Cortazar y su Nicaragua tan violentamente dulce (un recuerdo sobre Julio Cortazar) – Por Abel Bohoslavsky

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Abel Bohoslavsky*

Era un domingo caluroso y seco en Managua ese 12 de febrero de 1984. ¿Qué otra cosa que no fuese calor podía haber en Managua? No existía internet, ni guazap. Muy pocos teléfonos. Apenas algunos jefes militares disponían de walki-talkies. Pero había teletipos y télex. No muchos. Debe haber sido el viento que trajo la noticia de una muerte que no era en combate.

Nicaragua estaba en guerra. Ronald Reagan había declarado la guerra desde que asumió la presidencia de Estados Unidos en 1981. No podía tolerar que ese paisito de 130 mil kilómetros cuadrados en el centro de Centroamérica y con solo 3 millones de habitantes le hubiese plantado una bandera rojinegra en su propio patio trasero.

La Revolución Sandinsta triunfante en julio de 1979 estaba en pañales. La guerra de ¿baja intensidad? tenía su enorme plataforma en Honduras. Desde la base de Palmerola, militares del Ejército de Estados Unidos, del país-base y del Ejército de Argentina, entrenaban, armaban y organizaban a una tropa de mercenarios de la derrotada Guardia Nacional de Somoza, la mayoría fugados de Nicaragua.

Un ejército irregular que desplegaba una guerra irregular, sobre todo en los campos, poblados y pequeñas ciudades del norte nicaragüense. Destrucción y asesinatos a mansalva. Los enfrentaban los jóvenes combatientes del Ejército Popular Sandinista, de las tropas especiales del Ministerio del Interior y de las Milicias Populares Sandinistas. En medio de tanta runga la música y la poesía no dejaban de florecer. En el diccionario castellano runga significa “fiesta, diversión, baile”.

Pero los nicas acostumbrados a tantos años de guerrillas e insurrecciones le extendieron el significado a su inevitable contenido bélico. Es que la Revolución Sandinista era también “la revolución de los poetas”. No solo tenían un guerrillero/mártir poeta como Leonel Rugama que en 1970, rodeado de tropas somocistas que lo intimaron a rendirse, les espetó “¡Que se rinda tu madre!” y cayó acribillado. Muchos más guerrilleros de la pluma tenía ese paisito que heredó un 50% de analfabetos.

El muerto ese 12 de febrero de 1984 era un escritor nacido en Bélgica, criado, que había estudiado y trabajado en Argentina y emigrado a la Francia de los años 50´. Y asumido como internacionalista solidario. Había entrado clandestino al sur de Nicaragua en plena dictadura somocista en 1976 para conocer al poeta (también sacerdote trapense) Ernesto Cardenal, que en la isla de Solentiname, en el gran lago de Nicaragua, el lago Cocibolca, compartía letras con la comunidad campesina.

No se sabe cómo no lo detectó la Guardia somocista, siendo que el internacionalista era flaco y altísimo, tenía barba y una voz gangosa como si fuese francés de nacimiento. Y para peor, viajó desde Costa Rica con otro nica, también escritor y casi alto como él, un tal Sergio Ramírez, un nica de Masatepe (Masaya). En ese 1984, Cardenal era ministro de Cultura y Ramírez, miembro de la Junta de Gobierno ungida por la Revolución.

Después del triunfo de la Revolución, el escritor itinerante ya había estado muchas veces en la ahora Nicaragua Libre y Sandinista. Convertida esa patria rojinegra en una Meca de internacionalistas, había entre ellos muchos argentinos.

Ironías de la historia, precisamente, en esa misma frontera sur por la cual el escritor se coló clandestinamente, durante el último tramo de la guerra revolucionaria, en enero de 1979, había caído en combate el argentino José Ramón Morales, de oficio… periodista (que es también otra forma de escribir). El Pepe Morales se sumó a los contingentes internacionalistas que combatieron codo a codo con los del Frente Sandinista de Liberación Nacional. El Pepe Morales había sido uno de los pocos secuestrados en Argentina que logró huir de un campo de concentración (junto a su compañera Graciela), desarmando a los custodios y saliendo ambos desnudos una madrugada de octubre de 1976.

La dictadura tuvo que levantar ese sitio: era el tristemente famoso “Automotores Orletti” en Buenos Aires. El escritor trashumante era uno de los preferidos de gran parte de los jóvenes argentinos de la generación sesentista. ¿Quién no había jugado con su Rayuela o no se había apertrechado con Las armas secretas escritas por él? Creo que fue un mes antes de la noticia de su muerte, que el flaco, alto y gangoso estuvo de visita. ¡Esta vez no me lo podía perder!

En el pequeño teatrito del gran teatro Rubén Darío daba un recital. Ubicado en medio de “los escombros”, ese edificio había sobrevivido al terremoto que destruyó el casco chico céntrico de Managua en 1972. Uno de mis dos laburos, era vespertino/nocturno en Barricada, el diario del FSLN. Mi jefa en la sección Internacional era Sofía Montenegro, una nica de Ciudad Darío. Con ella rajamos desde la “ciudad plástica” donde estaba el diario hacia “los escombros” y nos sentamos en unas gradas de madera a escuchar al mítico personaje.

