Castigo a escala mundial – Por Martin Granovsky

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Eric Hobsbawm, el gran historiador inglés muerto en 2012 a los 95 años, lo tenía claro. En 2011 se encontró con Luiz Inácio Lula da Silva. Al salir de la reunión, en Londres, comentó: “Lula ayudó a cambiar el equilibrio del mundo porque puso a los países en desarrollo en el centro de las cosas”. Y agregó: “Lula fue el verdadero introductor de la democracia en Brasil, un país con tantos pobres por los que nadie antes hizo tantas cosas concretas”.

Lula ya había cumplido sus dos mandatos, uno iniciado el 1ª de enero de 2003 y otro en 2007. Cuando los brasileños eligieron presidente al tornero mecánico, en octubre de 2002, Hobsbawm se había puesto feliz: “Ahora soy un poco más optimista sobre el futuro del ser humano”.

Los tres camaristas de Porto Alegre sin duda pasarán a la historia. Al condenar a Lula hicieron su contribución para un mundo más desequilibrado.

Hace seis meses que Lula gana en todas las encuestas de intención de voto en primera vuelta y en segunda. También redujo en 20 puntos el rechazo que generaba su figura. Y lo hizo en solo un año y medio. Los políticos y los investigadores de opinión pública saben cuál es el efecto de reducir la imagen negativa: sube el techo y el crecimiento es posible. Ninguna figura de la derecha, entretanto, se disparó en las encuestas hasta el punto de poner en riesgo a Lula. Ni el ultraderechista Jair Bolsonaro ni la verde Marina Silva, a quien en 2014 asesoró Jaime Durán Barba, ni el gobernador de Sao Paulo Gerardo Alckmin, del partido de José Serra y Fernando Henrique Cardoso. Nadie de ellos aparecía como challenger del viejo boxeador de 72 años que regresaba a la pelea, una más, tras superar un cáncer y un golpe de Estado.

Los jueces no solamente dieron el primer paso para impedir que el político más reconocido de Brasil pueda ser candidato y, eventualmente, ganar las presidenciales del 7 de octubre de este año. Castigaron al líder popular que, en el marco de la democracia clásica, protagonizó el proceso de cambio con mayor cantidad de población involucrada. A Dilma Rousseff la votaron en 2014 nada menos que 52 millones de personas.

Con su condena al dirigente sindical que fundó el Partido de los Trabajadores en 1980 y 23 años después llegó a la Presidencia, los jueces buscaron extirpar lo que un senador brasileño llamó “la raza maldita”. En 13 años de gobiernos petistas, primero de Lula y después de Dilma, los brasileños lograron comer tres veces por día. El verdadero milagro. Fue ésa, justamente, la promesa de Lula en la campaña presidencial de 2002.

El tono afable de los brasileños puede esconder la crueldad de su historia. Brasil salió de la esclavitud recién en 1888. La primera Constitución republicana, en 1891, prohibió votar a los analfabetos. Recuperaron ese derecho recién en 1985, por enmienda constitucional. Y lo disfrutaron de manera consagrada en el texto de la Constitución de 1988. Un siglo después de la abolición de la esclavitud.

Cuando Lula asumió, los fazendeiros, los hacendados del interior de Sao Paulo, todavía mataban inspectores del Ministerio de Trabajo. Brasil había pegado el gran salto en la década de 1970, con el desarrollo simultáneo de las multinacionales automotrices y la clase obrera de masas. Pero las instituciones seguían respondiendo a las prácticas de la esclavocracia, una forma de prolongar por otras vías el dominio del amo sobre el esclavo.

Lula no solo inició la incorporación al consumo de 40 millones de personas, que a principios de este siglo representaban la quinta parte de la población brasileña. Estimuló la dignidad de los negros y los indios, el orgullo de los operarios, los derechos de las mujeres, la soberanía de los nordestinos sobre su propia vida.

Tenía razón el viejo Eric. Construyó una democracia de lo concreto. Por eso el castigo de los jueces tiene alcance global. Es para que los trabajadores del mundo pierdan la esperanza de ser representados con su voto. Para que sientan miedo. Para que, de una vez para siempre, acepten el apartheid social. Para que no molesten más.

Los conservadores brasileños vienen midiendo la reacción popular. En 2017 hubo dos huelgas generales. La primera tuvo un acatamiento decoroso. La segunda fracasó. Luego de la segunda el Senado aprobó la Reforma Laboral precarizante y el juez Sergio Moro sentenció a Lula a nueve años y medio de cárcel, fallo que no sufrió marcha atrás ayer en Porto Alegre. No es ensayo y error: es correlación de fuerzas. Si el establishment no observa delante suyo la chance cierta de un alzamiento popular, sigue con el plan trazado. ¿Por qué habría de actuar de otra forma si quiere y, además, puede? Quiere transformar Brasil regresivamente. Eligió como blanco al PT y al Estado. A Petrobrás y a los bancos públicos, un área que Fernando Collor de Mello quiso privatizar en 1989 y no pudo porque el juicio político lo quitó del Planalto. Ni Itamar Franco ni Fernando Henrique Cardoso pudieron cumplir con el plan que desplegaban Carlos Salinas de Gortari en México y Carlos Saúl Menem en la Argentina. Ya era tarde.

Ahora van por la revancha. Que es algo más profundo. Marco Aurélio García, el asesor de Lula muerto el año pasado, le había puesto nombre: la Contrarreforma.

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