Multitudinaria Marcha del Silencio en Uruguay exige verdad y justicia por los desaparecidos en la última dictadura militar
A las 18 horas de este domingo, a diferencia de lo que sucede otros domingos, cada vez había más gente en los alrededores del monumento a los Desaparecidos de América Latina en la intersección de Rivera y Jackson, es que no es un domingo cualquiera, es 20 de mayo y como desde hace 23 años es el día la Marcha del Silencio.
Centenares de personas se reunieron allí para volver a pedir verdad y justicia por los desaparecidos durante la última dictadura uruguaya.
Sin lemas ni banderas partidarias, bajo la consigna “Impunidad, responsabilidad del Estado ayer y hoy” familiares y amigos de los desaparecidos encabezaron la marcha portando los ya clásicos carteles de sus rostros, esos ya que no volverán a ver pero de los que quieren conocer su destino.
“¿Dónde están? ¿Qué pasó? ¿Cómo y Cuándo? ¿Quienes lo hicieron?”, se preguntan desde Familiares.
“Cada marcha es la misma y es otra. Como el cauce de un río por el que corre siempre agua nueva”, afirman.
La consigna de esta marcha fue la misma que la del año pasado, un hecho que no es casual ya que busca remarcar que en este año que pasó no se ha avanzado, “que estamos igual que antes”, lamentaron desde Familiares.
Una vez más la marcha fue acompañada por una multitud de personas: adultos, ancianos, jóvenes y niños que se hicieron presentes para decir “basta de impunidad”.
La marea humana comenzó a moverse cerca de las 19 horas y recorrió la avenida 18 de julio en un silencio abrumador, de esos que sin decir nada dicen mucho. En cada esquina esperaban decenas de personas para ver pasar la marcha, muchas de ellas con lágrimas en los ojos. Entre ellas muchos políticos, la vicepresidenta Lucía Topolansky y el expresidente José Mujica aguardaban en 18 de Julio y Magallanes.
Por ser domingo la ciudad que a esa hora suele estar todavía alborotada también estaba en silencio, solo algunas voces de los niños que marchaban y los disparos de las cámaras de fotos y los celulares de los presentes se sintieron en el recorrido hasta llegar a la Intendencia de Montevideo donde los alto parlantes fueron nombrando una a una a las personas desaparecidas mientras sus fotos aparecían en la pantalla del IMPO. Ante cada nombre pronunciado la multitud abandonaba el silencio para exclamar: “presente”.
Una vez en la plaza Libertad y con la pronunciación del último nombre por los alto parlantes hubo minutos de intensos aplausos. Decenas de fotógrafos dispararon sus flashes y se entonó el himno nacional que generó pieles erizadas, lágrimas y abrazos entre los presentes. La multitud dejó la voz en cada “tiranos temblad” levantando el puño en alto en señal de fuerza y resistencia.
El reclamo es el mismo desde hace 23 años: “Verdad y Justicia. El fin de la impunidad”, y aunque la movilización central fue en Montevideo, también se hizo sentir en el interior del país y en Buenos Aires, Santiago de Chile, Barcelona y París.
En el interior se realizaron marchas y concentraciones en: Rivera, Florida, San José, Paysandú, Mercedes, Tacuarembó, Maldonado, Piriápolis, Melo, Artigas, Juan Lacaze, Salto, Treinta y Tres, Flores, Carmelo, Minas, Paso de los Toros y José Enrique Rodó, en algunos de esos lugares fue la primera vez.
«En Uruguay primó la teoría de los dos demonios»
La demanda de memoria, verdad y justicia recorre Latinoamérica. Pero en Uruguay tomó un camino más lento: dos plebiscitos afirmaron que la sociedad no quiere revisar su historia y ningún partido político enfrentó esa consulta popular. Sin embargo, la militancia de los organismos de Derechos Humanos gana las calles en la Marcha del Silencio.
En enero de 2014, durante la campaña electoral que lo llevaría por segunda vez a ocupar el sillón del Palacio Estévez, Tabaré Vázquez manifestó su deseo de ir a fondo contra los crímenes de la dictadura uruguaya. “Queremos verdad y justicia, y trabajaremos hasta el final, hasta que encontremos el último de los ciudadanos desaparecidos y vamos a luchar contra toda forma de impunidad”, dijo el candidato del Frente Amplio en un acto realizado en San Luis, Canelones. Con ese objetivo y siendo presidente, impartió directivas para fundar el Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia, una comisión integrada por legisladores, referentes de organizaciones sociales y líderes religiosos cuya tarea sería recabar información para reconstruir los delitos de la dictadura a partir del testimonio de víctimas y familiares. A tres años de su creación, el GTVJ reconoció recientemente que no había alcanzado “ningún éxito resonante” que dejara “satisfechos” a sus integrantes, pero consideró no haber caído en un “fracaso absoluto”.
