El 68: ¿revolución o rebelión?

2.838

*Por Renán Vega Cantor y Luis Eduardo Bosemberg

¿Cuál es el lugar de los años sesenta en el siglo XX?

Renán Vega Cantor:

En la década de 1960 adquieren relieve algunos procesos interrelacionados, inscritos en el ámbito de un ciclo revolucionario que se había iniciado en 1945. En esta perspectiva, esos procesos no pueden analizarse de manera aislada sino en relación directa con dicho ciclo revolucionario, en el cual fue protagonista central lo que por entonces se llamó el Tercer Mundo. No por casualidad este término, acuñado en 1952, se generalizó en la década de 1960 para hacer referencia a la mayor parte del mundo periférico, dependiente y/o colonial, donde se libró la Guerra Fría. Como parte de ese ciclo revolucionario deben destacarse la Revolución China (1949), la guerra de liberación de Vietnam (que se extiende hasta 1975), la Revolución Cubana (1959) y, sobre todo, el movimiento anticolonialista, que abarca desde la India (1947) hasta África, en donde en 1975 cayeron los últimos reductos del decrepito imperio portugués.

Puede decirse, en este sentido, que a mediados del siglo XX la dinámica de la historia mundial se desplazó al Tercer Mundo, donde se produjeron los principales acontecimientos de transformación social, política y cultural, que están asociados a un hecho central y definitivo, no sólo de la década de 1960 sino de todo el siglo XX: el anticolonialismo. Yo creo que éste es el elemento distintivo y más importante de esa década y el más perdurable hasta el día de hoy. El anticolonialismo significó el fin de vastos imperios coloniales, hegemonizados por potencias europeas como Inglaterra, Francia, Bélgica y Portugal, y esa liberación nacional implicó la aparición en la palestra histórica de pueblos y naciones que habían sido sojuzgados y esclavizados, en algunos casos, desde el siglo XVI. Ese vasto movimiento anticolonial movilizó a los pueblos de varios continentes que lucharon para conseguir independencia y/o liberación nacional, soberanía y reconocimiento como seres humanos. En la década de 1960 ese movimiento de liberación nacional adquirió su máxima extensión y radicalidad y emergen nuevos países en el panorama político del mundo.

Esas luchas de liberación nacional no fueron fáciles, ya que implicaron, en la mayor parte de los casos, la represión violenta por los diversos países colonialistas, como se evidenció en Vietnam, Congo y Argelia, para señalar los hechos más emblemáticos. Millones de personas pagaron con su vida el intento de librarse del yugo colonial y de acceder a la independencia nacional, porque los sectores más reaccionarios de las clases dominantes de los países imperialistas se negaban a reconocer la autodeterminación de todos aquellos a los que seguían considerando, en forma racista, como salvajes, bárbaros e inferiores. Otra pretensión, en la guerra que se empezó a librar contra el antiguo mundo colonial por parte de las potencias imperialistas, ahora hegemonizadas por Estados Unidos, era asegurarse el control de esos territorios para seguir apropiándose de sus recursos naturales, bajo nuevas formas de sujeción neocoloniales, e impedir que en esos lugares se consolidaran procesos revolucionarios. Al respecto, debe recordarse lo sucedido en dos países, uno en África (Congo) y otro en Asia (Indonesia), en donde en 1961 y 1965, respectivamente, se libraron acciones contrarrevolucionarias y contrainsurgentes, con la derrota de proyectos nacionalistas, que dejaron un saldo trágico de miles de muertos. Recuérdese que en 1965, en Indonesia, una antigua colonia holandesa, un golpe de Estado patrocinado por Estados Unidos instauró una dictadura sangrienta, la cual se mantuvo durante más de 30 años, y asesinó a un millón de militantes del Partido Comunista de ese país en pocos meses. Otro tanto sucedió en Congo, donde, luego de su independencia de Bélgica, fue asesinado el líder nacionalista Patrice Lumumba y se desató una guerra civil, auspiciada por la antigua metrópoli en alianza con la ONU y Estados Unidos, que dejó miles de muertos, y luego se entronizó una dictadura prooccidental que se prolongó hasta 1997.

