Perú: exponen una selección de obras del sur andino peruano de los siglos XVII y XVIII
Colección Pastor: una muestra del arte colonial cusqueño
Por Jorge Paredes Laos
En el Cusco los ángeles no solo tenían alas. Vestían también cascos, sombreros y armaduras, y en sus blancas y lechosas manos cargaban potentes arcabuces. No solo eran deidades, sino también soldados. Las vírgenes, en cambio, eran morenas y llevaban vestidos resplandecientes en forma de cerro, como si fueran montañas de oro; o eran hilanderas de cuerpos pequeños y rostros ovalados; y san José podía ser un hombre joven y paternal que estrechaba con emoción al niño entre sus brazos.
Estos santos, con sus bucles y encajes dorados, estaban cargados de un simbolismo especial. Eran los hijos del encuentro entre ese arte europeo salido de la Contrarreforma y la sensibilidad de un puñado de grandes maestros indígenas que, con una técnica extraordinaria, recrearon en los Andes las imágenes del catolicismo a su manera: las recubrieron de brillo y nobleza. Como si en esas plumas, orlas, tocados y flores, buscaran recuperar un esplendor perdido a través de un arte distinto que jamás fue imitación ni copia, sino la expresión de una mentalidad mestiza surgida a partir de una realidad inédita: la sociedad colonial.
No se sabe, con exactitud, cuántos ángeles arcabuceros se pintaron entre los siglos XVII y XVIII en el sur andino peruano, pero sí se reconoce que estas imágenes, con sus recargadas iconografías, fueron las principales creaciones de ese movimiento llamado Escuela Cusqueña. “Una temática única de la pintura andina que no existe en otro lugar”, asegura Luis Eduardo Wuffarden, uno de los mayores conocedores de arte colonial peruano. Si bien estaban basados en los grabados flamencos sobre el uso de armas de fuego y en las cortes angélicas europeas, estos seres alados tuvieron aquí un fulgor especial. “Los ángeles que se pintaban en Europa eran vestidos y armados a la usanza grecorromana, con espadas y lanzas; en cambio, en los Andes, se actualizó su vestimenta a la manera de las guardias reales españolas de la época de Carlos II, y se les dio un arcabuz, un arma temida que había sido decisiva en la conquista de América”, anota el investigador.
Wuffarden está sentado en la espaciosa cafetería del Museo de Arte de Lima y mira con atención la pantalla de su laptop. Alista la exposición de cerca de 60 óleos de la Escuela Cusqueña pertenecientes a la colección del abogado, diplomático y político Celso Pastor de la Torre. Un conjunto de pinturas de vírgenes, cristos, ángeles y religiosos que están listas para exhibirse, bajo su curaduría, desde el próximo 18 de octubre, en la galería Germán Krüger Espantoso del Icpna de Miraflores.
Se trata, en su opinión, de uno de los acervos privados más importantes de arte colonial andino, no tanto por la cantidad de obras reunidas sino por la calidad del conjunto. “La selección de piezas fue muy estricta y eso demuestra el gran conocimiento que tenía su propietario, quien era un apasionado coleccionista del arte cusqueño”.
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Inicios de la primera década del 2000. Un hombre en silla de ruedas recorre cada noche su colección de arte. Va a cumplir 90 años y está a punto de quedarse ciego, pero mantiene la mente lúcida. Por los amplios corredores de su casa puede todavía ver el Cristo de los Temblores pintado en una tela, ese taytacha negro adorado en el Cusco, la tierra de su madre. Más allá puede distinguir los contornos de un beatífico san José, una imagen de devoción anónima, de mediados del siglo XVIII, que muestra al padre de Jesús abrazando a su hijo en un gesto de inusual ternura, como si por un momento quisiera robarle protagonismo a la virgen María. Y, en otro lado del salón, puede repasar casi de memoria cada uno de los detalles de un gran lienzo firmado por el pintor Diego Quispe Tito, el cual muestra a la sagrada familia camino a Egipto, en un escenario de aves exóticas y palmeras, entre los que aparece un pisonay andino.