En 2016, el disco rígido de una de las computadoras utilizadas por el Grupo de Investigación de Arqueología Forense del Uruguay desapareció misteriosamente de su laboratorio en la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República. Los ladrones traspasaron dos puertas con candados y cerraduras para llevarse las investigaciones que el grupo había realizado en los últimos años. Antes de irse, dejaron un mensaje: en un mapa de Montevideo colgado sobre la pared marcaron con un círculo la ubicación exacta de los domicilios de los antropólogos que trabajaban en los predios militares buscando enterramientos clandestinos. El año pasado, el Comando Barneix—un colectivo castrense bautizado así en honor a Pedro Barneix, un general que se quitó la vida en su casa cuando una comitiva policial fue a buscarlo para que diera explicaciones por el homicidio de Aldo Perrini, ocurrido en 1974— amenazó de muerte a defensores de derechos humanos; la intimidación alcanzó al ministro de Defensa, Jorge Menéndez, y al fiscal de Corte, Jorge Díaz. “El suicidio del general Pedro Barneix no quedará impune, no se aceptará ningún suicidio más por injustos procesamientos. Por cada suicidio, de ahora en más, mataremos a tres elegidos azarosamente de la siguiente lista”, rezaba la misiva enviada por los nostálgicos del terrorismo de Estado a fiscales, abogados, académicos e investigadores uruguayos y extranjeros.
Con esos antecedentes en el horizonte, organismos de derechos humanos participan este domingo en Montevideo y en otras ciudades uruguayas en la 23° Marcha del Silencio, cuya consigna será una vez más “Impunidad. Responsabilidad del Estado. Ayer y Hoy”.
Mariana Mota, la jueza que condenó a treinta años de prisión al presidente de facto Juan María Bordaberry por atentar contra la Constitución y cometer crímenes de lesa humanidad, viajó a Buenos Aires para disertar en el taller “La investigación de los delitos de lesa humanidad en Sur América: desafíos para el presente y futuro”. Durante un descanso en su agenda, la actual presidenta de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo de Uruguay conversa con revista Cítrica.
La abogada coloniense reflexiona sobre la situación en Argentina. En su opinión, con la llegada de Mauricio Macri a la Presidencia de Argentina hubo una regresión en la garantía de derechos. Observa, además, un debilitamiento en el avance de las investigaciones por delitos de la dictadura,con disminución de recursos humanos y económicos así como también en las áreas de memoria. “Las protestas sociales se han incrementado, algo que responde a políticas implementadas de menor protección a los derechos y eso habla de un Estado que no hace foco en la debida garantía del ejercicio de los derechos o en menor amparo de los mismos”, evalúa Mota, y señala que la situación resulta preocupante porque “todo Estado tiene como principal obligación la protección de los derechos y garantizar su ejercicio”, con el objetivo de alcanzar “el bienestar de todos, aliviando situaciones desfavorables y abordando con principal preocupación las situaciones de mayor vulnerabilidad y privación”.
También analiza el momento que atraviesa Brasil y expresa su inquietud por la represión en las manifestaciones y la muerte de activistas como Marielle Franco, concejala en Rio de Janeiro por el Partido Socialismo y Libertad (PSOL). “Es preocupante como se ha comenzado a retroceder en protecciones que tiempo atrás no estaban cuestionadas. Sea por diferentes políticas que se están llevando a cabo o por cuestiones preexistentes que comenzaron a emerger –pondera la ex jueza—, la situación regional está bastante más complicada”. Mota teme que este contexto de conflictividad social se traslade a su país.
En ese sentido, la ex magistrada indica que las claves de los contextos represivos en la región se encuentran en el desarrollo de mensajes excluyentes proferidos por cierta dirigencia. “Uno escucha a referentes y candidatos de algunos partidos que se presentan a elecciones con discursos muy discriminatorios, sobre cuestiones que una consideraba ya superadas. El tema de los derechos humanos son peleas que se ganan un día y al otro día hay que volver a dar, porque parece ser que hay cuestiones que no se zanjaron”, afirma.
