Chile: Universidad confesional y país pluralista – Por Manfred Svensson y Claudio Alvarado

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

“Vivimos en un Estado laico, y a veces se nos olvida”, comentaba hace un tiempo el entonces candidato presidencial Alberto Mayol, para justificar el trato restrictivo que tal tipo de Estado tendría que otorgar a las universidades confesionales. Con los problemas reales y serios que tiene nuestra educación superior, sorprende que esta discusión resurja cada cierto número de meses. Pero por lo mismo, no está demás volver a explicar lo impertinentes de estas extendidas objeciones.

Cuando Mayol profirió esa declaración, la discusión en nuestra prensa era porque la UC (Pontificia Universidad Católica de Chile) incurrió en el atrevimiento de no permitir un acto de orgasmo colectivo en su establecimiento. Que sepamos, para tal prohibición ni siquiera hacía falta invocar su carácter de católica, sino que bastaba con que invoque su carácter de universidad: un espacio libre para el cultivo del conocimiento y la confrontación de ideas, pero no por eso pertinente para cualquier práctica que a uno se le venga en gana.

Hoy la discusión responde a razones más serias: la aprobación del aborto como derecho legal exigible (aquello que algunos insisten en llamar “mera despenalización”) ha conducido a la pregunta por la legitimidad de que ciertas instituciones se nieguen a practicarlo. Algunos alumnos se muestran sorprendidos porque su universidad tiene un ideario, como si su nombre de “católica” fuese ambiguo; otros creen que tiene un ideario, pero uno que ellos podrían intervenir a su arbitrio, como si su título de “pontificia” fuese un simple decorativo. Apenas parece necesario hacerse cargo de quienes ignoran aspectos tan básicos de la institución en la que se matricularon.

De lo que sí parece necesario hacerse cargo es de las objeciones contra la idea de una “conciencia institucional”. Es esa la fórmula que se instaló en nuestra discusión para pensar sobre la legitimidad de una objeción distinta de la individual. El más vociferante opositor de esta idea ha sido Agustín Squella: para él la idea de una conciencia grupal solo sería un modo de suplantar la conciencia de otros miembros de dichas asociaciones. Solo habría, como repiten muchos otros, conciencias individuales. Este refrán se ha repetido hasta el cansancio, pero sin prestar atención alguna a los argumentos que se ha ido acumulando en su contra. Después de todo, la idea de un actuar grupal ha sido objeto de reflexión de destacados pensadores durante la última década: Groups as Agents, de Deborah Tollefsen, y Group Agency, de Christian List y Philip Pettit, son dos ejemplos destacados. Harold Laski había hablado hace ya un siglo sobre “la personalidad de las asociaciones” para abordar estos problemas. Lo menos que cabría pedir a quienes repiten el mantra de la sola conciencia individual, es que se enteren de la existencia de estos debates.

Pero no se requiere particular compenetración con estos autores para entender lo que está en cuestión: de las instituciones esperamos que declaren su ideario, sus programas, su visión y misión; les pedimos luego que muestren conciencia social y conciencia ecológica. Hasta ahí nadie suele alterarse y reclamar contra el lenguaje antropomórfico. Pero si alguien se molesta por la palabra “conciencia”, al parecerle demasiado metafórica, simplemente cabe pedirle que se replantee la pregunta sin tal palabra: ¿Sólo los individuos pueden negarse a hacer algo, o también los grupos? ¿Sólo los sujetos individuales tienen metas y propósitos, o éstos se observan también en comunidades y asociaciones? ¿Sólo existen fines individuales, o también puede hablarse de objetivos colectivos, concediendo a las instituciones las herramientas para efectivamente preservar dichos fines?

Inclinarse por la primera alternativa es ignorar de un modo craso la dimensión social de nuestro actuar. Si queremos individuos libres, tenemos que permitir libertad precisamente para la concreción colectiva del actuar humano, pues muchos de los bienes que buscamos libremente solo pueden ser perseguidos mediante las asociaciones que los individuos crean para tal propósito. El conocimiento y el cultivo de la cultura son bienes que típicamente buscamos junto a otros, y en asociaciones que no pueden reducirse a la simple suma de sus integrantes individuales.

No deja de ser paradójico que los mismos que critican el carácter individualista de nuestra sociedad no adviertan cuán contradictorio resulta tal alegato con su postura en estas materias. Reducir el pluralismo a la posibilidad de que cada uno pueda oponerse a las instituciones en las que se encuentra da cuenta de un pensar confuso: las sociedades complejas son precisamente sociedades en que más de una lógica se está desplegando simultáneamente.

El último refugio de quienes impugnan las universidades confesionales se encuentra en el financiamiento. Éstas tendrían todo el derecho a obrar como quieran, pero sin dinero del fisco. En crasa formulación de tuitero, habría que rechazar el intento de estas universidades por ser “públicas para pedir plata, pero católicas para todo lo demás”. Pero este argumento, si cabe llamarlo así, imagina los dineros fiscales como una realidad caída del cielo para apoyar los fines que se esté fijando el Estado. Lo cierto es que el dinero proviene de los contribuyentes de una sociedad plural, y entonces es natural que se oriente también a financiar la pluralidad de proyectos que surgen de la sociedad civil (y esto es particularmente cierto para proyectos tan onerosos como universidades complejas).

No está de más recordar aquí que las universidades confesionales como hoy las conocemos no son un simple resabio medieval. Tanto en Europa como en América son un producto del tardío siglo XIX, una respuesta y a la vez una integración a un mundo que ya había vivido las grandes transformaciones modernas. El eterno retorno de la pregunta por la legitimidad de las mismas no obedece a una deuda pendiente con nuestra laicidad –Chile tiene en esto credenciales bastante aceptables–, sino a la razón opuesta de la imaginada por Mayol: el Estado secular, y a veces se nos olvida, es compatible con el desarrollo de proyectos rivales; pero para eso tiene que ser invocado como más que mantra.

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