Mientras que esto sucedía en el Tercer Mundo, en algunos lugares de Europa se había construido el Estado de Bienestar, con la intención de contener el posible ímpetu revolucionario de los trabajadores, tras la derrota del fascismo en 1945, y se estableció un pacto tácito entre el capital y el trabajo que se constituyó en la base de la estabilidad laboral y social de Europa, lo cual en gran medida explica los Treinta Gloriosos (1945-1973) de crecimiento espectacular del capitalismo, consolidación del fordismo y del Estado keynesiano. Fue la época del «pleno empleo», cuando la clase obrera mejoró sus condiciones de vida hasta el punto que importantes sectores de ésta empezaron a identificarse con la «clase media», y se rompió en forma temporal el nexo entre trabajo y pobreza. Al mismo tiempo, se presentaron avances científicos y tecnológicos que fueron posibles por la existencia de petróleo barato y abundante, sin lo cual no se hubiera consolidado el fordismo. Todo esto fue factible en Europa, Estados Unidos y Japón, porque en ese mismo momento se presentaba la destrucción criminal del Tercer Mundo, con el fin de evitar la consolidación de proyectos nacionalistas o revolucionarios que pudieran convertirse en modelos que incentivaran a otros pueblos a seguirlos. Este elemento explicó el surgimiento de la Contrainsurgencia y la Doctrina de la Seguridad Nacional, proyectos hegemonizados por Estados Unidos y sustentados en un feroz anticomunismo, que se desplegaron por todo el mundo periférico originando golpes de Estado, dictaduras prolongadas, torturas y desapariciones forzadas, que en muchos casos, como en la República Democrática del Congo y Colombia, se prolongan hasta el día de hoy.

Desde luego, el anticolonialismo no logró erradicar por completo la dominación colonial en todo el mundo, porque siguieron existiendo, hasta hoy, enclaves coloniales en distintos lugares. En ese sentido, pueden mencionarse tres casos dramáticos: el apartheid en Sudáfrica, reforzado en la década de 1960 con varias matanzas y la persecución contra los dirigentes del Congreso Nacional Africano y el encarcelamiento de su máximo líder, Nelson Mandela; Puerto Rico, colonia de facto de Estados Unidos desde 1898, luego de su independencia de España, y que, en forma eufemística, ha sido denominada por Estados Unidos como «Estado Libre Asociado»; y Palestina, sucesivamente ocupada y sus habitantes expulsados de sus tierras por el Estado sionista de Israel desde 1947 y que en 1967 invadió los territorios de Gaza y Cisjordania, invasión que se mantiene hasta hoy.

Pese a estos hechos, la dominación colonial fue herida de muerte y es dudoso, aunque algunos intenten revivirla (como Estados Unidos, en Irak y Afganistán), que pueda volverse a la situación existente antes de 1945, aunque un personaje como el epistemólogo Karl Popper haya dicho en 1992, en su libro La lección del siglo XX, poco antes de morir, que el mundo occidental nunca debió aceptar la descolonización, que ése ha sido un trágico error, porque esos pueblos no estaban preparados para la libertad y la democracia.

Habiendo señalado todo lo anterior, puede afirmarse que 1968, fecha emblemática de la década de 1960, fue importante porque se constituyó en el punto de llegada y de confluencia de un amplio espectro de luchas sociales y políticas en el mundo, pero con la particularidad de que los acontecimientos del año mencionado se generaron primordialmente en Europa, con la participación de los estudiantes y los trabajadores, en el marco de los Treinta Gloriosos, que se levantaron contra las nuevas formas de dominación del capitalismo tardío. Esta circunstancia llevó en cierta forma a ignorar la magnitud e importancia de los acontecimientos que se libraban en la periferia capitalista, en donde la guerra no fue tan fría.

En 1968, cuando se produjo lo que Immanuel Wallerstein ha denominado la Segunda Revolución Mundial –la primera había sido la Primavera de los Pueblos, en 1848–, confluyeron luchas, protestas y rebeliones en todo el mundo, incluido el Este de Europa, catalizadas por un acontecimiento que tenía que ver con el Tercer Mundo y la dominación colonial: la guerra de Vietnam. En las barricadas del barrio latino de París, en las fábricas tomadas en Italia por los obreros, en la Plaza de Tlatelolco en México –donde fueron masacrados cientos de estudiantes–, en las calles de las propias ciudades de Estados Unidos resonaban las consignas de solidaridad con Vietnam y de oposición a la guerra de agresión por parte del imperialismo estadounidense. Incluso entonces, en el máximo momento de esplendor y de efervescencia social, en 1968, el mundo periférico emergía como el epicentro de las reivindicaciones, lo cual demostraba la importancia que había adquirido la lucha anticolonial.

Luis Eduardo Bosemberg: Son muchas las cosas que allí sucedieron. En la historia de Occidente, los años sesenta hacen parte de todo un despegue socioeconómico, de prosperidad y de pleno empleo. Intelectuales como Bourdieu postulaban que se habían creado nuevas posibilidades, una nueva libertad para definirse a sí mismo y para configurar identidades. La prosperidad había creado espacios y expectativas. Pero a pesar de la prosperidad, en aquella época había críticas desde la izquierda, como aquellas de los intelectuales alemanes adheridos a la Escuela de Frankfurt, que planteaban que del ciudadano políticamente movilizado, de la época del siglo XIX y de entreguerras, se había pasado al consumidor pasivo y conformista que ya no marchaba con el fin de apoyar un sistema político sino que ahora lo hacía para comprar en las tiendas, símbolos de la renovada sociedad capitalista.

