Argentina: Repensando la calidad de la educación superior – Por Norberto Fernández Lamarra
Por Norberto Fernández Lamarra (*)
Durante los años ’90 se consolidó en la mayoría de los países latinoamericanos una legislación orientada a la evaluación de la calidad en este nivel. La Argentina no fue la excepción, con la sanción de la Ley de Educación Superior y la creación de la CONEAU, en 1995. Sin embargo, el sistema necesita ser revisado si es que se quiere mejorar su impacto real y significativo, tanto para las universidades como para su entorno social.
Desde los años ’80 comenzó en casi toda América latina un proceso de reflexión sobre el problema de la calidad de la educación, asumiéndolo como un eje prioritario en las agendas de la discusión pública de los años subsiguientes. En primer lugar, la preocupación giró en torno a la calidad de la educación en relación con los niveles primario y medio, a partir de varios proyectos internacionales de la UNESCO.
Luego, hacia fines de esa década y principios de la delos’90 se iniciaron los proyectos y propuestas para el ámbito universitario. Estas propuestas se basaron –entre otros antecedentes–en los procesos de evaluación institucional que ya habían sido llevados a cabo desde varias décadas atrás en Estados Unidos y Canadá y, hacia fines de los ’80 e inicios de los ’90, en varios países de Europa, particularmente en el marco de la constitución de la Unión Europea. Tanto los países de América del Norte como algunos de los europeos –en especial Holanda y Francia y los países del norte de Europa–ya poseían experiencia en evaluar instituciones y fueron definiendo modelos de evaluación, produciendo una bibliografía interesante, que se comenzó a utilizar como referencia en algunos países de América latina.
En ese contexto, es importante señalar que la evaluación y, posteriormente, la acreditación de la educación superior comenzaron a plantearse en asociación con otros varios sucesos político-sociales convergentes. Aquí, señalaré principalmente dos.
En primer lugar, se destaca el impacto que tuvo en la conformación actual de los sistemas universitarios, incluso en el de la Argentina, el proceso creciente de un fuerte crecimiento de la educación superior que se llevó a cabo durante la década de los ’80, especialmente en nuestro país a partir de la recuperación democrática y de la autonomía universitaria, al término de la dictadura militar. Como es sabido, en las últimas décadas América latina asistió a un importante desarrollo de sus sistemas de educación superior debido al fuerte crecimiento –quizá masificación– de la enseñanza media y la demanda de los jóvenes de las nuevas generaciones de continuar con sus trayectos educativos.
En efecto, la tasa bruta de escolarización secundaria para la región pasó del 82,7% al 90,1% entre 2000 y 2010, y la de finalización de los estudios secundarios se incrementó en todos los países de la región para la población de 20 años y más. En el mismo sentido, según datos de la UNESCO, el acceso a la educación superior acumuló un crecimiento de aproximadamente un 40% entre los años 1998 y 2010, favoreciendo que la región se sitúe –como conjunto– en el promedio de la tendencia de crecimiento de la educación superior internacional. Por supuesto, el acceso a la educación superior de nuevas generaciones de estudiantes requirió a los gobiernos acompañar la expansión de los sistemas universitarios con políticas que controlasen la calidad de las instituciones universitarias–en especial las privadas–, de forma tal de asegurar la equidad en materia de educación superior.
En segundo lugar, la evaluación de la calidad comenzó a darse en el marco de una crisis del Estado de Bienestar, que se fue desarrollando principalmente como consecuencia del avance de los procesos de globalización y la puesta en marcha de políticas económicas, monetarias, laborales y sociales vinculadas a las políticas del neoliberalismo y a las exigencias de los grandes bloques político-económicos que financiaban las crisis económicas de los países de la región, particularmente a partir del Consenso de Washington. Es así que se dio paso a un nuevo “Estado evaluador”, preocupado desde entonces por la rendición de cuentas y la descentralización de las competencias o responsabilidades públicas, tales como la calidad de la educación, y su monitoreo a partir de los estándares/requisitos establecidos por el Estado central.