Como recuerdan hoy sus familiares, Celso Pastor de la Torre —fallecido en el 2009, a los 94 años— ejerció la abogacía, la política y la diplomacia, pero antes que todo eso, fue un entusiasta aficionado del arte cusqueño. Empezó a coleccionar cuadros desde joven, allá por los años cuarenta. No se sabe con certeza cuál fue la primera obra que adquirió, pero bien pudo haber sido una enorme pintura que muestra el nacimiento de Jesús en el retablo, custodiado por un ángel de alas rosáceas, como un guacamayo. Su hijo mayor recuerda esta pintura puesta en la sala de su casa cuando era niño.
Pastor tuvo una vida agitada como político y diplomático. Fue cuñado del presidente Belaunde Terry —se casó con su hermana Mercedes— y no solo firmó el acta de fundación de Acción Popular, en 1956, cuando este partido peleó en las calles su reconocimiento político; sino también estuvo en el momento del golpe del general Velasco, en octubre de 1968. En el primer y segundo belaundismo, en las décadas de 1960 y 1980, respectivamente, Pastor fue embajador del Perú en Washington y convirtió nuestra sede diplomática en una galería de arte.
Por esa época, adquirió la mayoría de sus obras. Era un tiempo en que el arte cusqueño colonial era visto todavía como algo menor, como una especie de copia decadente de las estampas y pinturas europeas medievales o renacentistas. No es difícil pensar por ello que él, debido a su labor como embajador, contribuyó con su colección a cambiar esta percepción. En Washington llegó a organizar algunas exhibiciones de sus cuadros. Uno de los ejes de su trabajo fue lo que llamó “la diplomacia cultural”, es decir, llevar las expresiones más importantes de la cultura peruana por el mundo.
Al respecto, se cuenta que Pastor era un habitué de los vernissagesen las temporadas que pasó no solo en Washington, sino también en Madrid y mucho antes en Nueva York, ciudad donde vivió en la década de 1940. En este periodo conoció a varios artistas que después serían célebres, como Jackson Pollock y Mark Rothko, y también logró acercarse a un difícil Salvador Dalí, con quien entabló amistad.
Dalí y Gala pasaban una temporada en la Gran Manzana —alejados de la Europa de la Segunda Guerra Mundial—, y solían vivir en el St. Regis Hotel y comer, una cuadra más allá, en el Lombardy. Era invierno y la espigada figura del surrealista no debió pasar inadvertida, con sus largos cabellos que le caían por los costados de las sienes a pesar de la incipiente calvicie y por el extravagante bigote enroscado debajo de la nariz. Así dicen que lo vio Pastor una noche de invierno, sentado en el Lombardy. No se sabe cómo se conocieron, pero, años después, Dalí lo invitó a Barcelona a una exposición, y le regaló una pequeña obra.
Otro de los grandes amigos de su vida en Estados Unidos fue Lester Cooke, el célebre curador de la National Gallery of Art, quien se convirtió en un entusiasta difusor de la Escuela Cusqueña, la que consideraba un movimiento mayor surgido en el continente americano. Otro fue el director de la misma institución, J. Carter Brown, quien vino a Lima invitado por el propio Pastor a inicios de los ochenta. La idea era organizar una exposición de la Escuela Cusqueña en la capital estadounidense, pero el proyecto nunca llegó a realizarse. Es, en ese contexto, en que un jovencísimo Wuffarden, quien entonces firmaba artículos para el diario La Prensa, conoció al diplomático peruano.
Los ángeles como soldados del cristianismo fueron las pinturas más recurrentes en los Andes.
“Lo conocí superficialmente porque él ya era un hombre mayor y yo empezaba a interesarme por estos temas —cuenta el curador—, pero sí noté el gran entusiasmo que tenía por la pintura cusqueña, se podía quedar largo rato hablando sobre este tema”.
El proyecto que sí realizó Pastor fue presentar su colección en tres exposiciones en España, en 1999, en Córdoba, Sevilla y Madrid. Como documentos de aquellas exhibiciones han quedado el libro Perú: fe y arte en el Virreynato, que él firmó junto con el recordado historiador Luis Enrique Tord, y en el que entrega sus impresiones sobre la pintura cusqueña; y algunas elogiosas reseñas aparecidas en El Cultural y en el diario El País.