¡Se imaginan ustedes escuchar de su propia voz los relatos de Cortázar! Sí, porque de Julio Cortázar estaba hablando. De las más de dos horas de recital literario – ¡sí, en plena guerra! – me quedaron dos recuerdos imborrables. El flaco se leyó entero el cuento “La pesadilla” que desde los alrededores de Plaza Irlanda de la ciudad de Buenos Aires, recrea el clima de opresión, persecución y muertes que se vivía en Argentina bajo el terror de la dictadura.

Él escribió sin haber estado una realidad tal como yo la viví en aquellos tiempos en vivo y en directo (vivía a unas 15 cuadras de esa plaza en plena dictadura). Me estremeció ese cuento que no se parece a un cuento sino a una crónica del terror. En otro momento más distendido, entre muchos papeles que tenía sobre su mesa, Cortázar sacó un papelito y contó que una vez había empezado a escribir una poesía y no sabía por qué, quedó trunca. Pero quería compartir su texto.

“Siempre fuiste mi espejo/quiero decir/que para verme/tenía que mirarte”. La anoté a las apuradas y así no más, la estampé delante de mi escritorio y la tuve más de dos años, como texto de cabecera. Mientras lo escuchaba, pensaba y pensaba en mis amigos/compañeros que tanto lo leían y admiraban y que no pudieron conocerlo, porque fueron parte de esos treinta mil (¿o más?) caídos/desaparecidos por el terrorismo de Estado.

Me acordaba de tres que se lo devoraban: Ivar Brollo, Mingo Menna y Oscar Guidot. Quería contárselo a Cortázar. ¿Cómo verlo? Al día siguiente, me fui hasta el edificio que funcionaba como Casa de Gobierno y la busqué a Juanita Bermúdez, una nica nacida en Masaya, que atendía la secretaría del despacho del escritor/gobernante Sergio Ramírez (años antes yo había colaborado con ella en la propaganda exterior del FSLN antes del triunfo). Escribí una carta a Cortázar, diciéndole algunas anécdotas de sus lectores/admiradores desaparecidos y pidiéndole encontrarnos en algún momento. Juanita se la dio, pero me dijo que el flaco trotamundos se regresaba a Francia y que la próxima vez, me llamaría. Me quedé contento… hasta ese 12 de febrero de 1984.

La noticia de su muerte que nos trajo el viento llegó de improviso. En pocos minutos, la redacción de Barricada era un revuelo de congoja y agitación. Había que sacar una edición muy especial. CeFeChé (Carlos Fernando Chamorro, el director), distribuía tareas.

Le encargaba a cada quien algo. Había que pedirle a muchos de los dirigentes de la Revolución una opinión, un comentario, una reflexión… algo. En medio de ese lío, en un momento apareció Tomás Borge, el legendario Comandante de la Revolución, co-fundador del FSLN, guerrillero sobreviviente de las mazmorras de la dictadura… y también escritor. Cortázar se alojaba en su casa de Bello Horizonte cuando venía al paisito rojinegro. Lo escuché charlar algo con Arqueles Morales, un antiguo guerrillero guatemaltecto metido también a periodista.

Entre tantos con los que muchas/os habían hablado para que escriban algo rápido, alguien comentó que la poeta Gioconda Belli no quería escribir nada, que estaba tan golpeada que no podía… Caras de desazón. ¿Cómo que la Gioconda no iba a escribir algo? Estaba por ahí Sergio de Castro, un brasileño internacionalista que dirigía el semanario Barricada Internacional, una publicación bilingüe (castellano e inglés) para el exterior. Sergio había sido pareja de Gioconda con quien tiene un hijo, el Camilo. Lo agarré a Sergio y le dije: dame el teléfono de Gioconda, yo le hablo.

Todos me miraron azorados e incrédulos. ¿Vos sabés lo que estás diciendo? me interpelaron varios. Sí, les contesté. Yo le hablo, aunque solo la conozco de vista. Y le hablé… Estaba con el ánimo cómo me imaginaba. No sé si la convencí. Le dije algo así: mañana, Barricada va a ser reproducida por todas las agencias del mundo. No puede ser que salga sin tus palabras escritas.

Entre tantas notas que poblaron las páginas enteramente dedicadas a Cortázar, recuerdo que a una de esas, le estampé un título: “Se nos murió el cronopio”. La Revolución rojinegra, en plena guerra de agresión imperialista le rindió homenaje a ese internacionalista que sin armas en la mano, combatió como uno más con su presencia física, sus palabras dichas y escritas, en lo que él mismo llamó “Nicaragua, tan violentamente dulce”. No dejen de leérlo.

(*) Médico argentino que trabajó en el diario BARRICADA durante la Revolucion Sandinista en Nicaragua.

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