¡Que viva México! – Por Alfredo Molano Bravo

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“Que viva México, que viva mi patria, que vivan los hombres de gran valor; que viva Benito Juárez, que fue el segundo Libertador”.

Corrido antiguo (No se encuentra en Google)

México está metido en mi alma desde niño. Antes de saber que era un país, supe de México como si fuera parte de la vereda donde nací. Y fue porque Graciela y Dora, las empleadas del servicio que antes se llamaban muchachas, cantaban rancheras. O quizá las tarareaban –tono más íntimo–. Las llevo vivas a todas. Las oigo en mis recuerdos en los corredores de la hacienda, en la cocina, en el cuarto de planchar.

“Aquí vine porque vine a la feria de las flores… No hay cerro que se me empine ni cuate que se me atore” cantada por Jorge Negrete, adoración de ellas. Su pieza –olía a agua de alhucema– estaba llena de recortes de revista con imágenes de charros. Juan Charrasqueado era tan mentado como Gaitán. “Por la lejana montaña va cabalgando un jinete”, cantado por Pedro Infante o por Miguel Aceves Mejía, que rivalizaban por falsetes de 20 segundos.

Teniendo yo caballo y montañas, pues se me fueron colando sin saber esas letras y esos sones. Por Adelita, la mujer que el sargento idolatraba; La Cucaracha, que no podía caminar sin marihuana, fue entrando la Revolución Mexicana y con ella Pancho Villa montado en Siete Leguas, el caballo que más estimaba, con quien Antonio Aguilar –gran montador de potros– me llevó a la Estación de Irapuato, donde cantaban los horizontes. Monté en Grano de oro, el caballo que Villa nombró coronel. Conocí a Gabino Barrera, a quien mataron mientras le echaba vivas a Villa, y a Lucio Vázquez, a quien le dieron tres puñaladas entre la espalda y el corazón. Y por ese camino caminé con Heraclio Bernal, Benjamín Argumedo y el gran Felipe Ángeles, artillero de la División del Norte.

Fui creciendo con cantantes y canciones hasta toparme con Amparo Ochoa, la muy dolida, en el Barzón. Capando colegio me vi todas las películas de Cantinflas; todas las de María Félix, la Doña, y a Pedro Armendariz en El indio. Ahí estaban los pasos que me hicieron dar Mariano Azuela con Los de abajo, Carlos Fuentes con La región más transparente y con La muerte de Artemio Cruz. Y en ese camino me emboscó Rulfo, me hizo prisionero de su ritmo, de su palabra simple y profunda, de su música hecha de viento y polvo. Rulfo me resuella al oído cuando escribo. Me araña y hace sangrar mis letras en Comala con Pedro Páramo, y me pela las manos con la piedra cruda de Lubina. “Por cualquier lado que me mire” está Rulfo. Lo confieso. “Yo no lo sé de cierto, pero siento” que Sabines con sus muertos a las espaldas también se entró en mi corazón para quedarse y enseñarme “cómo vivir al día” como en Los amorosos. Más tarde me gocé y me gozo a Chespirito en todos sus personajes.

¿Cómo, entonces, no amar a México? ¿Cómo no amarlo si he vivido tanto tiempo en sus canciones y en su poesía? ¿Cómo no recordar Chiapas, a donde fui a buscar la máquina de escribir del subcomandante Marcos? ¿O Zacatecas, desde cuyas lomas lloré la perdida batalla de Celaya donde fracasaron Villa y Ángeles? ¿Cómo no sentir que hoy se abre de par en par la tierra de Morelos, gobernada por Juárez y peleada por Zapata? ¿Cómo no sentir en cuerpo y alma los dolores y las penas del pueblo mexicano, tan grandes todas como es todo en México? ¿Cómo no odiar esa gigantesca placa subterránea que con una precisión monstruosa golpea un 19 de septiembre para volver a golpear, moviéndose artera, otro 19 de septiembre?

¿Cómo no sentir el derrumbe de los viejos caserones de Coyoacán, donde oí reír tantas veces a Antonia y cantar en sus parques a la gente que pasea? ¿Cómo no sentir miedo al pensar que las paredes donde viven los frescos de Orozco, Rivera y Siqueiros se habrían podido derrumbar? ¿O que se deshiciera la Casa de los Azulejos con todo y los orificios de las balas que dejaron los revolucionarios del 17? ¿Cómo no estar presente en el dolor y el miedo sueltos por las colonias Condesa, Del Valle, Roma, Centro y Xochimilco? Parecería como si todo México viviera un largo primero de noviembre con sus flores y sus Catrinas.

Aunque la niña Frida Sofía nunca haya existido, el mundo la lloró, tal como lloró a Omayra Sánchez atrapada por otros hierros retorcidos en Armero. Quizá Frida, como Omayra, serena y con los ojos húmedos, llamó a la mamá y soñó, ahogándose, salir triunfante de aquel infierno.

Somos hermanos de México, hermanos dentro de la misma piel amenazada: “En el alto de la montaña –termina el corrido– el león yankee rugiendo está, al ver que el águila mexicana nunca ha perdido ni perderá”.

(*) Sociólogo, periodista y escritor /colombiano.co

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