Abstención electoral: un fantasma que recorre la democracia chilena
Abstención electoral: un fantasma que recorre la democracia chilena
Por Taroa Zúñiga Silva
El 2 de julio de este año se realizaron, por segunda vez en la historia de Chile, elecciones primarias abiertas para definir candidatos presidenciales. Convocaban a la elección la coalición de derecha Chile Vamos y la coalición independiente de izquierda Frente Amplio. El mismo día, la selección chilena de fútbol disputaba contra Alemania la final de la Copa Confederaciones. Ante la sombría amenaza que representaba esta coincidencia para los anhelos de participación electoral, el ex presidente Piñera declaraba estar “convencido de que los chilenos van a ser capaces de hacer las dos cosas, ver el triunfo de La Roja y participar en estas primarias”.
Las dos convicciones del ex presidente se vieron frustradas: de 13.552.823 electores, asistieron a votar 1.811.411. El 13,2% del padrón electoral. En cuanto al fútbol, durante el primer tiempo del partido, Stindl realizó el gol que definiría la victoria de Alemania sobre la selección chilena. No sólo en estos resultados se ubica la errancia de las declaraciones de Piñera. La abstención en Chile es una tendencia histórica, independiente de eventos coyunturales. Los datos son irrefutables.
En las elecciones municipales 2016 – sin partido de por medio- 9 millones de chilenos y chilenas inscritas en el registro electoral no asistieron a votar. Esto representa un 65% de abstención, la cifra más alta desde el retorno a la democracia, superando el récord alcanzado en el 2012, durante las elecciones municipales, cuando se alcanzó un 56,8% de abstención. Aunque estos dos años representen el tope en cuanto a ausencia de electores, la abstención es una constante en la democracia chilena. Desde el plebiscito de 1988 (que alcanzó el 96,6% de participación), las cifras van en franco retroceso. Solemos hablar de porcentajes de abstención en relación a la participación de electores inscritos en el registro electoral, sin embargo, el porcentaje de ciudadanos con derecho al voto se compone por cualquier chileno o chilena mayor de 18 años, lo que hace pertinente considerar – en cada elección- los porcentajes de población que no participaron en el evento electoral, ni siquiera a nivel de registro. En el siguiente gráfico podemos apreciar el decaimiento de la participación en las seis elecciones presidenciales realizadas desde la victoria del No, que determinó el fin de la dictadura militar en Chile:
Fuente: Elaboración propia en base a datos del Servicio Electoral de Chile e informe del PNUD “Participación electoral: Chile en perspectiva comparada”
En cuanto a eventos electorales no presidenciales realizados desde el retorno a la democracia, el crecimiento del porcentaje de abstención es aún más intenso:
Fuente: Elaboración propia en base a datos del Servicio Electoral de Chile informe del PNUD “Participación electoral: Chile en perspectiva comparada”
Aunque el decaimiento de la participación se ha dado de forma constante y progresiva, se observa un salto brusco en el 2012, año en el que entra en vigencia la Ley N° 20.568, que aprueba el voto voluntario y la inscripción automática en el servicio electoral. Esto implicó la incorporación de 4.500.000 nuevos electores al universo electoral, lo que no derivó –evidentemente- en un aumento de votos emitidos.
Esto ha generado una serie de debates mediáticos en cuanto a los “beneficios electorales” del voto obligatorio y el voto voluntario; en el que personajes como José Miguel Insulza y Alejandro Goic (Vicepresidente de la conferencia episcopal chilena) se han manifestado en contra del voto voluntario, argumentando que la población no se encontraría en condiciones [de madurez] para el ejercicio cívico, mientras que otros sujetos de la vida política chilena, como el diputado Giorgio Jackson y la presidenta Michelle Bachelet han realizado declaraciones que apuntan hacia la consolidación del sistema para lograr la credibilidad de los electores y electoras . Sin embargo, el cambio de régimen electoral no parece ser lo más determinante en el fenómeno de la abstención en Chile. En el 2013, luego del cambio de régimen, hubo 1.321.401 nuevos votantes y 2.624.724 personas que participaban previamente y no lo hicieron ese año. Esto implica un amplio movimiento en la masa de electores, pero no explica la totalidad del porcentaje de abstención electoral.
Mientras sigue el debate sobre la participación y las causas de la abstención rumbo a las presidenciales 2017, la democracia chilena enarbola un 35% de participación en el último evento electoral (la cifra más baja de América Latina). En cuanto a la última elección presidencial, Michelle Bachelet fue elegida por el 62,16% sobre un porcentaje de participación de 43,3% de los electores, lo que se traduce en que el 27% de la población total del país en edad de votar manifestó su apoyo a la actual presidenta a través del voto.