Es una década de grandes intentos de emancipación, como la primavera de Praga y las revueltas estudiantiles de Berlín, México, París y Berkeley; las mujeres luchando, no solamente por una cuestión económica, sino por su rol en la sociedad; y movimientos de minorías, como el de los negros en Estados Unidos. También es una época de búsqueda del cambio revolucionario, no solamente en Cuba, sino también de revoluciones árabes nacionalistas que, si bien dos de las más importantes se dieron en la década anterior, mantuvieron su auge en los sesenta con el triunfo del Frente de Liberación Nacional (FLN) en Argelia, la fundación de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), el ascenso al poder de Gadaffi en Libia, la guerra de independencia de Yemen y la llegada al poder del Baaz en Irak.

La movilización de los jóvenes fue un fenómeno que tuvo lugar en otros lugares, como la Revolución Cultural en China, aunque de otra naturaleza. Menos conocido es el hecho de que los inicios de ciertos fundamentalismos religiosos, que se autoconsideraban emancipatorios, se situaran a finales de aquella década. Lo que hoy llamamos fundamentalismo islámico –con unas juventudes que deseaban reislamizar su región– tuvo sus inicios, en parte, cuando Israel, en 1967, aplastó en una semana a los ejércitos de Egipto y Siria, dos de los países que lideraban las revoluciones árabes nacionalistas. Se cuestionó así a los gobernantes que se manifestaban con un lenguaje laico y revolucionario occidentalizante y quedaba abierta la propuesta de la vía religiosa. Más aún, el fundamentalismo judío tiene también sus raíces a finales de la década, cuando muchos jóvenes buscaron las especificidades de ser judíos y abandonaron el hippismo y las alianzas contra el establishment anglosajón que se tenían con los movimientos por la igualdad en los derechos civiles y contra la discriminación racial.

La rebelión juvenil y su contracultura, que tuvieron gran resonancia, sobre todo en países occidentales, merecen especial atención. La prosperidad causó un revuelo en la población estudiantil y en los profesionales, que eran un sector explosivo, transnacional, viajero, entusiasta e inquieto. Se trataba de una nueva generación de estudiantes que afluían a la universidad y unas instituciones que no estaban física ni institucionalmente preparadas para recibirlos. Surgieron resentimientos contra la guerra en Vietnam o la obligación del servicio militar. Se resaltaba la juventud como un fin en sí mismo. Después de todo, los que gobernaban eran los viejos y la propuesta provenía de unos jóvenes divorciados del pasado que conocieron sus padres. Había una brecha generacional entre los que vivieron la pobreza y las guerras y los que sólo vivieron la prosperidad. Pusieron sobre el tapete que había un vacío en las creencias, en la subjetividad, que el consumo no lo era todo. Criticaron los centros de poder militar, económico y político y mitificaron a otros, como las luchas populares en América Latina y Vietnam. Recordemos la famosa figura del Che. Criticaron los fundamentos morales de la sociedad mayoritaria y quisieron trastocar todos los valores; se propuso, por ejemplo, la vida en comunidades –junto con la droga– o la militancia política en organizaciones revolucionarias que querían acabar con el orden establecido. Se abogó porque no hubiera leyes ni jerarquías, todo un programa anarquista que ya se había visto, por ejemplo, en la Inglaterra de siglo XVII. Se trató de un movimiento independiente, liderado por jóvenes, que enriquecía a la industria del disco y del entretenimiento y que tuvo héroes románticos, individuos que simbolizaron una juventud cuya vida y juventud acababan al mismo tiempo: cantantes y músicos como Janis Joplin, Jimmi Hendrix, Brian Jones y Jim Morrison murieron jóvenes y se convirtieron en íconos. Se propuso un estilo informal con los blue jeans, la música y sus conciertos masivos y un lenguaje donde se utilizaban las groserías (que eran acervo de sectores populares) como reacción a lo que representaban sus padres. Se reivindicaban nuevas formas de relacionarse que incluían el sexo y las drogas, se hablaba de liberación personal, de «prohibido prohibir». Recuerdo que en Alemania, hasta la década de los sesenta los estudiantes no se tuteaban entre sí, y mucho menos se tuteaba a un profesor joven. Eso cambió en ese momento. Se trataba del abandono de ciertas formas de relación personal.

