Los años dorados del siglo XX en la Universidad de La Habana – Por Luis Montero Cabrera
Por Luis A. Montero Cabrera (*)
La documentación corriente acerca de la vida universitaria en cualquier lugar del mundo suele abordar muchas facetas de esa componente indispensable de la vida humana de hoy. Los rendimientos y la reputación de los centros suelen dominar la información para los que conducen la actividad y también para los que se preparan para acceder a ella. Muchos de los más maduros sienten que reviviendo con recuerdos pueden de alguna forma replicar la felicidad, o las dulces desventuras, experimentadas en esos años de la vida. Los que gobiernan bien se preocupan por toda información que contribuya a la buena marcha de la educación superior como una pieza decisiva de la trama social moderna. Poco se conoce y está documentado, sin embargo, de intervenciones sistemáticas y efectivas de gobernantes en contacto directo con estudiantes y docentes en una universidad.
A partir de la Reforma Universitaria de 1962, documento abarcador y modernizador de un sistema de educación superior que mucho lo requería, se fueron cambiando estructuras y concepciones. La Universidad de La Habana resultante de ese proceso abarcaba la formación de todo joven que deseara y pudiera cursar estudios superiores en las provincias desde Matanzas hasta Pinar del Río, incluida la entonces Isla de Pinos. Comprendía todas las carreras, desde las médicas hasta las de enseñanza, pasando por las tecnologías, las ciencias básicas y las humanidades. Varios presidentes de la Federación Estudiantil Universitaria, secretarios generales de la Unión de Jóvenes Comunistas, rectores, vicerrectores y decanos conducían seria y paulatinamente los cambios que la reforma indicaba. Los estudiantes y profesores, todos muy nuevos y muchas veces indistintos, enfrentábamos el nuevo escenario con el entusiasmo del que confía en un futuro irremisiblemente maravilloso. Algunos éramos estudiantes de tercer año en la mañana y profesores conferencistas de otra carrera por la tarde. Un Ministro de Industrias como el Che, con alma de redentor y cultura multifacética le pedía a una decana, directamente por carta y también personalmente, que su Facultad se sumara a sus cometidos. Quería también aprender las matemáticas que su educación de médico no le había proporcionado.
Lo insólito comenzó a ocurrir en los años alrededor de 1965 y continuó prácticamente hasta iniciada la década de los 70. El primer ministro del país, que era Fidel, visitaba regularmente la Plaza Cadenas, corazón del campus central. Ocurría generalmente durante las horas de la activa noche de cursos para trabajadores, estudios en la Biblioteca Central, encuentros sentimentales y reuniones de las organizaciones que no se podían dar por el día porque las clases y su horario eran sagrados. Los que estábamos por esos entornos y súbitamente veíamos aparecer por la entrada de la calle J los tres Oldsmobile del año 1960 ya sabíamos que nos esperaban unas cuantas horas de diálogo activo, sobre temas publicables o no, y de la más variada índole. Desde la Revolución China, hasta los efectos de ciertas carnes para la salud, pasando por las formas de distribución de la tierra que habían seguido diversas revoluciones antes de la cubana.
En 1966 todos nos sorprendimos al conocer que había sido nombrado como rector un médico desconocido para muchos. Se trataba de José Millar Barruecos, con el apodo de “Chomi”. Un rector joven y con un apodo informal ya sonaba a “cosas de Fidel”. Se trataba de alguien que se había destacado en los primeros intentos de llevar la salud a los lugares donde vivían los olvidados de siempre en Cuba. Era un producto del llamado entonces “Servicio Médico Social Rural”. Nada más sabíamos de él.
Lo que si supimos después fue que esa medida significó la intervención decisiva de las ideas revolucionarias para realizar lo mejor de la Reforma de 1962 y bastante más. El estrecho y fresco contacto sistemático de Fidel con los estudiantes y profesores y ahora la frecuente, informal y efectiva comunicación entre el rector y el líder de la Revolución condujeron a años de cambios y fomento radicales.
Se crearon grupos multidisciplinarios con estudiantes y profesores de diversas áreas que se llamaron “polivalentes”, usando graciosamente un término químico para fomentar lo que hoy es una práctica modernísima de gestión en todas partes. De ellos salieron recomendaciones fundacionales de muchas iniciativas fidelistas de entonces. También se crearon “equipos económicos” con los de economía, contabilidad, y otras carreras que conviniera. Se fundaron centros de investigaciones, lo mismo de aplicaciones informáticas a las ciencias médicas que de ciencias marinas; se fundó un monumental jardín botánico; se cimentó la formación biológica, física, matemática, química. Se impartieron semestres completos de ciertas carreras en la Sierra Maestra, para conocer científicamente lo que ya se sabía empíricamente por los revolucionarios. También se diseñó y produjo en pequeñas series una computadora de las más modernas de entonces, acompañada de un inédito lenguaje de programación en español, que se llamó “LEAL”. Todos estos hechos y muchos más en tan poco tiempo y por parte de gente tan joven tienen pocos o ningún referente en este mundo, en cualquier época pasada o presente.
También, algunos de los problemas teóricos que más tarde conducirían a cataclismos de revoluciones anteriores fueron presentidos en un novedoso Departamento de Filosofía que tenía su propia revista, culta, joven, revolucionaria, esencialmente admiradora de las esencias de Marx y Lenin. Los que estudiamos entonces los cursos obligatorios de ideas filosóficas en cualquier carrera solo vimos en las librerías a los manuales que habían digerido otros de los fundadores, a imagen y semejanza de un proceso deformador de las raíces. Nuestros textos, por el contrario, eran los documentos originales de los autores de la teoría revolucionaria. Y eso era una indicación de Fidel.
Para los testigos y modestos protagonistas de aquellos tiempos en la Universidad de La Habana, la que entonces “solo” tenía 240 años, esos fueron sus “años dorados” del siglo XX. Entonces estaba entera, con todas las disciplinas que hacen a una universidad y éramos estudiantes o jóvenes graduados dedicados a las ciencias, o a las tecnologías, o a las humanidades. Un joven, culto, audaz, visionario y admirado líder revolucionario usaba parte de sus noches de trabajo conversando con los estudiantes y profesores que habitaban entonces la Acrópolis de La Habana, aceptando la invitación del Alma Mater para escalar por la colina hasta ella y poder participar en la conversación con Fidel.
En estos tiempos que la madre cumple 290 años, los simples y hermosos vínculos que se establecían entonces entre los jóvenes creativos y los líderes pueden reeditarse mirando hacia los tres siglos. Eso sí, en esos nuevos vínculos no cabrían ataduras formales, ni lenguajes aburridos y ni estilos artificiales. Las mentes jóvenes y fisiológicamente revolucionarias siguen ahí, en la misma plaza, y con nuevos futuros que deberían estar en Cuba y también cargados de ilusiones tan o más cautivadoras que aquéllas de los años dorados.
(*) Es Doctor en Ciencias y miembro titular de la Academia de Ciencias de Cuba. Preside el Consejo Científico de la Universidad de La Habana y es expresidente la Sociedad Cubana de Química (2012 – 2016).