El Capital de Marx y las luchas actuales en América Latina / Entrevista con Rafael Agacino

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La revolución de este siglo

Rafael Agacino, profesor universitario e investigador independiente en las áreas social, política y económica, es entrevistado por PF acerca del centenario de la publicación de “El Capital” de Carlos Marx.

¿Cuál es la principal enseñanza que los movimientos revolucionarios en América Latina pueden rescatar hoy de “El Capital”?
“Es una pregunta difícil porque los movimientos revolucionarios, como actores políticos, dialogan más con los análisis políticos y estratégicos de Marx que con las leyes que rigen la sociedad moderna, el objeto de El Capital. Esto sin contar con sus equívocos juicios sobre los movimientos independentistas de América Latina, superficiales y lejos de su foco de análisis principal que fue Europa. No obstante, considerando que el capitalismo se ha vuelto el único modo de vida realmente existente, podemos reformular la pregunta como ¿Qué puede extraerse de El Capital en la perspectiva de las luchas estratégicas por la emancipación humana?

Me parece central relevar la categoría misma de ‘capital’ y su desarrollo, más allá de lo que el propio Marx alcanzó a presentar en el Tomo I de su obra. Esto suena abstracto pero no hay nada más concreto que el capital y su dinámica. El capitalno es una cosa inanimada ni tampoco viva, y sin embargo existe. ¿Pero cómo existe si no se toca ni se ve, no se huele ni se sabe o escucha? Pues como relación social; una relación objetiva porque impone conexiones forzosas entre los individuos y entre éstos y la naturaleza, y que se repite día tras día como un orden natural. Esta categoría ‘capital’ ha pasado por muchas fases en el transcurso del capitalismo, pero es en el presente que se vuelve una categoría letal, una máquina de moler carne humana y materia natural que funciona sin ningún control. No ha sido el Estado el que se ha vuelto Leviatán, sino el capital. Y esto claramente lo prevé Marx en el Capítulo I, en sus borradores y sucesivas variantes.

Desde este punto de vista -y a contrapunto de las luchas del siglo XX- la Humanidad está ahora obligada a desacoplarse del cuerpo y el espíritu de este Leviatán que la ha vuelto enemiga de sí misma. El orden sin control del capital está destruyendo no sólo las bases naturales de la existencia social sino también las bases comunitarias, e incluso cognitivas, que hacen posible la vida e inteligencia humanas.
Por ello, en lo inmediato, la tarea de primer orden para los revolucionarios es advertir, explicar y oponerse activamente al camino de inmolación por el cual la Humanidad está siendo conducida bajo un irracional sentido común. Desde el punto de vista de las posibilidades actuales, los revolucionarios deben levantar una línea de resistencia global y local contra la fatal lógica del capital. Es imprescindible construir una fuerza social capaz de enarbolar un programa de resistencia y autodefensa, lo cual dicho sea de paso, implica una oposición radical a las tendencias fundamentalistas, fascistas y maniacas que seducen a una sociedad disminuida por la ignorancia, la lumpenización y la guerra. Sólo en el curso de esas luchas será posible reponer los valores de un proyecto emancipador, pues no habrá posibilidad de aquél si no se levanta ya una línea estratégica frente a la dinámica letal y descontrolada del capital. La Humanidad tiene derecho a defenderse y a disponer de todos los medios para ello, más cuando se ha cruzado un cierto umbral crítico que pone en juego la vida misma. Con Marx podríamos afirmar que el fetichismo de la mercancía se consuma a la misma velocidad en que la vida colectiva muere, y frente a ello, no hay otra que una voluntad radical dispuesta a superar este modo de vida fetichizado. Hemos arribado a la época en que la Revolución es cuestión de vida o muerte. ¿Qué otro mensaje más potente puede deducirse de El Capital leído en este umbral de la historia?”.

¿Cree que en la actualidad hay espacio en América Latina para reivindicaciones democrático-burguesas que presenten potencialidades de transformación revolucionaria del capitalismo? De haberlas, ¿cuáles serían y quiénes serían los actores llamados a llevarlas a cabo?

“No; y paradojalmente es el capital el que clausura esta posibilidad, e impone frente a la barbarie la necesidad de la revolución. Por ello urge la convergencia de las luchas, y luego, la convergencia social y programática de las fuerzas anticapitalistas. Y esto lo digo en un sentido mucho más amplio de como se concibieron las alianzas en el siglo XX.