No podemos, como hacen algunos, condenar al movimiento juvenil como época de drogas y de vanas ilusiones; también debemos tener en cuenta su energía, sus sueños, que, como en tantas otras oportunidades, han hecho parte del ser joven. En Europa, por ejemplo, hubo protestas estudiantiles ya en el siglo XII.

¿Considera usted que los problemas de finales de los años sesenta mantienen alguna vigencia?

Renán Vega Cantor: Hace muy pocos meses, cuando se cumplían 40 años de los acontecimientos de 1968, Daniel Cohn-Bendit (El Rojo), principal líder estudiantil en esa época, publicó un libro con el revelador título de Forget 68, en el que invitaba a olvidarse de ese hecho, renegando de su propia historia. Hasta el nuevo presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, se fue lanza en ristre contra Mayo del 68, responsabilizándolo de todos los males que habían asolado a Francia en las últimas décadas, llegando a sostener que «los herederos de Mayo del 68 nos impusieron la idea según la cual ya no hay diferencia entre el bien y el mal, la verdad y la falsedad, la belleza y la fealdad. La herencia de Mayo del 68 introdujo el cinismo en la sociedad y la política». Según el derechista presidente francés, que en la primavera de 1968 se hubieran atacado los valores éticos contribuyó a «debilitar la moral del capitalismo, a preparar las bases del capitalismo sin escrúpulos de paracaídas de oro para jefes pícaros». Estas interpretaciones no son excepcionales, ya que se han convertido en la pauta dominante entre antiguos participantes en los acontecimientos de 1968, como sucedió con aquellos que en 1978 se llamarían a sí mismos los «Nuevos Filósofos» (nunca fueron nuevos y mucho menos filósofos), y que desde entonces, y hasta la fecha, se han convertido en los principales defensores del imperialismo estadounidense y del Estado sionista de Israel. Los dos más conocidos entre esos seudofilósofos son dos personajes maoístas del 68, AndréGlucksmann y Bernard-Henri Lévy.

Este cambio de postura de la intelectualidad francesa la ha situado en la vanguardia de la reacción mundial, habiendo abandonado el tercermundismo, el antiimperialismo y el anticapitalismo, para convertirse en los portavoces del Consenso de Washington, de las guerras «preventivas» y «humanitarias» (¡como en Irak!) y en los adalides de condenar como anacrónica toda lucha librada en el mundo periférico y neocolonial.

Hemos hecho referencia a este cambio de mentalidad para resaltar cómo esa transformación se ha ido ajustando a los cambios geopolíticos posteriores a 1968, entre los cuales los más espectaculares han sido la desaparición de la URSS y el socialismo burocrático en Europa Oriental, la destrucción criminal del Tercer Mundo y el fin del proyecto socialdemócrata en Europa Occidental. Estos procesos están inscritos en el marco de la reestructuración del capitalismo y de la recuperación de la hegemonía imperialista de Estados Unidos en los últimos 20 años. Pero esto no significa, ni mucho menos, que los problemas de la década de 1960 hayan desaparecido, sino más bien que, como nos encontramos en un ciclo contrarrevolucionario –a diferencia de la década de 1960, cuando nos hallábamos en la cresta de un ciclo revolucionario–, las ideas de derecha y conservadoras se han impuesto, aunque los problemas de hace medio siglo no hayan desaparecido ni se hayan solucionado, sino que antes, por el contrario, se hayan agravado en un nuevo contexto dominado por la lógica neoliberal, de tipo individualista y hedonista. En forma breve, examinemos algunos de ellos.

Para comenzar, las guerras de agresión contra el antiguo Tercer Mundo (hoy convertido en cuarto, quinto o sexto mundo…) no han desaparecido, como se demuestra en Afganistán e Irak, siendo notable que el agresor sea el mismo de hace medio siglo, Estados Unidos, que no ha dudado en utilizar, como lo hizo en Vietnam, la tecnología de guerra más sofisticada, con la participación consciente de científicos e investigadores en el arte de refinar los instrumentos de muerte y sufrimiento. La diferencia ahora radica en que no se ha podido constituir un poderoso movimiento antibélico similar al que se construyó, en los propios Estados Unidos, en la década de 1960, lo cual facilita esas agresiones militares.

Un segundo aspecto es que, a pesar del eclipse de la dominación colonial, ésta se mantiene y refuerza en aquellos lugares donde se preservó, como en Palestina, cuyo pueblo sufre la más vergonzosa y criminal ocupación, como se evidenció a comienzos de este año con el bombardeo a escuelas, hospitales y mezquitas, con la operación «Plomo fundido», en la que fueron asesinados centenas de niños, mujeres y ancianos. De paso, valga recordar que entre algunos de los defensores de ese crimen se encuentran antiguos revolucionarios de la década de 1960, como los mencionados Glucksmann y Henri Lévy. Este último escribió hace poco tiempo una vergonzosa justificación de tales crímenes, viajando al «campo de batalla» en uno de los tanques del ejército de Israel.

