Bolivia: de “milagros” y “talones de Aquiles” – Por Fernando Molina

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Fernando Molina*

El modelo económico boliviano es celebrado por distintos sectores políticos y por los más diversos actores internacionales. Para muchos, se trata de la prueba de que la izquierda también puede desarrollar una gestión eficiente de la economía, sin dejar de atender las necesidades sociales de la población. Pero el modelo, para muchos «milagroso», también tiene sus problemas.

Se suele atribuir parte del éxito económico de Bolivia en el último tiempo a las «Arcenomic», término que alude a Luis Arce, el economista que diseñó el modelo de desarrollo del país y que lo dirigió personalmente de 2006 a 2017, año este último en el que enfermó y renunció a su posición como ministro de Economía de Evo Morales. Arce es un economista fuertemente contrario al neoliberalismo, partidario del Estado, pero moderado en política económica y prudente en la macroeconomía. Su línea continua guiando las decisiones del gobierno boliviano y sigue cosechando éxitos. Entre ellos puede destacarse el crecimiento en un 4,7% del PIB durante este año. Sin embargo, esta política no está exenta de críticas. Hay quienes la consideran como posible generadora de la llamada «enfermedad holandesa», es decir, de la tendencia crónica de una economía extractiva a gastar mal.

El modelo boliviano considera la existencia de dos sectores. Uno de ellos es el «generador de excedentes», compuesto por las industrias petrolera, minera y eléctrica. El otro sector, en cambio, es el «generador de ingresos y empleos» y lo conforman las industrias manufactureras, agropecuarias, la construcción y el turismo, entre otras. El modelo se basa en la toma del primer sector por parte del Estado (que se convierte así en el principal actor de la economía) y en la transferencia de los excedentes de este al segundo sector por la vía del gasto público y la redistribución económica -es decir, de la ampliación de la demanda-.

Hace unos días, el ministro de la Presidencia, Alfredo Rada, espetó a los empresarios que estaban ante «un gobierno de los trabajadores». Esta afirmación debe examinarse a la luz de lo siguiente: mientras que la presencia del Estado en el sector «generador de excedentes» es casi total, el sector «generador de ingresos y empleo» sigue siendo mayoritariamente privado y sigue orientado al lucro. Esto diferencia al modelo boliviano del «socialismo del siglo XXI». Las limitaciones que ha puesto el gobierno al sector privado solo han sido cuantitativas. Todas ellas las ha tomado del arsenal nacional-popular y no del socialista. La lista es la siguiente: una política salarial dictada desde arriba y fuertemente «pro trabajador», ciertos «topes» a las exportaciones de alimentos -a fin de asegurar el abastecimiento interno-, y la imposición a los bancos de «cuotas mínimas» para los distintos tipos de crédito. Los empresarios dicen que estas medidas han impedido que la inversión privada sea más vigorosa, pero nadie piensa que la hayan detenido como ocurrió en Venezuela. Las principales amenazas a la industria nacional no son las nacionalizaciones sino la importación muy abundante (y a menudo ilegal) de algunos productos, así como un tipo de cambio inmóvil y sobrevalorado.

El modelo de transmisión de excedentes «hacia dentro» ha sido exitoso en el corto plazo. Gracias al shock de ingresos que sacudió al país entre 2006 y 2014 -todos canalizados hacia el mercado interno-, se incrementaron el consumo y las actividades destinadas a satisfacerlo. Además, se favoreció el bienestar social. La extrema pobreza monetaria (ingresos de menos de 2 dólares al día) cayó de 38% a 18%, y hoy es de solo de un 10% en las ciudades. Al mismo tiempo, Bolivia se convirtió en un país de ingresos medios: «solo» el 30% de su población gana menos de 4 dólares por día. Ocurrió así el «milagro».

Sin embargo, y tal como afirma la teoría de la «maldición de los recursos naturales», puede haber complicaciones con este tipo de modelo. Cuando los excedentes se originan en la extracción de recursos no renovables se tiende a distorsionar la economía a largo plazo, así como a cambiar la mentalidad de la sociedad convirtiéndola en «adicta» a la recepción de estos excedentes «fáciles». La «enfermedad holandesa» es un crecimiento contrahecho a causa de la «fuerza gravitacional». Evidentemente, promueve la actividad extractiva sobre todos los demás sectores. Se trata de un fenómeno que valoriza la moneda nacional, aumenta la capacidad de compra de los salarios y, en consecuencia, dispara las importaciones, mientras que disminuye la competitividad exportadora del país. Todos estos síntomas se han presentado en Bolivia, aunque los puntos de vista sobre sus implicaciones son disímiles. El gobierno cree que la transferencia de excedentes no tiene por qué causar «rentismo» o dependencia de los sectores productivos de las rentas del gas. Esto, siempre y cuando se los destine a la inversión pública en infraestructura, a la creación de empresas estatales saneadas y a una política social muy activa en un contexto de equilibrio macroeconómico.

