto y, además, que no pretendo teorizar al respecto, debo explicar a qué llamo “la herencia populista”, que está en el título de este artículo.

Mi idea es que el populismo es en América Latina una política que se corresponde con una condición cultural. Esa cultura se basa en un principio que divide las sociedades en dos grupos: uno, mayoritario, que sería el pueblo; otro, minoritario, que serían las élites. La política populista instrumentaliza esta visión y dice: la élite es la responsable de los males del pueblo. Así, el líder populista aparece como el vengador de los padecimientos del pueblo, que siempre tienen unos culpables.

La herencia populista describe un extendido fenómeno: la idea de que “el pueblo” es una entidad con la que se mantiene una deuda permanente que la política y los gobiernos deben atender de forma prioritaria, incluso cuando no existan las condiciones económicas para satisfacer una deuda que, en el imaginario de muchos, no tiene límites. El pueblo populista, en tanto que pueblo, espera que el Estado –los gobiernos– solucione sus necesidades básicas, sin la mediación de la pregunta más obvia de todas: de dónde saldrán los recursos para atender esas demandas.

Ese es el meollo de la inviabilidad del modelo populista, sea cual sea su signo: que la demanda de recursos para atender las necesidades del pueblo no está nunca acompañada de un modelo productivo que las haga sostenibles en el tiempo. La cultura populista nunca pregunta de dónde saldrán los recursos necesarios para satisfacerla, ni mucho menos quién los producirá. La cultura populista tiene su epicentro en los derechos y no en los deberes.

La interrogante sobre la presencia y proyección de una cultura populista en Venezuela es necesaria y legítima. Chávez dilapidó la más fabulosa cantidad de recursos que gobernante alguno haya tenido a su disposición a lo largo de doce años. La parte que no se desvió a la corrupción fue usada para crear dependencias y repartirse a millones de venezolanos, sin compensar esa distribución de recursos con la creación de industrias sólidas y sostenibles, sino todo lo contrario: la destrucción sistemática del aparato productivo de Venezuela. Desde 1999 el método fue el mismo: gastar y gastar sin contención, mientras se demolían, con siniestra eficacia, Petróleos de Venezuela y el sector productivo privado.

A medida que nos aproximamos al final del régimen encabezado por Maduro, la cuestión adquiere mayor importancia: ¿cuánta adhesión recibirá el imprescindible cambio de modelo que exige el país? El paso de un modelo populista, ladrón e improductivo a otro de carácter verdaderamente social y productivo ¿encontrará comprensión y apoyo para dejar atrás la perversión puesta en marcha entre 1999 y 2018? ¿O la cultura del populismo se instauró en Venezuela de forma duradera, y lo que muchos esperan es un sistema que garantice el funcionamiento del CLAP, soportado por un precio del petróleo a 150 dólares el barril?

El Nacional


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