En tercer lugar, las protestas que se dieron en Francia en 1968 atacaban las nuevas formas de alienación y sometimiento generadas por el capitalismo tardío, relacionadas con el culto al consumo, la posesión de bienes materiales como norma de vida (es decir, la crítica al fetichismo mercantil), el autoritarismo y la explotación de los seres humanos, y ya se esbozaba en forma tímida una referencia a la destrucción de la naturaleza. Hoy todos esos elementos tienen más vigencia que nunca, porque la universalización del capitalismo no los ha atenuado sino que los ha exacerbado, como nadie se lo imaginaba en 1968. En efecto, hoy la mercancía se ha generalizado hasta abarcar todo lo existente, desde lo más pequeño –como los genes– hasta lo más grande –como selvas, páramos, ríos, playas e islas–, como resultado del «triunfo» del capitalismo en 1989 y la imposición de todo su proyecto deshumanizador. El consumo se ha ampliado de tal manera que ni siquiera los teóricos más lúcidos de la década de 1960, como los de la Escuela de Frankfurt, lo habían conjeturado. Ese consumo voraz y depredador está destruyendo los ecosistemas, arrasando las especies vivas, contaminando campos y ciudades, para beneficio de unas minorías opulentas en todos los continentes que reproducen el insensato American Way of Life.

En estas circunstancias, hoy, como en la década de 1960, se requiere con urgencia un proyecto de sociedad diferente al del capitalismo realmente existente, porque éste ha puesto en riesgo la misma supervivencia de la vida en el planeta; un proyecto que replantee las relaciones del hombre con la naturaleza, para que ésta no desaparezca, que ponga límites al dominio mercantil, reconstruya un proyecto humano socialista y democrático, como el que se buscaba en la década de 1960, y reconozca la categoría de límites (a la técnica, al consumo, al derroche) como una condición humana para sobrevivir. Todo esto, si se mira entre líneas, no sólo era el mensaje práctico de las acciones revolucionarias de la década de 1960, sino que constituía el centro de las reflexiones de algunos de los más importantes teóricos de ese entonces –tales como Franz Fanon, AiméCésaire, Herbert Marcuse, Jean-Paul Sartre–. Esto significa que, aunque se les cambie el nombre a las cosas, se requiere mantener la misma lucha de la década de 1960, por supuesto que teniendo en cuenta las nuevas condiciones de nuestro presente histórico, o como lo dijo William Morris a finales del siglo XIX: «los hombres luchan y pierden la batalla, y aquello por lo cual habían luchado se logra a pesar de su derrota, y cuando esto llega resulta ser diferente de aquello que se proponían y otros hombres han de luchar por aquello que ellos se proponían alcanzar bajo otro nombre».

Un último punto sobre la permanencia de las reivindicaciones de 1968 está relacionado con la educación, aspecto que debe subrayarse, porque al fin y al cabo la movilización de ese año se relaciona en el imaginario social con luchas estudiantiles. En el fondo, los movimientos de jóvenes universitarios de ese trascendental año querían democratizar la educación, garantizar una formación integral de los seres humanos, eliminar las discriminaciones sociales en el terreno de la instrucción y evitar que la educación se convirtiera en una mercancía. Hoy este programa tiene más vigencia que nunca, puesto que en nuestros días la educación es un vulgar negocio, como vender salchichas, con el que se lucran todo tipo de mercachifles de la ignorancia ilustrada en cada país y mundialmente; el Estado se ha retirado o se está retirando para darle paso al sector privado, y ahora se reivindica como normal que la educación sea un servicio privado y costoso.

En concordancia con este último aspecto, hoy tiene sentido luchar por la educación como derecho colectivo y no como servicio mercantil, reivindicar el importante rol del Estado como financiador de la misma, para que sea laica, gratuita, popular y democrática. Tal es el espíritu de 1968, como el de Córdoba (Argentina) en 1918, que emerge como una necesidad para la educación latinoamericana y mundial en estos momentos de auténtico darwinismo pedagógico, en el que sobreviven no los más aptos sino los que más tienen, porque la educación ahora presenta un más acentuado sello de clase que antes.