Estos cambios del contexto originaron un progresivo aumento del control externo desde el gobierno sobre las universidades. Este control se dio principalmente mediante dos tipos de regulación pública. Unas, las regulaciones directas, vinculadas a las exigencias de control de calidad mediante la creación de agencias (públicas o privadas, según los países) que cumplirían la función de evaluar y acreditar las universidades y sus programas.
Otras, las regulaciones indirectas, enviadas a modo de señales sobre qué esperaban los gobiernos de las universidades mediante la asignación de incentivos económicos específicos que orientaron las acciones de los sistemas, por ejemplo, para el caso argentino, la creación del Programa de Incentivos para Docentes Investigadores, puesto en marcha en el año 1993 y aún vigente. En efecto, al promediar la década de los noventa, el problema de la calidad de la educación superior se instaló definitivamente en la mayoría de los países latinoamericanos como una actividad exigida por la nueva legislación que se fue sancionando.
Sin embargo, es importante señalar que los procesos de consolidación de la evaluación de la calidad de las universidades en América latina tuvieron diferentes grados de institucionalización según los países. Reconocemos como un rasgo común para la región que la puesta en marcha de los procesos políticos y técnicos necesarios para instalar el funcionamiento de nuevas agencias evaluadoras y acreditadoras de la calidad universitaria resultó desordenada, debatida y por demás compleja.
En la Argentina en particular, el debate por el tema de la calidad de la educación superior comenzó recién hacia el año 1991 como una cuestión a disputar de manera acordada entre actores del Estado–con el apoyo de proyectos internacionales– y las universidades. Este debate se generó, principalmente, en torno al problema de la autonomía universitaria, dado que las universidades públicas consideraron que la conformación de un organismo evaluador de gestión pública generaría un giro en las políticas que modificaría los patrones de la relación entre el Estado y las universidades, afectando su autonomía, ya con rango constitucional.
Estas disputas se fueron controlando a través de convenios sobre estos temas entre el Ministerio de Educación y varias universidades. Finalmente, en el año1995, con la sanción de la Ley de Educación Superior (LES), se creó la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU) como organismo descentralizado con dependencia del entonces Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología. Varias universidades nacionales plantearon ante la Justicia la inconstitucionalidad de la LES, lo que en varios casos fue aceptado en los tribunales de primera instancia pero modificado en las instancias de apelación. Solo quedó firme la inconstitucionalidad –hasta ahora– para la Universidad de Buenos Aires.
Desde entonces, la CONEAU evalúa las universidades nacionales y privadas; acredita las carreras de grado y de posgrado; se pronuncia sobre la consistencia y viabilidad de los proyectos de las nuevas universidades nacionales luego de su creación por el Congreso de la Nación; también, prepara informes de evaluación académica e institucional para otorgar reconocimiento o no –por parte del PEN–a los proyectos de nuevas instituciones universitarias privadas.
La actividad de evaluación y acreditación de las universidades ha cobrado notoria relevancia en el funcionamiento del sistema universitario argentino en su conjunto. A esto ha contribuido que la integración de la CONEAU sea definida a propuesta del Congreso de la Nación (6 miembros), del CIN (3 miembros) y por un miembro a propuesta del CRUP, la Academia Nacional de Educación y el Ministerio de Educación, con la exigencia de que todos tengan antecedentes académicos relevantes. Considero que también ha contribuido a su aceptación que su primer presidente haya sido Emilio Fermín Mignone, por su importante prestigio social con su lucha por los derechos humanos durante la dictadura.
Ahora bien, habiendo atravesado años de experiencia en evaluación y acreditación de la calidad, vale la pena poner en discusión cómo se ha llevado adelante esta actividad y cuáles son los alcances reales en la mejora de la calidad de la educación superior en la Argentina. Ello requiere revisar periódicamente las definiciones previas sobre qué se espera de la educación superior, cómo se define su calidad en el contexto nacional, regional e internacional, cómo se generan los indicadores y estándares de la calidad y hacia dónde se pretende orientar la política universitaria del país.