Sobre el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad, dice que los países de la región tuvieron, en un principio, un común denominador: negaron esos delitos amparando a los represores con las leyes de Obediencia Debida, Punto Final, Amnistía y Caducidad. Pero, paulatinamente, fueron progresando, en muchos casos, con ayuda de organismos internacionales. En ese proceso, Mota recuerda que Uruguay avanzó recién en 2009, por una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que condenó al país por no investigar estos crímenes y caracterizó a la Ley de Caducidad como un estorbo legal.
“La Corte Interamericana debió señalar al Estado que había que quitar ese obstáculo jurídico —sostiene, y traza un puente entre Uruguay y los países vecinos—. En Argentina un gobierno dijo que estas leyes de impunidad no corrían más; en Chile, a partir del proceso a Pinochet, existe una Ley de Amnistía a la que nadie hace caso porque se sigue avanzando. A pesar de las diferentes administraciones, en Chile el proceso de políticas de derechos humanos relacionado a lo que fueron los pasados represores y dictatoriales tiene un norte y una expresión. En Uruguay eso nunca ocurrió. Tenemos discursos preciosos o muy compartibles pero en los hechos no se avanza, se avanza muy lentamente o se implementan dilaciones para obstaculizar las medidas que debe tomar el Estado”.
A casi treinta y cinco años del regreso de la democracia, Mota ensaya algunas explicaciones para comprender los vericuetos legales y políticos que impiden avanzar sobre los crímenes de la dictadura en su país. En su opinión, el Poder Judicial tiene mucho que ver en ese estancamiento porque no acompaña en la calificación de los delitos, en cómo deben tramitarse las denuncias. “Tenemos una Suprema Corte que dice textualmente que los delitos cometidos durante la dictadura no son delitos de lesa humanidad, y a partir de allí se construye una negativa al avance, te dicen que son delitos que prescribieron; hace una mala interpretación de la normativa internacional, se desentiende de los compromisos ratificados por Uruguay en convenciones internacionales”, dispara la abogada.
La demora en hacer justicia es cada vez más molesta porque son delitos que ocurrieron hace muchos años. Aunque la Ley de Caducidad que impedía juzgar los crímenes de la dictadura fue derogada en 2011, no hubo demasiados progresos en materia judicial. “Uno se da cuenta que el problema ya no es solamente de las leyes de impunidad sino qué políticas de Estado se arbitran a partir de la remoción de esos obstáculos jurídicos. Todavía estamos muy estancados”, señala la ex jueza.
—Por oponerse a esos escollos, usted fue apartada hace cinco años del Juzgado de Primera Instancia en lo Penal de 7° turno, donde tramitaba cincuenta causas por violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura, y fue enviada al fuero civil.
—Si te enfrentás a una estructura judicial donde el órgano superior concentra mucho poder, te exponés a tener problemas con ese órgano, que es lo que me pasó y le ha pasado a otros. Queda un poco a voluntad de cada juez ver hasta donde arriesga. Algo similar se dio en la medida en que cada fiscal que estaba más activo en su rol como funcionario fue dejando su lugar y no fue reemplazado.
—¿Contribuye en algo la creación a principios de este año de una Fiscalía Especializada en Derechos Humanos?
—Es una fiscalía, un solo fiscal para todo el Uruguay, con dos fiscales adjuntos para cerca de trescientas causas con diferentes grados de avance. Por otro lado, desde los represores tenés una defensa organizada y una forma sistemática de actuación en cada juicio que va logrando su objetivo: impedir el avance de la justicia y obstaculizar utilizando hasta el hartazgo todos los recursos legales posibles habilitados por las normas legales.
—Uruguay tiene una larga tradición en materia de consulta popular. Los plebiscitos de 1989 y 2009 por la anulación de la Ley de Caducidad no lograron su cometido. ¿Qué marcas dejaron en la sociedad, en el debate político y jurídico uruguayo?
—La lectura de las organizaciones, a partir de los plebiscitos, fue que la gente no quería que esos crímenes se investigaran. Es una valoración muy difícil de levantar. Sin embargo, hay una explicación jurídica: puedo no tomar en cuenta un plebiscito que avale la existencia de la Ley de Caducidad porque los derechos humanos no son refrendables. Si se lleva a referéndum la decisión de imponer la pena de muerte y la gente elige que sí, que se debe matar a todos los criminales, eso no es refrendable, no es una cosa que pueda decidir la ciudadanía. El problema es cómo este tema de los referéndums ha calado en la población y, principalmente, en los partidos políticos cuando tienen que afrontar alguna agenda respecto de este tema. Eso nos ha paralizado y ha desmovilizado muchísimo a las organizaciones sociales, porque evidentemente sentís que tu causa, que es súper justa, no es avalada por el resto de la sociedad. Ningún partido político se ha animado a enfrentar esa consulta popular.