Luis Eduardo Bosemberg: Creo que si no hubieran tenido lugar los años sesenta, no hubiéramos vivido que entre los candidatos finalistas a la Presidencia de Estados Unidos se encontraran un negro y una mujer y, finalmente, un presidente de color con una ministra de Relaciones Exteriores a bordo. Porque las luchas de los afroamericanos y por la igualdad en los sexos tuvieron allí momentos importantísimos. Si bien no todos vieron sus esperanzas realizadas, por lo menos fueron influenciados, por ejemplo, por Mayo de 1968, de tal manera que ese espíritu libertario, esas ganas de transformar las cosas, siguieron acompañándolos el resto de su vida en su oficio profesional o en su vida familiar. Se convirtieron en políticos que presentaban alternativas, en artistas con propuestas novedosas, en profesores que enseñaban formas críticas de pensar y no sólo una sola forma de reflexionar.

Si la década tuvo un fuerte carácter emancipatorio, eso no ha desaparecido. No quiero decir, ni mucho menos, que la emancipación haya nacido en ese momento, pero sí que allí hubo puntos culminantes que continuarían en las décadas posteriores. En Estados Unidos se inició el movimiento por las libertades civiles, en donde las negritudes exigían justas reivindicaciones que complementaban lo que la guerra civil del siglo XIX había iniciado. Sin embargo los prejuicios no han desaparecido del todo, a pesar de la victoria de Obama.

No olvidemos la música: nació el rock, del cual hoy en día tenemos varios de sus derivados. Así como tampoco debemos olvidar el surgimiento de los estudios sobre la mujer que hoy en día conocemos como estudios del género –además de la utilización de esta última palabra–.

¿Cuáles cree usted que fueron las implicaciones de esta década para Latinoamérica o especialmente para Colombia?

Renán Vega Cantor: El hecho más importante de la década de 1960 para América Latina fue, sin duda, la Revolución Cubana, aunque ésta se haya iniciado en la década anterior, pero el perfil de este acontecimiento, así como sus repercusiones, se dieron desde comienzos de 1960; cuando Estados Unidos consolidó su campaña contrarrevolucionaria, que condujo al bloqueo económico de la Isla, aún vigente, y financió y preparó la invasión a bahía de Cochinos, en abril de 1961, que terminó siendo un terrible fiasco para el imperialismo estadounidense. Aunque América Latina en general no padecía el problema colonial, salvo Puerto Rico y las colonias europeas en las Antillas y el Caribe, el caso de Cuba actualizaba a su modo la lucha contra la dominación semicolonial y neocolonial ejercida por Estados Unidos desde las primeras décadas del siglo XX en lo que consideraba su «patio trasero». En este sentido, la lucha adelantada por Cuba tenía un fuerte sabor anticolonial, inscrita en el contexto de destrucción de los sistemas coloniales del cual hemos hablado al principio.

La Revolución Cubana impactó a todo el continente de muy diversas formas, en lo ideológico, político, económico y social, por la sencilla razón de que se produjo en las propias barbas de la primera potencia del mundo. Por ello, Estados Unidos y las clases dominantes de la región no sólo sintieron temor ante el influjo contagioso de esa revolución sino que procedieron a erigir una doctrina y una práctica contrainsurgentes que condujeron a las dictaduras anticomunistas que se sucedieron en América del Sur después de 1964, cuando se dio el golpe militar en Brasil para derrocar el gobierno populista de João Goulart. En adelante, la Doctrina de la Seguridad Nacional, junto a la contrainsurgencia, ambas de clara estirpe estadounidense, van a estar presentes en los más importantes procesos sociales y políticos desarrollados en el continente, los cuales van a terminar en forma sangrienta, porque Estados Unidos no estaba dispuesto a tolerar un proceso nacionalista como el adelantado en Cuba, incluso cuando ese proceso se hiciera en nombre de la democracia liberal y de la Alianza para el Progreso, como se demostró en 1963 en República Dominicana, cuando fue derrocado el gobierno constitucional y legítimo de Juan Bosch, crisis que condujo finalmente a la intervención militar de Estados Unidos en 1965 en territorio dominicano, en nombre de la defensa del «mundo libre» y para evitar la formación de otra Cuba. Algo similar sucedió en Chile en 1973, cuando fue derrocado el gobierno de Salvador Allende.

Al mismo tiempo, y como consecuencia de los sucesos de Cuba, en diversos lugares del continente se organizaron guerrillas castristas, las cuales fueron sucesivamente derrotadas en países como Venezuela, Perú y Bolivia, donde en 1967 fue asesinado Ernesto «Che» Guevara, que se convirtió en el símbolo de rebeldía social más importante de la segunda mitad del siglo XX no sólo en América Latina sino en el mundo. Con la muerte del Che entró en crisis el foquismo y se reforzaron los regímenes dictatoriales en buena parte del continente. Esto no quiere decir que todas las guerrillas hubieran sido derrotadas, pues siguieron existiendo en países como Nicaragua, donde en 1979 el Frente Sandinista de Liberación Nacional, fundado en 1961, derrocó la dictadura de los Somoza, sostenida y apoyada por Estados Unidos desde 1934. También se mantuvo el movimiento guerrillero en Guatemala, organizado, entre otros, por unos antiguos militares de ese país que habían ido a estudiar tácticas y métodos de lucha contrainsurgente en Estados Unidos pero que, sensibilizados por el terrorismo de Estado imperante desde 1954, organizaron la resistencia armada, que nunca fue derrotada militarmente. Otro tanto ocurre en Colombia, donde en la década de 1960 surgieron diversas guerrillas, algunas de las cuales persisten hasta el día de hoy.