Estas definiciones deben darse en espacios participativos y reflexivos, en los que se encuentren las opiniones de todos los actores implicados con la educación superior, la gestión educativa y el mundo del trabajo. Al respecto, cabe mencionar un punto central en estos debates y es que todos los cuestionamientos en torno a la calidad de la educación deberían darse con una perspectiva de futuro: ¿qué profesionales necesitamos formar para un futuro todavía indefinido? ¿Qué conocimientos serán necesarios y prioritarios? ¿Cuál es el rol de las universidades en la sociedad del conocimiento? ¿Cómo afecta la globalización a la educación superior en nuestros países del Sur, de América latina?
Uno de los aspectos centrales en este sentido es que la universidad como institución paradigmática de producción y transferencia del conocimiento científico, profesional y artístico, debería constituirse en un agente fundamental de la innovación en nuestras sociedades. Sin embargo, el modo en que se llevan a cabo las experiencias de evaluación y acreditación de la calidad de la educación, muchas veces exige a los actores universitarios conocer y replicar las conductas que se esperan de las instituciones según los estándares establecidos, evitando realizar cambios en el modo de hacer las cosas–en especial en cuanto los contenidos y modalidades de los planes de estudio–para no afectar las acreditaciones de las carreras. Entonces, cabe preguntarse si la evaluación y acreditación de la calidad –tal como se realiza– podría afectar el diseño y la puesta en marcha de las innovaciones en el funcionamiento universitario.
En efecto, nos encontramos hoy con una universidad poco innovadora, tanto en lo institucional como en lo organizativo y en sus modalidades de enseñanza y de investigación. Como hemos analizado en investigaciones recientes en nuestra Universidad Nacional de Tres de Febrero –y que estamos continuando y profundizando actualmente–, una innovación no es un cambio superficial en los modos de hacer las cosas, sino un cambio profundo, que trastoca la particularidad de un aspecto central de la institución universitaria Es decir, plantea una ruptura con lo habitual–lo que implica tensiones, incertidumbres y la conformación de grupos de resistencia–, proponiendo una modificación en las reglas de acción de las instituciones (formales o informales). Este me parece un punto que requiere ser analizado en profundidad cuando se plantea el tema de calidad en el sistema universitario y de los procesos de evaluación y de acreditación. ¿Cómo hacer para que estos procesos sean facilitadores e impulsores de auténticas y válidas innovaciones que tiendan a mejorar sustantivamente nuestras instituciones universitarias?
Por otro lado, en el debate de la calidad es preciso recuperar la concepción del conocimiento como factor decisivo para el desarrollo nacional, para el de la sociedad y para el individual, dando prioridad a los requerimientos de los sectores sociales pobres y poniendo en marcha estrategias efectivamente inclusivas. Esto requiere pensar procesos de convergencia a nivel nacional y de América latina para superar la actual fragmentación y heterogeneidad que existe en los sistemas universitarios, incluso en la Argentina.
En efecto, para todos los países de la región, la creciente demanda de acceso a la educación superior promovió cambios en las estructuras y en las prácticas universitarias, con la inclusión de nuevos alumnos que ya no pertenecen a las elites sociales y culturales. A pesar de estos avances, cabe señalar que el desarrollo de la educación superior en América latina aún presenta un rezago notorio. De acuerdo con estimaciones de CEPAL, basadas en las encuestas de hogar, la matrícula terciaria estaba en 2010 en torno al tercio de la cohorte 18-24 años, cifra que en los países desarrollados es el doble. Además, si bien se incrementó la cobertura, existen muy bajos índices de graduación, y quienes se gradúan son, justamente, aquellos que pertenecen a los sectores medios altos y altos. Es decir, los sectores sociales que corresponden a familias más pobres no logran continuar los trayectos educativos superiores, ni graduarse en la educación superior, excepto en casos muy excepcionales.