En las últimas décadas constatamos desplazamientos en los escenarios, actores y contenidos de las luchas sociales. En los países en que el capitalismo tomó la forma de desarrollismo industrial, la clase obrera ‘clásica’ se ha reducido y prácticamente desaparecido de la escena social y política, mientras la nueva clase trabajadora nace con dificultades y no logra aún constituirse. En paralelo, sin embargo, el campesinado y/o las comunidades indígenas rurales, irrumpen contra el capital desde los campos impactando la política y los centros urbanos de poder. Son los campesinos del Cauca colombiano, los pueblos amazónicos de Bolivia, Perú y Brasil, los pueblos originarios del sur chileno y de la pampa argentina, etc., los que emergen en cientos de conflictos a lo largo del continente. Y si bien se enfrentan frontalmente a las transnacionales -hoy la personificación del capital- la razón argumentativa de sus demandas y sus fuentes de inspiración organizativa se fundan en recursos subjetivos muy diferentes a los que solidificaron la conciencia de clase del obrero y el sindicalismo ‘clásicos’. No argumentan la justeza de sus luchas a partir de la explotación de la fuerza de trabajo (la extracción de plusvalía), ni sus fuentes inspiradoras de organización son la estructura ocupacional (oficios) o industrial (ramas). No; sus razones evocan la memoria histórica precapitalista e incluso precolonial, como ocurre con los pueblos originarios; y sus fuentes inspiradoras de lucha y organización se arraigan a sus espacios vitales: la comunidad, su orden sociopolítico, el hábitat y su modo de habitarlo. Es evidente que la ‘profundidad histórica’ de estas razones y fuentes, ambas constitutivas del sujeto como fuerza sociocultural, explica con mucho su mayor resistencia a las radicales transformaciones neoliberales. No así con la clase obrera clásica, atacada por las nuevas formas de organización industrial (fragmentación productiva) y la flexibilización del mercado de trabajo (precariedad laboral), que rápidamente se desestructura. Sus formas de lucha y organización son más inefectivas y sus recursos subjetivos menos sólidos pues apelan a un capitalismo que mutó: el oficio/profesión, el empleo, la empresa o la rama industrial, típicos del industrialismo, se han vuelto fuentes difusas y febles de subjetividad social. Toda la conciencia de clase configurada en referencia a los grandes complejos industriales y al Estado regulador, se disipa hasta confundirse con la subjetividad de las ‘nuevas capas medias integradas’ que caracterizan las sociedades urbanas modernas de Latinoamérica.

Los referentes culturales precapitalistas y precoloniales de los pueblos originarios reemergieron con todo su sentido primero superando la tesis del campesinado -lugar asignado por la Izquierda del siglo XX- y luego, enfrentando, desde la comunidad y el hábitat, la guerra declarada por el neoliberalismo. Así, mientras en las ciudades el movimiento de trabajadores entra en un largo ciclo de desconstitución objetiva y subjetiva, desde los poros rurales y los campos, emergen las resistencias de los pueblos originarios con un nuevo discurso contra el capital transnacionalizado. Un discurso que no clama por la reducción de la tasa de explotación o una mejor distribución del ingreso, sino por el acceso a recursos naturales, la defensa del hábitat, la autonomía y la identidad cultural. Incluso las luchas indígenas y campesinas asumen un carácter más universal -como antes las de la clase obrera- pues se asocian directamente a la defensa de las condiciones que hacen posible la vida misma. Sus demandas se empinan estratégicamente por encima de las luchas puramente redistributivas de la clase obrera y movimientos populares urbanos, a la vez que abren posibilidades de autodefensa a una Humanidad crecientemente acorralada.