Pese a la demagogia de la Alianza para el Progreso, cuyo carácter reformista fue puramente nominal, Estados Unidos, en connivencia con las clases dominantes de cada país de América Latina, recurrió a la violencia abierta para evitar que se repitiera algo similar a la Revolución Cubana, llenando de sangre y terror al continente, en un ciclo represivo que se prolongaría hasta comienzos de la década de 1990 y que en Colombia aún se mantiene.

En la década de 1960 en Colombia no se necesitó una dictadura militar abierta porque en su lugar se erigió un sistema antidemocrático y excluyente de tipo civil –una de las fuentes de la violencia actual en nuestro país–, como fue el Frente Nacional (1958-1974), un pacto bipartidista concebido para borrar las huellas de la primera Violencia (1945-1965) de tipo partidista, reconciliar a los bandos enemigos de los partidos Liberal y Conservador para repartirse milimétricamente el poder mediante procedimientos clientelitas y reprimir cualquier obstáculo de tipo social o político que se pudiera interponer en sus propósitos. Ese Frente Nacional no sólo fue profundamente antidemocrático, rubricado con un abierto anticomunismo, sino que reforzó y amplió las bases de la desigualdad que históricamente ha caracterizado a la sociedad colombiana, tanto en el campo como en la ciudad.

Pese a ello, o en razón de ello, en Colombia, desde el punto de vista de la lucha social y popular, la década de 1960 fue muy importante porque cubrió los más diversos espectros de la sociedad, ya que participaron trabajadores, campesinos, indígenas, estudiantes, mujeres y pobladores pobres de las ciudades. Estas luchas, que en el fondo buscaban la ampliación de la democracia, siempre fueron vistas por las clases dominantes de este país, empotradas en el Frente Nacional, como expresión de las fuerzas disolventes del «comunismo internacional» y, en lugar de asumirlas como una parte consustancial de cualquier sistema democrático, fueron violentamente reprimidas por las Fuerzas Armadas, recurriendo al estado de sitio y a las normas de excepción. No era de extrañar, en consecuencia, que cualquier protesta, por legal y ordenada que fuera, ocasionara la represión y persecución violenta por parte del Estado colombiano, como lo experimentaron en carne propia trabajadores, campesinos, indígenas y estudiantes.

En Colombia no se realizó una verdadera Reforma Agraria en la década de 1960, antes por el contrario, se reforzó el poder de los grandes terratenientes y ganaderos, lo cual pesa hoy sobre nuestra existencia, porque en gran medida el problema estructural de violencia está relacionado con el despojo de tierras a que han sido sometidos los pobres del campo. Este solo hecho muestra que los problemas no solucionados hace medio siglo en este país gravitan decisivamente sobre nuestra cotidianidad actual y todavía tenemos que soportar, como si estuviéramos en el siglo XIX, a los grandes terratenientes, hacendados y ganaderos no sólo controlando el Estado, sino manejando a su antojo la vida material y espiritual de los colombianos, como si fuéramos peones y estuviéramos en una gran hacienda rodeada de alambradas y limitando con otros países. Con esto se demuestra que en Colombia, en contravía de lo que sucede en otros lugares de América Latina, se mantiene y se conserva la misma estructura social, desigual e injusta, ya no sólo de la década de 1960 sino del siglo XIX, en razón de lo cual no es extraño que perdure la violencia que se generalizó con el asesinato de Gaitán en 1948 y que durante la década de 1960 se reforzó por la constante persecución y despojo de que fueron víctimas colonos y campesinos, algo que hoy ha adquirido ribetes demenciales, porque en Colombia en los últimos años les han sido arrebatadas casi seis millones de hectáreas a cuatro millones de campesinos, que la literatura social denomina en forma benigna como «desplazados», cuando son en realidad desterrados a sangre, fuego y motosierra.