—Su relato permite construir un rompecabezas donde la cúpula del Poder Judicial hace todo lo posible para no investigar, algunos funcionarios judiciales intentan avanzar en las causas pero no reciben apoyo o son castigados y la dirigencia política no lleva en su agenda las violaciones a los derechos humanos porque la sociedad ya se expidió. ¿Qué lugar ocupa el pueblo uruguayo en ese esquema?
—Familiares (Famidesa, organización de derechos humanos uruguaya) ha mutado su reclamo inicial de búsqueda de los desaparecidos, sin perder sus banderas, y ha integrado la protección de los derechos humanos en su conjunto en un mensaje donde dicen: esto que estamos reclamando no es del pasado, sino que estamos mirando hacia el futuro; eso hace partícipe a otras personas, no sólo a los que fueron víctimas y a los familiares. También ha habido un avance en la recuperación de la memoria, en empezar a contar y a decir. Todo ha sido a fuerza de las propias víctimas. A pesar de los obstáculos mencionados, la marcha del silencio, que antes sólo se hacía en Montevideo, se organiza desde hace algún tiempo en el interior con incremento en la participación y con un componente de gente joven que hace pensar que esto va a perdurar. Lamentablemente, ese fenómeno multitudinario que se da el 20 de mayo no se traduce en mayor participación en las organizaciones sociales o en eventos relacionados con derechos humanos. Seguimos siendo muy minoritarios.
—¿Cuáles son las razones de esa escasa participación?
— Si bien empezaron a surgir grupos de memoria en departamentos del interior del país, en Uruguay esto está recién emergiendo, cuando en otros países hace años que se da. Desgraciadamente, primó mucho la historia oficial de que esto era un problema entre dos bandos. Fue la versión que se contó mientras existió la Ley de Caducidad. Incluir en la currícula de educación otro aspecto más de esa historia, incluir la situación que atravesaron los presos en dictadura generó una discusión feroz porque estaba muy presente y firme lateoría de los dos demonios. Querer contar algo más de la dictadura era querer contar la historia del otro bando, cuando para nada era así. Las propias denuncias que se han formulado a nivel judicial son de desapariciones y de ejecuciones en prisión, pero la primera denuncia de tortura se produce en 2011. Hay una sola denuncia por mujeres abusadas sexualmente. Las personas perseguidas políticamente, destituidas, todo el contingente de exiliados de la dictadura no tienen historia a nivel de la historia oficial. Se conoce muy poco sobre lo que pasó en la dictadura. La sociedad uruguaya estuvo controlada en todos sus aspectos.
—Uruguay tuvo una posibilidad histórica, con el gobierno anterior, de llevar adelante un proceso de Memoria, Verdad y Justicia.
—Aunque desde 2011, a partir de la sentencia Gelman, hay mucha más fuerza, la obligación está siempre. Supongo que las organizaciones sociales tuvieron un poco más de esperanza en estos gobiernos porque la mayoría de sus militantes y sus anteriores dirigentes sufrieron en forma abrumadoramente mayoritaria en relación a otros partidos la detención, la tortura, la muerte. Si bien hubo un avance en relación a otros gobiernos, no fue sustancial como se podía esperar.
—¿Por qué no se dio ese avance?
—Los plebiscitos tallaron mucho la concepción de lo político. Por un lado, tenés la presión de organizaciones, sobrevivientes y víctimas que te dicen quiero que me resarzan, quiero saber lo que pasó, quiero que se haga justicia; y, por otro lado, tenés dos plebiscitos donde la ciudadanía decidió que no se avance. En la cabeza de los políticos, eso debe haber complicado llevar adelante ese proceso.
—Antes de ser enviada al fuero civil usted dijo en una entrevista en Buenos Aires que el proceso penal uruguayo era lento y que no había políticas de Estado frente a los crímenes de la dictadura. ¿Se arrepiente de esas declaraciones?
—Para nada. Mi salida del Poder Judicial era un hecho muy previsible. Sólo había que ver cuándo me iban a sacar. Las presiones comenzaron en febrero de 2010, después de la sentencia a (Juan María) Bordaberry. Jorge Batlle y Gonzalo Aguirre, presidente y ex vice presidente uruguayos, salieron a expresarse públicamente en ese sentido. En mi convicción de que había que hacer justicia, mientras estuve en mi cargo, avancé todo lo que pude.
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