Los resultados de las elecciones presidenciales 2009 y 2013 delatan que hay un porcentaje de votantes que se abstiene de votar en la segunda vuelta, cuando las opciones se limitan a las dos coaliciones de partidos tradicionales – Concertación por la izquierda y Alianza por Chile por la derecha-. La posibilidad de que el Frente Amplio y los candidatos independientes logren movilizar a un parte del 65% de la población que se abstuvo de participar en las últimas elecciones municipales indicaría que el bipartidismo ha llevado a los electores y electoras a un punto de agotamiento que, a estas alturas, socava las bases del sistema vigente: si este se basa en la posibilidad de elegir y más del 50% de la población que puede hacerlo se abstiene, es cuestionable la pertinencia del prefijo demos en la nomenclatura del sistema político chileno.
La débil democracia chilena
Por Roberto Pizarro
Políticos y economistas insisten en la insuficiencia del crecimiento. No se dan cuenta que lo que falta es democracia. Porque cuando la democracia es frágil la sociedad se oscurece, las personas desconfían de las instituciones, la corrupción se generaliza, la delincuencia aumenta. Y, a final de cuentas, la economía se ve afectada y el crecimiento se reduce.
Por eso es preocupante que la democracia representativa esté en problemas en nuestro país. Su debilidad es manifiesta. Lo dice el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Destaca que en las elecciones parlamentarias del 2013 votó apenas el 51% de las personas mayores de 18 años. Y, en las municipales del 2016 lo hizo sólo un 35%. Por cierto, el voto voluntario -instaurado en 2012- agravó una sostenida baja de participación electoral; pero, la caída se venía produciendo desde antes y se hizo más aguda a partir del cambio en la obligatoriedad del sufragio.
La participación electoral en nuestro país es una de las más bajas del mundo. Manifiestamente inferior a América Latina, en que los votantes han alcanzado un 71%; y, también menor al conjunto de los países de la OCDE, que tienen un 64%. El cambio es notable para nuestro país que en los años sesenta era altamente politizado.
No sólo la democracia representativa se muestra débil. También es escasa la organización de la sociedad civil. En efecto, según la última encuesta Auditoría a la Democracia de 2016 del PNUD, los chilenos participan poco en organizaciones voluntarias, que se vinculen a la toma de decisiones locales o nacionales. En promedio, menos de un 10% de los encuestados participa en algún tipo de organización social, sin contar las asociaciones religiosas.
Lo más preocupante es que la baja participación electoral no se distribuye de manera homogénea. Son los jóvenes y las personas de origen popular, de nivel socio económico bajo, los que menos votan. Y ello es especialmente manifiesto en las grandes ciudades del país. Y, cuando no acuden a votar es porque no esperan mucho de la política, no creen en los políticos. Tienen la sensación de que votar no repercute en sus intereses, que sus ideas no son acogidas.
La baja participación ciudadana en las elecciones pone de manifiesto el distanciamiento existente entre las elites y la sociedad, con una creciente desconfianza en las instituciones y en los partidos políticos. Esto se ha acentuado especialmente en los dos últimos años, como consecuencia de los escándalos sobre el financiamiento ilegal de la política y con los hechos de corrupción detectados en carabineros y en el Ejército.
También ha sido evidente en el último tiempo que, las grandes empresas se coluden y engañan a los consumidores; colegios y universidades privadas cierran sus puertas y dejan a los estudiantes sin futuro; las AFP mienten a los ciudadanos con su oferta de pensiones decentes; y las ISAPRES otorgan seguros médicos para su estricta ganancia. A final de cuentas, el discurso complaciente de las elites sobre el crecimiento y la reducción de la pobreza pierde fuerza de convencimiento al abrirse demasiados flancos sobre los abusos del capitalismo chileno.
Por otra parte, la gente participa escasamente en organizaciones ciudadanas para defender sus propios intereses. No existe confianza en el trabajo colectivo. El individualismo que ha instalado el régimen neoliberal lleva a la gente a creer que los canales de participación son solamente para informar o para opinar, pero no para producir cambios. Y eso frena la participación ciudadana. Se prefiere defender estrictamente lo propio antes que arriesgar triunfos colectivos más amplios.
Sin embargo, ha habido también señales que la ciudadanía puede hacerse cargo colectivamente de los problemas que la afectan. Las movilizaciones estudiantiles desafiaron el lucro en la educación; la protesta contra las AFP ha puesto al desnudo la estafa que significa el sistema de pensiones. Pero, en ambos casos, la canalización de las demandas ciudadanas han encontrado tropiezos en la institucionalidad, han sido mediatizadas por el sistema político.
Se abrieron esperanzas con las nuevas organizaciones políticas que nacieron al calor de las movilizaciones estudiantiles del 2011. La constitución del Frente Amplio ha sido un aire fresco para la política chilena. Sin embargo, hasta ahora su fuerza ha sido limitada, con escasa inserción en el mundo popular. Su dirigencia ha preferido embarcarse en disputas personales de poder antes que en la construcción de un camino político claro para terminar con el neoliberalismo y la cultura del individualismo en el país.
Así las cosas, las próximas elecciones presidenciales no anuncian un cambio radical en la participación ciudadana. Todo indica que la gente de clase alta ira en pleno a votar por los suyos. En cambio, las personas más oprimidas por el sistema no parecen entusiasmadas por sufragar. En estas condiciones, la democracia chilena no se verá fortalecida.