Luis Eduardo Bosemberg: Se ha llegado también en Colombia a defender los derechos de minorías o de género que, en ocasiones, son cuestionables y van en contravía de la igualdad que muchos pregonamos. Por ejemplo, si se proclama que en una determinada institución deba existir un porcentaje o número determinado de mujeres, entonces ellas se convierten en un grupo privilegiado, en detrimento de los hombres. Lo que se debe tener en cuenta es el reconocimiento de los talentos de los implicados e implicadas. En alguna ocasión le comentaba a una amiga que si existía el día de la mujer, por quéno, entonces, festejar el del hombre. A mi interlocutora no le agradó mi comentario. Me quedépensando en que del machismo del hombre que reivindicaba su puesto se estaba pasando al de las mujeres.

Las relaciones interpersonales trastocadas por los sesenta tienen gran vigencia porque, si bien se impusieron novedades en Occidente, en Colombia falta mucho por recorrer. Por ejemplo, en cuanto a la igualdad entre los sexos, todavía nos queda un largo, muy largo camino. No solamente existe un machismo explícito sino muchas mujeres que fácilmente lo aceptan; el problema es de los dos géneros. Fuimos influenciados por la liberalización sexual pero en Colombia todavía existen ciertas reticencias, aunque sí vivimos un aumento de las mujeres en la población universitaria. Otro legado consiste en que desde entonces se comenzó a fumar marihuana, que hoy en día hace parte de la cultura de diversos grupos sociales, entre otros, del estudiantil.

Las representaciones estudiantiles que existen en determinadas universidades colombianas son producto de aquella época, aunque no surgieron de forma inmediata, pues en ocasiones han tardado décadas en convertirse en realidad. Pero se despolitizaron las juventudes, por lo menos en el mundo occidental, y en este caso habría que incluir a América Latina; tan sólo quedan unos cuantos movimientos universitarios en ciertas universidades públicas que todavía sueñan de forma ingenua con la revolución.

Pocos tienen en cuenta la cotidianización de las llamadas groserías o las tales malas palabras. Basta con que, por ejemplo, te pasees por esta universidad y pongas atención a la gran cantidad de palabras que escuchas. «Marica» ya no significa, en muchas ocasiones, homosexual, es simplemente una forma de saludo o de dirigirse al otro. Que una mujer se lo diga a otra, o que a un profesor le digan «profe», o por su nombre, eso sí es novedoso. Es un tratamiento más informal.

Por allí rondan todavía esa imagen del Che que se ve en ciertas camisetas o los carteles de Jim Morrison.

Como fruto de esto, en ciertos espacios, obviamente no en todos, se creó una pluralidad o aceptación del otro, aunque no de forma inmediata. No estoy diciendo que Colombia sea un país tolerante pero sí lo es en ciertos espacios. Por poner un ejemplo muy personal: que en algunos lugares la corbata ya no se use, o que el pelo largo no sea motivo para que no te den empleo es una pequeña pero significativa contribución. ¿Usted se imagina hace cuarenta años en Colombia, una candidata a la Presidencia, parlamentarios indígenas y un profesor de pelo largo, arete y blue jeans?

* Renán Vega Cantor es economista, Universidad Nacional de Colombia; Licenciado en Ciencias Sociales, Universidad Distrital Francisco Joséde Caldas; Magíster en Historia, Universidad Nacional de Colombia; Doctor en Estudios Políticos, Universidad de París 8. Ganador del Premio Libertador al Pensamiento Crítico, versión 2007 (entregado en 2008), con la obra Un mundo incierto, un mundo para aprender y enseñar. Las transformaciones mundiales y su incidencia en la enseñanza de las ciencias sociales. Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional, 2007. Acaba de publicar Petróleo y protesta obrera (dos volúmenes), La Unión Sindical Obrera y los trabajadores petroleros (1923-2008). Bogotá: Corporación Aury Sará Marrugo, 2009. Actualmente se desempeña como profesor de la Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: colombia_carajo@hotmail.com.

* Luis Eduardo Bosemberg es historiador, Universidad de Heidelberg, Alemania, y Universidad de la Amistad de los Pueblos, Moscú; Magíster en Historia, Universidad de Heidelberg, Alemania. Entre sus publicaciones más recientes se encuentra: Alemania y Colombia, 1933-1939. Iberoamericana. América Latina-España-Portugal 21: 25-44, 2006; Las guerras mundiales: problemas y controversias en torno a los orígenes. Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 33:28 9-30 9, 2006; Asia desde 1990. En Relaciones 11, Ciencias Sociales, Educación básica secundaria, 85-99. Bogotá: Libros y Libros, 2008. Trabaja temas como historia moderna de Europa, con énfasis en Alemania, problemas del Medio Oriente contemporáneo (siglos XIX y XX), con énfasis en el conflicto árabe-israelita: historia del Mediterráneo. Actualmente se desempeña como profesor asociado del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: lbosembe@uniandes.edu.co.

Scielo

Más notas sobre el tema