Costa Rica: Campaña electoral, segunda etapa – Por Arnoldo Mora Rodríguez

736

Se corre el riesgo de que el próximo mes –último acto de esta tragicomedia en que se han convertido las campañas electorales- se asemeje a lo que lamentablemente está pasando con las redes sociales: un antro de insultos, calumnias y bajezas, en vez de ser un ágora donde se debaten los asuntos nacionales y se proponen soluciones viables y serias.

Nos acercamos al final de un año electoral atípico. La campaña electoral que, por disposición constitucional, se lleva a cabo cada cuatro año, consta de tres etapas (“actos” se diría tratándose de una ópera). El primer semestre del año es para que los partidos asuman el protagonismo del escenario político, porque se trata de que en su seno se elijan democráticamente y según sus propios estatutos, a los candidatos que conformarán la papeleta presidencial y los candidatos a diputados. En la segunda parte del año se lanza la campaña pública para promover a los candidatos, a fin de que éstos sean conocidos y valorados por los electores. Al final de este segundo periodo, deben los candidatos a la presidencia presentar el programa de gobierno que se comprometen a realizar si son elegidos; si bien en un alto porcentaje esos programas no son tales sino tan sólo promesas.

Esos programas suelen adolecer de una grave aberración, desde el punto de vista de una concepción de una filosofía política de sólida fundamentación racional, pues tienen una concepción del Estado que fomenta ante el pueblo una idea mágica, ya que prometen lo que no van a cumplir porque ni siquiera tienen la voluntad política para intentarlo y, aunque lo intentaran, no crean las condiciones reales para lograrlo aunque sea mínimamente. Sólo pretenden deslumbrar a un electorado, en gran medida desencantado del gobierno saliente por no haber cumplido las promesas que habían hecho para que el pueblo los eligiera.

De esta manera, las promesas en la realidad no pasan de ser dádivas o limosnas y no verdaderas soluciones a los problemas sentidos y sufridos por la gente. Esto hace que, al final, el ciudadano vote no por el que considera mejor, sino por el que considera como menos malo, vota por el mal menor; es decir, vota con una actitud de resignación como si la democracia no fuera la expresión de la libertad colectiva sino la aceptación resignada de un destino inexorable y fatal.

La política se convierte en una especie de tragedia griega y no en una contienda donde los ciudadanos, conscientes de su responsabilidad para con la Patria, se conjuntan para buscar lo mejor para sí y para las nuevas generaciones. Quizás el Tribunal Supremo de Elecciones, las universidades, los medios de comunicación, en especial el canal estatal, mancomunadamente contribuyan a que los partidos cumplan con este deber patriótico y dejen de ser empresas comerciales de mercadeo de imágenes de candidatos, como si de un concurso de belleza o de reinas de simpatía se tratara.

Por eso es que la gente va a votar impulsada por la simpatía o antipatía hacia la persona y no porque están racionalmente convencidos de la excelencia de un programa impulsado por un candidato y su equipo de colaboradores y asesores, que han demostrado fehacientemente que poseen condiciones morales y capacidades profesionales para cumplir con el programa al que se han comprometido.

De lo contrario, se corre el riesgo de que el próximo mes –último acto de esta tragicomedia en que se han convertido las campañas electorales- se asemeje a lo que lamentablemente está pasando con las redes sociales: un antro de insultos, calumnias y bajezas, en vez de ser un ágora donde se debaten los asuntos nacionales y se proponen soluciones viables y serias. Debemos evitar que esta etapa final de la campaña se convierta en una cloaca a imagen y semejanza de las redes sociales; cuando debe ser una escuela de civismo como quería Don Pepe. ¿Cómo puede gobernar una nación alguien al que se le han exhibido todas las inmundicias, reales o ficticias, concebibles?

Si la campaña se vuelve una cloaca estaríamos siendo gobernados por gentes que tienen la pésima reputación de un delincuente o de un psicópata al que se dan irresponsablemente los poderes que otorga la Constitución, para que rija los destinos del país durante los próximos cuatro años. El riesgo de que esto se dé se debe a que este año no ha habido hasta ahora campaña electoral, sino denuncias de corrupción; el “cementazo” ha llenado todos los espacios de los medios. La gente tiene una pésima imagen de los políticos; el quehacer político en todas sus facetas es asimilado a lo que hacen hordas de facinerosos. Este fenómeno se hace manifiesto en el hecho de que la ciudadanía se divide en tres grupos iguales en cantidad: un tercio que tiene escogido su candidato y su filiación partidaria bien definida, un tercio que está decidido a no votar y un tercio que está en la incertidumbre, si bien la mayoría de este último grupo espera ir a votar, aunque deja esa decisión para Enero.

Sin embargo, el fondo del problema radica en que el país sufre de una crisis de ingobernabilidad debido a que las instituciones del Estado deben ser reformadas para asumir los retos que depara este nuevo siglo. En consecuencia, los políticos no tienen capacidad de proponer a los ciudadanos un proyecto país. Sus promesas no pasan de ser parches, curitas cuando de lo que se sufre es de úlceras. Pero no es promoviendo una nueva Constitución sino elaborando un diagnóstico, en base al cual se ofrecen soluciones, luego se nombra una comisión en la Asamblea Legislativa que proponga reformas parciales pero sustantivas a la Constitución actual para que, finalmente, al cabo de unos diez años, se convoque a una constituyente que le proponga a los ciudadanos una nueva constitución en base a las reformas parciales que han dado resultado.

Podemos hacerlo sin necesidad de tener un decenio de inestabilidad y seguido de un gobierno dictatorial y de otro decenio de gobiernos autoritarios, como se gestó e impuso la Constitución de 1871; o peor aún, una desgarradora Guerra Civil y una Junta de Gobierno con poderes dictatoriales, período que culminó con la Constitución de 1949. Pero para eso se requiere tomar conciencia del momento histórico que está viviendo nuestro país, por no decir el mundo entero. En consecuencia, las campañas electorales deben contribuir a forjar esa conciencia ciudadana.

Más notas sobre el tema