Pero estas luchas no son únicas; las acompañan el antiimperialismo y su forma más reciente: el bolivarianismo. El antiimperialismo del siglo XX fue una reedición de las luchas independentistas de criollos antipeninsulares, trabajadores ‘blancos’ y mestizos y esclavos afrodescendientes. Donde se configuraron alianzas de este tipo, las luchas independentistas tomaron un tinte transversal y proveyeron de una base policlasista, interétnica y popular a las luchas antiimperialistas del siglo XX. Este es el antecedente de la conciencia nacional popular que permitiría en el siglo pasado y el actual la emergencia de las variadas corrientes populares, incluida la bolivariana. Lo que logró Fidel en Cuba al fundir el antiimperialismo y socialismo, lo reeditará Chávez en Venezuela al dotar al movimiento popular de un discurso que fusionó en Bolívar los idearios de la segunda independencia y el socialismo.
Sin embargo, el bolivarianismo como otras corrientes, enfrenta fricciones cada vez más frecuentes con las luchas indígenas y campesinas. El discurso antimperialista y nacionalista que reclama inversión y crecimiento para el desarrollo, no convoca a los nuevos movimientos indígenas. Y esto no es nuevo: las propias luchas por la independencia no contaron con la presencia decisiva de los pueblos originarios pues los que lograron resistir la guerra colonial, consiguieron un cierto orden de coexistencia con los peninsulares. Los mapuches, por ejemplo, que fijaron fronteras y mantuvieron el comercio y el tránsito, no tenían razones para romper con la Corona y aliarse con San Martín y O’Higgins, que reclamaban territorios que el rey, tras siglos de guerra, les había reconocido como indígenas. La realidad continental del siglo XIX nació preñada de una contradicción de origen: a fin de cuentas, criollos o peninsulares, por más que lucharan a muerte, se disputaban la soberanía sobre territorios que los pueblos indígenas consideraban propios. Esta misma contradicción de base emerge hoy entre neodesarrollismo y pueblos indígenas resistentes a la dinámica del capital, sea nacional o transnacional, estatal o privado, estadounidense, europeo o chino, pero no apareció en el imaginario afrodescendiente, que no reclamó propiedad alguna sobre una tierra de esclavitud y muerte; su añoranza estaba allende los mares y su idea radical era la libertad. Así, la alianza de independentistas y afrodescendientes, bajo la promesa de la abolición de la esclavitud, fue mucho más sólida que con los pueblos originarios pues para éstos ni la abolición de la encomienda ni el estatus de futuros ciudadanos, sustituía la necesidad de recuperar sus tierras y su historia precolonial.

Estas experiencias históricas diversas permiten entender la configuración social y subjetiva de las luchas actuales en América Latina y develar los límites de los gobiernos progresistas o bolivarianos. En ninguno de aquellos ensayos las medidas democráticoburguesas, de resistencia o acomodo, han abierto posibilidades revolucionarias, o si lo hicieron, no hubo quién las aprovechara pues la Izquierda del siglo XX desaparece, el sindicalismo clásico desfallece y la nueva clase trabajadora aún no madura. Unos carecen de independencia política y se muestran estériles para enunciar una hipótesis estratégica para AL que incluya tales matices; y la nueva clase trabajadora, que podría hacerlo e incluir otras luchas como la antipatriarcal, recién asoma en el nuevo siglo. Mirado desde otro ángulo, esta impotencia es la otra cara del fracaso de los gobiernos progresistas que han capitulado frente al neoliberalismo o que, entrampados en un nacionaldesarrollismo imposible, son apalancados por el nuevo imperialismo asiático, el futuro gran hermano: China. Y no podía ser de otro modo pues sin sujeto no hay posibilidad de realizar lo que pudo estar en potencia. En este largo ciclo de luchas, las contrarrevoluciones neoliberales finalmente han predominado sobre los progresismos de toda laya, aumentando el desarme de las franjas obreras y populares”.

Marx entendió el socialismo como una “asociación de hombres y mujeres libres que emplean conscientemente medios de producción colectivos”. ¿Qué ocurrió que los intentos de construcción de sociedades socialistas se alejaron tanto de esta idea? ¿Qué debería estar presente para evitar transitar por los mismos caminos del siglo XX?

“Responder requeriría una larga reflexión que no puedo hacer. En subsidio, sugiero la lectura de dos textos de Michael Lebowitz: Las contradicciones del socialismo real. El dirigente y los dirigidos, que tradujimos con Pedro Landsberger para LOM, y La alternativa socialista. El verdadero desarrollo humano, publicado por Escaparate en 2012. Encontrarán allí un análisis del fracaso del socialismo real y las líneas matrices de una alternativa socialista.

No obstante, aprovecho de insistir en una idea inicial: la urgencia de levantar una política por la autodefensa de la Humanidad. Esta idea, aparentemente pura resistencia, contiene una propuesta estratégica pues la defensa de la vida sólo puede hacerse con otro modo de vida, un modo que reponga la soberanía sobre las necesidades colectivas. Hoy ‘nuestras’ necesidades son aquellas que impone el capital -alimentación basura, salud basura, educación basura, etc.-, para satisfacer su pulsión insaciable de acumular. Es hora que la Humanidad debata sobre sus necesidades genuinas e imagine un nuevo arreglo social para decidir colectivamente cómo y con qué fines utilizar el trabajo social colectivo, su talento creativo en cuanto especie”.

PEDRO FERNANDEZ

(Publicado en “Punto Final”, edición Nº 894, 9 de marzo 2018).

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