Aun en la Argentina, donde la oferta universitaria es pública, gratuita y de acceso irrestricto, la brecha entre quienes se gradúan y quienes no en relación con la clase social sigue siendo amplia, como demuestran varias investigaciones recientes. Justamente en la UNTREF ya hemos publicado un libro sobre este tema–particularmente en relación con Brasil y Argentina– aunque se tratan otros casos de países de América latina, y estamos concluyendo otro sobre esta temática con artículos de varios colegas de universidades nacionales. En Brasil y en otros países de la región el tema es más complejo porque la mayoría de los estudiantes provenientes de sectores sociales bajos –al no poder ingresar en las universidades públicas– estudian en universidades privadas de muy bajo nivel académico y, aunque se gradúen, con esos títulos tendrán menores posibilidades laborales.
Esta realidad pone en debate los problemas de la equidad y su relación con la calidad. En efecto, uno de los principales problemas con los que se enfrentan las universidades argentinas hoy es la diferencia de calidad y preparación que ofrece la educación secundaria según el origen de los alumnos. Por lo tanto, es preciso reconocer la importancia de garantizar que todos los que llegan a la universidad tengan las mismas condiciones de educabilidad para acceder al conocimiento. Educación de calidad implica lograr una articulación entre los sistemas de enseñanza media y superior, para que los nuevos alumnos que logran ingresar a las instituciones de educación superior no encuentren condicionado –de base– su éxito educativo y el desarrollo individual y colectivo. Este tema es uno de los más importantes de nuestra política educativa y las universidades debemos trabajar conjuntamente con la enseñanza media para elaborar alternativas para su superación.
Para concluir, me interesa mencionar algunas bases que considero muy importantes al momento de abrir nuevos temas para el debate en torno a la calidad de la educación superior y el diseño e implementación de políticas para el sector. En primer lugar, deberemos promover –como política nacional conjuntamente con los otros países de la región–la creación de un Espacio Latinoamericano de Educación Superior que incorpore regulaciones y normativas para el control de la ES de carácter transnacional, favoreciendo alianzas estratégicas tendientes a construir una Comunidad Latinoamericana de Naciones (como Unasur u otras) y redes de intercambio y movilidad académica. En segundo lugar, se requiere un incremento sustantivo de los recursos financieros para la educación y para la investigación científico-tecnológica y el diseño de una mejora en su asignación y administración. Deberemos plantearnos alcanzar en ocho-diez años el 9-10% del PBI para la educación y la investigación científico-tecnológica. Esto implica elaborar un gran acuerdo nacional con participación de todos los sectores políticos, sociales y académicos, porque incrementar la participación de la educación y la ciencia implica una gran negociación nacional acerca de dónde se obtienen los recursos para dicho incremento, imprescindible pensando en el futuro del país.
En este mismo sentido, es preciso lograr un aprovechamiento pleno de las NTICs al servicio de una Educación Superior para Todos y pensar estructuras organizativas más modernas y flexibles, que apliquen modalidades de conducción y toma de decisiones de carácter democrático, participativo y pertinente. Finalmente, es preciso un consenso amplio y participativo de cara al diseño y la ejecución de políticas educativas y universitarias para un desarrollo institucional basado en planes y programas de carácter estratégico y prospectivo que atiendan tanto los requerimientos nacionales como –especialmente– los de cada región. Este consenso implica nuevos procesos de evaluación interna y externa de carácter permanente para el mejoramiento de la calidad y de la pertinencia académica y social sobre el conocimiento de las debilidades de los sistemas educativos y universitarios y debida atención de los impostergables requerimientos de la educación del futuro. Es decir, debemos avanzar en el tránsito de una “cultura de la evaluación” hacia una “cultura política e institucional para una gestión innovadora, responsable, autónoma, pertinente y eficiente”. Esto es urgente porque para la educación y la universidad el futuro es hoy.
(*) Es docente universitario, investigador y consultor nacional e internacional en el área de las políticas, la planificación y la gestión de la educación, con énfasis en los últimos años en la educación superior.