Era un sueño cumplido para un hombre que había dedicado gran parte de su vida al estudio y la recuperación de estas obras. Hoy, casi dos décadas después, sus descendientes cuentan esta historia con emoción, y esperan refrendar este legado en la próxima exposición que se inaugurará en Lima. Será la primera vez que el público local podrá ver el conjunto de la colección.
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“Yo creo que la clave del arte virreinal está en la recreación de los modelos europeos pero con un margen muy grande de originalidad. Es, digamos, una copia creativa que se adapta primero a los materiales locales, y luego a la realidad ideológica surgida en la Colonia”, explica Luis Eduardo Wuffarden.
Así surgió un grupo de grandes maestros nativos que pertenecían a familias indígenas que a mediados del siglo XVII ya habían adquirido cierto prestigio en la estratificada sociedad cusqueña. Pintores que fueron prácticamente adoptados por las órdenes religiosas, entre los que destacaban los nombres de Basilio Santa Cruz Pumacallao —quien decoró la catedral de acuerdo a los gustos estéticos de De Mollinedo—; y Diego Quispe Tito, quien trabajaba en la iglesia de San Sebastián. En sus obras de inspiración flamenca, él colocaba con orgullo el título de ‘Inga’, palabra que lo emparentaba con el glorioso pasado del Tahuantinsuyo.
En medio de ese “Renacimiento inca”, como lo llama Wuffarden, se expandió un arte que tomó variados elementos europeos: del manierismo italiano, del barroco de la Contrarreforma, el arte de los grabados de Flandes y del tenebrismo español. Esa amalgama de técnicas se fue cocinando con el transcurrir de los años hasta que surgió algo original. “Todos estos elementos se entremezclaron selectivamente y se transformaron hasta llegar a lo que fue la Escuela Cusqueña típica que se consolidó en la primera mitad del siglo XVIII”, afirma el curador. Una pintura que desdeña la perspectiva occidental y que es más bien plana, preciosista, y que adopta la técnica del sobredorado o “brocateado”, una práctica que había caído en desuso en Europa, pero que aquí, en los Andes peruanos, tuvo un inusitado apogeo. En la colección Pastor destaca, por ejemplo, un cuadro firmado por Marcos Zapata —un artista que había castellanizado su apellido nativo Sapaca—, y que representa a una Virgen Dolorosa cuyo manto parece refulgir en una textura marcadamente realista.
GRANDES OBRAS
Las pinturas de este acervo particular han sido difundidas de manera individual en exposiciones y libros, y es la primera vez que estos cerca de 60 lienzos se exhibirán en conjunto en la muestra titulada Pintura virreinal en los Andes. Colección Celso Pastor de la Torre. La exhibición va del 18 de octubre al 10 de diciembre en la sala Germán Krüger Espantoso del Icpna de Miraflores. El ingreso será libre.
ESPÍRITUS, RAYOS Y CERROS
Si algo define lo que se conoce como barroco andino es su profusión de detalles iconográficos. La figura más recurrente es la de la Trinidad, esos cristos tricéfalos que aparecen sobre la cabeza de vírgenes o santos, que aludían a Dios, al Hijo y al Espíritu Santo, es decir, a tres seres en uno. Otra simbología reiterada en los óleos del apóstol Santiago —el santo de la Conquista— es la que lo vincula con el rayo: si en España se creía que este personaje galopaba por el viento y hacía tronar los cielos, aquí se le asoció con Illapa, el dios andino de ropas brillantes que propiciaba las lluvias y las cosechas. Y en cuanto a las imágenes marianas, existen múltiples teorías por la profusión de Vírgenes con mantos triangulares, lo que se ha asociado a la forma de los apus. Aunque en Europa ya existían estas imágenes con mantos protectores, aquí se agregaron elementos que aluden a los brocados indígenas, o incluso los atuendos se fueron transformando en rocas, como minas, en cuyo interior había personas, animales y plantas. A pesar de las múltiples influencias europeas, los artistas locales se valieron de adornos, de decorados con flora y fauna propia, para dar a entender que este era, definitivamente, un nuevo mundo.