Uruguay: El poder político, la renuncia al cambio – Por Eduardo Camin

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Uruguay del cual muchas veces hemos destacado toda una serie de valores democráticos, de índices macroeconómicos que daríamos envidia al propio primer mundo, que cuenta desde tiempos inmemorables un caudal de leyes propias de gran fuste internacional, de sus bajos índices de corrupción, etc. Pero que desde hace tiempo arrastramos algunas incertidumbres que nos hacen dudar de la vitrina que exponemos y la realidad de su contenido, es decir, que se vende más humo del que fabricamos. Por lo tanto, comienzan las dudas. Dudas en la gestión de algunos entes autónomos,(con consecuencias para el vice-presidente) dudas en la planificación y eficiencia del sistema de salud, crisis permanente en la enseñanza, una violencia real inusitada en el país, pero que según las autoridades esta “estadísticamente controlada”, agravada además con la presencia de algunos personajes poco recomendables ligados al mundo de las drogas como un reciente mafioso italiano y dudas en cuanto al control financiero de algunas inversiones poco transparentes, como corolario de todo esto que se arrastra desde hace algún tiempo se crea una valoración deficiente del paisaje político en general. Claro también se nos dirá como suele ocurrir muchas veces que hay países peores, o que hicieron los gobiernos anteriores. Pero después de tres gobiernos de “izquierda” sería bueno ver como se está volviendo al punto de partida, al menos en la percepción de muchos militantes de la fuerza política del gobierno.

El poder, y en especial el poder político, se deben caracterizar por la discrecionalidad, no por la impunidad, y en ello va la diferencia. Pero ser discrecional implica abordar el problema desde la única dimensión posible de hacerlo: la dimensión ética. Si anulamos este componente, las decisiones políticas se transforman en decisiones tecnocráticas y administrativas cuyo resultado no puede ser sino mantener los problemas y agravarlos.

Con diferentes matices, se afianzó en todas las fuerzas del gobierno la idea de que la Revolución Social es irrealizable – o lo es solo a muy largo plazo, tan largo que no sabremos si aún existirá el planeta para realizarlo-, por lo que es pertinente adaptarse a las reglas del capitalismo y tomar distancia del pensamiento y los programas que dieron origen a la fuerza política que los llevo al gobierno.

Algunos renunciaron al socialismo, por oportunismo, mientras que otros diluyen su esencia y lo convierten en una especie de capitalismo idílico, dentro del cual será posible satisfacer los intereses del conjunto de la nación. Argumentando además que a lo que más se puede aspirar es a moderar los excesos de las políticas antipopulares y que los oprimidos deben seguir cediendo paulatinamente, porque corren el riesgo de perderlo todo.

Según los propulsores de estas corrientes de pensamiento, aquellos que no renuncian a la construcción del socialismo, están aferrados a ideas obsoletas y son incapaces de interpretar la realidad circundante, en definitiva, unos trasnochados que aún no comprendieron nada, pero ¿quién, tiene realmente una interpretación moderna y científica de las tendencias mundiales?

Desde hace más de dos décadas los ideólogos del capitalismo lanzaron una ofensiva mundial para despojar a la izquierda de dos de sus estandartes históricos, democracia y derechos humanos, los cuales han sido incorporados como supuestos elementos compatibles con el capitalismo y el neoliberalismo.

En la actualidad, frente a los síntomas de incremento de la crisis económica, política y social, pretenden nuevamente tomar la iniciativa para mediatizar otros reclamos populares. Ahora hablan de un Estado redistribuidor y de la necesidad de políticas sociales que promuevan el desarrollo humano, al tiempo que condenan la desigualdad y la pobreza. ¿Acaso no nos explicaban hasta hace poco que la economía imponía un límite? ¿No nos decían que ese límite hacía inevitable que una parte creciente de nuestras sociedades quedase condenada a un eterno estatus infrahumano? ¿Cómo explicar que nuestro subcontinente es el que registra el mayor índice mundial de crecimiento simultáneo de la riqueza y la pobreza?

Si hay más riqueza: ¿por qué tiene que haber mayor pobreza? ¿Será cierto que la economía impone tal límite al desarrollo humano o es que el límite lo impone el deseo de elevar las tasas de ganancia a cualquier costo?

¿Es este el entorno «moderno» de que nos hablan, que le permitirá al progresismo construir el país productivo con justicia social y desarrollo sostenible?

De ahí que está claro que necesitan un discurso diferente, pero que no altere, ni modifique el patrón de acumulación. Lo vemos en algunas declaraciones de los neoliberales renovados estilo Danilo Astori “capo de la economía uruguaya” que con su lenguaje tecnocrático ha criticado en el pasado algunas de las consecuencias más evidentes del modelo, pero que en la práctica siguen defiendo su esencia: la macroeconomía y el mercado.

¿Es esto posible? ¿Es realmente posible compatibilizar el culto a la macroeconomía y el mercado, con la redistribución de la riqueza? Llamemos a las cosas por su nombre: el mercado no es ente redistribuidor y la macroeconomía, es un eufemismo para esconder la siempre creciente elevación de las tasas de ganancia de las transnacionales, que constituye su único objetivo.

Si los propios ejecutores del neoliberalismo dicen engañosamente que comienzan a buscar «un modelo alternativo», las opciones del gobierno progresista son claras: una es seguir el liderato ideológico conservador e intentar ganar espacios dentro del diseño de recambio, mientras que la otra es desarrollar sus propios análisis, y discursos para articular “un programa genuino”. En esta nueva fase del capitalismo no crece la interdependencia, sino que se agudiza y profundiza la dependencia de los países subdesarrollados.

En la era del neoliberalismo, los Estados caen bajo el control de élites super privilegiadas asociadas al capital financiero internacional, cuyos intereses se distancian cada vez más de los del conjunto de la nación. Este fenómeno contribuye a provocar en permanencia las crisis políticas que vive el Mercosur. Por una parte, el Estado pierde objetivamente capacidad para adoptar sus propias decisiones y, por la otra, los grupos gubernamentales son cómplices y conscientes de las políticas antinacionales. Como consecuencia de este proceso, en el plano interno se acrecienta la disociación entre el poder real y las instituciones legislativas, ejecutivas, judiciales que supuestamente lo ejercen. Estas tesis plantean que no hay otra opción: lo único posible es funcionar dentro del sistema, para intentar mejorarlo; pero lo que objetivamente ocurre es que son asimiladas, aplican las políticas neoliberales y entran en contradicción con su pasado, sus programas y sus bases.

Por este motivo, el gobierno progresista que supuestamente tiene un enfoque moderno de las nuevas realidades debería estudiar seriamente cómo el neoliberalismo altera el sistema político dentro del país, para evaluar adecuadamente el valor real – más allá de la simple cosecha electoral-, cuando se carece de un proyecto de poder real.

De lo contrario, seguirán siendo ellos los que tienen una lectura equivocada de la realidad y continuarán midiendo los resultados de su gestión política por parámetros obsoletos o engañosas campañas de marketing publicitario. Ese camino conduce a administrar o co-administrar la crisis del capital en beneficio de los capitalistas y a cargar con los costos que a ellos les corresponden.

El capitalismo, en su fase neoliberal, demostró ser un sistema basado en el incremento sin límites de la desigualdad y la marginación, que beneficia exclusivamente a las trasnacionales y las élites locales a ellas asociadas. El combate frontal contra el neoliberalismo es una tarea impostergable, porque mientras más avance más desintegradas quedarán nuestras naciones. Lo demás es pura distracción.

(*) Periodista uruguayo. Jefe de redacción internacional del Hebdolatino, Ginebra.

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