México: la tenacidad de López Obrador – Por Jesús Silva-Herzog Márquez

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Jesús Silva-Herzog Márquez*

Su teología fue la conspiración. Un poder invisible y absoluto le arrebataba una y otra vez la victoria que merecía. La mafia-del-poder dictaba su capricho en todos los ámbitos. Controlando medios, mercados, encuestas y votos, los poderosos se empecinaban en obstruirlo. Hoy México contempla una sintonía de acontecimientos que perfilan a Andrés Manuel López Obrador para ganar la presidencia. Los planetas y los mosquitos se coordinan para darle al candidato de Morena no solamente un triunfo arrollador sino para rehacer el mapa político del país. Hay una conspiración lopezobradorista en el sentido que Cornelius Castoriadis recordaba: todos respiran el mismo aire y al mismo compás, todo sopla en una dirección.

La inminente victoria de López Obrador es testimonio de una tenacidad asombrosa. Durante décadas ha estado en el centro de la atención nacional. Sus frases, su acento, sus dardos y sus tics se han vuelto parte de nuestra comida diaria. Hecha de más derrotas que de victorias, el hombre que vino del trópico ha creído siempre en su causa y, sobre todo, en sí mismo. Ha sido el político más temido y el más amado. Un factor de polarización y, al mismo tiempo, una antorcha de esperanza. Lo hemos dado por muerto varias veces y está más vivo que nunca. Se creyó que su radicalización tras perder las elecciones en el 2006 sería su fin. Tuvo una segunda oportunidad en 2012 y volvió a perder la presidencia, ahora con un margen claro. Pocos creyeron que tenía futuro por delante. Al cerrársele las puertas en su partido, emprendió la marcha para formar una nueva organización política. Parecía un salto al vacío, la obstinación de un hombre que no admite su ocaso, el capricho que volvía a dividir a la izquierda. Su apuesta terminó siendo acertada: aquella aventura quijotesca se perfila a conquistar la mayoría. López Obrador es un hombre de fe porque ha visto más allá de lo razonable, porque es un creyente en lo inaccesible.

La fascinación y el temor que suscita pueden explicarse por su extravagancia. López Obrador no se hizo en la política de las camarillas ni en la de los linajes. No ha ascendido presumiendo diplomas ni apostando a las recompensas de la disciplina. No es hijo del centro sino de la periferia. Más bien, es hijo de la periferia de la periferia. Se hizo, literalmente, sobre la marcha. Como nadie, ha recorrido el país de punta a punta. Hace años viajaba horas para reunirse, en un poblado remotísimo, con una decena de simpatizantes. Hoy llena las plazas. Se curtió con tosquedad en la batalla política, ahí donde se quiebran los límites de lo posible, ahí donde se cuestiona lo aceptable. Su singularidad es relevante. En el horizonte mexicano supone la aparición de un liderazgo radicalmente distinto, al mismo tiempo auténtico e indómito, profundo y desbocado. Será el primer líder social que ocupará la presidencia de México. Eso es López Obrador: un espléndido dirigente social. Hombre de instinto, terco, perceptivo, audaz, imaginativo, misteriosamente elocuente. Ahí puede arraigar la intensidad de la devoción y el temor que provoca. El político más raro y también en el más talentoso que ha conocido México en muchas décadas.

Reconocer lo evidente es, tal vez, lo más extraño. López Obrador ha nombrado a nuestro elefante. Lo tenemos frente a nosotros todos los días. Ocupa todos los rincones del país, todas las oficinas, todas las plazas y pocos se atreven a verlo. Es el privilegio que rompe al país. Si todos los políticos, si todos los candidatos registran la desigualdad, solamente López Obrador apunta el dedo al orden oligárquico y no teme nombrarlo. Su discurso embona con el ánimo contemporáneo de México (y del mundo) porque refleja una sincera pasión antielitista. El dirigente de Morena registra como nadie el abismo de México. La polarización que vive el país no proviene del lenguaje ni de la estrategia política de un líder: proviene de una larga acumulación de agravios. López Obrador los expresa y los encauza. ¿Podrá repararlos? Sus denuncias exhiben la captura del poder político, su utilización para el servicio de los intereses privados, la desvergüenza de la corrupción, la atrocidad de nuestra guerra, la falta de oportunidades para millones. Diagnóstico irreprochable. Sus remedios son otra cosa.

López Obrador se hizo a sí mismo, y casi podría decirse que a solas. Si no hay padrinos en su biografía, tampoco hay compañeros. Un insumiso no reconoce pares. Idólatra de sí mismo, está convencido de que la solución para México es él. Tiene la convicción de que, para terminar con la corrupción, basta su presencia. Si el presidente es honesto, todos serán honestos, ha dicho. El aura omnipotente del líder transformará mágicamente la realidad. La fe en sí mismo contrasta con la sospecha por todo lo demás: las instituciones son juguetes de la mafia, las leyes son irrelevantes, la sociedad civil es sospechosa. Sólo él y el pueblo que él encarna le merecen confianza. Quienes han hecho a López Obrador han sido sus adversarios. Contra ellos se formó, contra ellos ha crecido. No es extraño que la política sea para él la permanente construcción de adversarios. Mantenerse en pie es pelear. La política no es la plaza de las conciliaciones sino la condensación del conflicto. Al decretar la enemistad, al enlistar los agravios, al enfatizar la amenaza del enemigo, da cuerpo a una legión combatiente. Sus seguidores son mucho más que votantes. No acompañan momentáneamente a un candidato, no buscan acudir una mañana a la urna para poner un lápiz sobre el papel. Son parte de un movimiento social del que no hay precedente en la historia contemporánea de México. Nadie ha cultivado esa lealtad vehemente como lo ha hecho López Obrador.

Llamando a lo que él llama la Cuarta Transformación de México se esculpe una escultura del tamaño de la del padre de la patria (Hidalgo) del creador del Estado laico (Juárez) y del mártir de la democracia (Madero). Pero ese deseo de gloria parece atemperado en su tercer intento por la presidencia por un plomo pragmático. López Obrador será un populista de manual pero es también un político pragmático. Como alcalde de la Ciudad de México no fue un radical. Encabezó un moderado gobierno de izquierda. Mantuvo un diálogo fluido y fructífero con los empresarios de la capital. Su gobierno fue eficaz, opaco, disciplinado. El equipo que se ha adelantado a nombrar como parte de su gabinete tiene ese perfil. No hay asomo alguno de radicalismo sino, por el contrario, gestos visibles de moderación. En ocasiones ha dejado entrever que la gran reforma debe ser, en realidad, una recuperación de la modestia. El renacimiento del país, ha dicho citando a Francisco J. Múgica, surgirá “de la simple moralidad y de algunas pequeñas reformas”.

Se le acusó de ser el gran peligro para México. Después de doce años de sangre y mugre, de violencia y corrupción, es claro que para los electores mexicanos no hay mayor peligro que la continuidad de lo existente. Por eso hay que decir que el terremoto que provocará la victoria de López Obrador será el gran desafío de México. A todos pondrá a prueba.

(*) Jesús Silva-Herzog Márquez es analista político y profesor del Tecnológico de Monterrey.

El País

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