Sin embargo, con los años los problemas causados por esta «transferencia hacia dentro» se han ido sumando. Algunos casos de inversión pública se han comenzado a revelar como «despilfarro»: escuelas sin alumnos, carreteras poco usadas y aeropuertos innecesarios. Al mismo tiempo, solo algunas empresas estatales -las que operan en nichos tradicionalmente rentables- han logrado generar altas utilidades. Pero las demás trabajan de forma muy ajustada o pierden dinero. Finalmente, el equilibrio macroeconómico se ha visto comprometido por la caída del precio del gas que el país exporta y que es responsable de la mayor parte del shock de ingresos o, para seguir con la nomenclatura que estamos usando, del shock de «excedentes» experimentado. Desde 2015, Bolivia presenta una sistemática caída de sus ingresos internacionales, que sumó un 40% entre 2014 y 2017. El país tiene, en consecuencia, problemas para financiar los gastos de un Estado ampliado, por lo que registra ya por tres años un déficit fiscal de alrededor del 7% del PIB. En el mismo periodo las importaciones solo han caído un 20% (lo que parece confirmar el diagnóstico de «enfermedad holandesa»), por lo que se ha producido una merma en las reservas internacionales de 15.000 a 10.000 millones de dólares. Esta situación sigue siendo controlable, pero constituye el talón de Aquiles del modelo (en realidad, de todos los modelos latinoamericanos, toda vez que la región comercia en una moneda que no es la suya). En este momento, las reservas disminuyen a razón de 200 millones de dólares mensuales y se calcula que, si el gobierno las dejara caer a 6.000 millones o menos, Bolivia estaría en un serio problema.

Ventajas y problemas de la “bolivianización”

Evo Morales dijo más de una vez que la estabilidad, es decir, el equilibrio macroeconómico, es «un patrimonio del pueblo boliviano» y debe conservarse. No es una tarea del Fondo Monetario Internacional -como ocurría en el pasado-, sino de un programa monetario y fiscal que, aprobado por el Ministerio de Economía y el Banco Central, define la cantidad de dinero que se pone en la economía a fin de alentar la actividad económica sin crear presiones inflacionarias (desde hace ocho años que la inflación se ha mantenido en niveles bajos). Este programa ha sido facilitado por la abundancia de las reservas internacionales a consecuencia del boom de ingresos del exterior que vivió el país entre 2006 y 2014, pero también del que probablemente es el mayor logro financiero de la gestión de Morales: la «bolivianización» de la economía. Gracias a ambos factores, la política monetaria y fiscal han podido ser constantemente expansivas y han alentado un crecimiento continuo del PIB anual que ha sido el mayor de la historia del país.

Bajo el neoliberalismo, las autoridades monetarias no podían impulsar el crédito interno, pues este estaba casi completamente dolarizado. El nivel de las reservas internacionales se había convertido en una rienda cuyo largo marcaba la amplitud máxima a la que podía crecer la economía. Ahora el gobierno tiene más juego de cintura. Si a fines de la década de 1990 solo el 3% de los depósitos del sistema financiero estaba nominado en bolivianos y el resto en dólares, hoy esto es casi al revés: 94% de los depósitos está en bolivianos y solo el 6% en dólares.

¿Qué pasó? Gracias a la entrada de una gran cantidad de dólares (100.000 millones) por el boom de las exportaciones, el boliviano se valorizó (o cada dólar comenzó a cambiarse por menos bolivianos). Hasta 2011, el tipo de cambio fluctuaba libremente, así que la valorización dio al público la señal de que tener dólares significaba perder dinero. Luego el gobierno estabilizó el tipo de cambio en 6,96 bolivianos, que es el precio fijo del dólar desde 2011. Si se toma en cuenta la inflación, esto implica que con el transcurso del tiempo cada dólar puede comprar cada vez menos cosas dentro del mercado interno. Estos estímulos cambiarios se complementaron con un mayor encaje bancario en dólares y la transformación del Impuesto a las Transacciones Financieras, a fin de que solo gravara a las operaciones en moneda extranjera. Estas medidas, en un contexto de gran confianza en la economía nacional y con una gran cantidad de reservas internacionales de respaldo, obraron otro «milagro». La bolivianización ha permitido que las autoridades monetarias mantengan un volumen expansivo de crédito a los actores productivos, incluso desde que las reservas internacionales comenzaron a caer en 2015.

Ahora bien, el problema está en que la bolivianización necesita que el tipo de cambio sea fijo, porque si no fuera así y ocurrieran devaluaciones, estas podrían llevar a las personas, deseosas de no perder su capacidad de compra, a usar nuevamente el dólar. Se ha dicho que ese es el segundo talón de Aquiles (o, mejor dicho, otro aspecto de la misma debilidad) de la política monetaria actual, ya que le quita a las autoridades la herramienta de la devaluación como medio para abaratar el costo de las exportaciones y enfrentar escenarios como el actual, en el que los países vecinos han realizado esta maniobra cambiaria y, por tanto, ponen productos más baratos en los mercados clientes de Bolivia y en el propio mercado nacional.

El gobierno no cree que la devaluación funcione en Bolivia. Piensa que la industria local no se beneficia claramente con un boliviano más barato, porque es muy dependiente de maquinarias e insumos importados, y un boliviano barato reduce la capacidad para importar. Por esto en los últimos años el oficialismo ha resistido cualquier «tentación» de devaluar el boliviano. Sin embargo, tal tentación solo puede ser resistida cuando se tiene un alto nivel de reservas, lo que nos conduce nuevamente al mismo punto. Es decir, al punto de las divisas y del precio y el volumen de las exportaciones que pueden generar divisas. La estabilidad del modelo boliviano actual se disputa en la arena de la producción de suficientes divisas para sostener la transferencia de excedentes y, con ello, la demanda interna incrementada.

*Periodista y escritor. Autor de La izquierda boliviana frente a la revolución y la democracia. Del marxismo nacional al MAS y La idea aristocrática y la idea liberal. Estudio de la élite política boliviana del siglo XIX

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