La balada de Elpidio Valdés – Por Silvio Rodríguez

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La balada de Elpidio Valdés – Por Silvio Rodríguez

A finales de 1961 yo estaba de aprendiz de dibujante en la revista Mella. Había llegado allí cuando la enseñanza secundaria no se había reactivado del todo, tras la recién concluida Campaña de Alfabetización. Embullado por mi padre, me había presentado en la publicación con algunos dibujos bajo el brazo y resultó que mi ídolo, el gran Virgilio Martínez, hizo colocar una mesa al lado de la suya, para que desde aquella posición privilegiada aprendiera en qué consistía el arte de la historieta. Tiempo después, cuando las secundarias reabrieron puertas, decidí matricular en la sesión nocturna, porque durante el día, en los dos años siguientes, no hubo quien me sacara de mi rincón del Mella. Allí, en la calle Desagüe números 108 y 110, miliciano e imberbe, incluso viví la Crisis de Octubre del 62.

La revista, que después se convirtió en semanario tabloide, tenía una sección donde se publicaban cartas, artículos y dibujos de los lectores. Casi todas aquellas colaboraciones me pasaban por las manos y recuerdo que un día presté atención a unos dibujos humorísticos que, por su calidad, estaban siendo procesados para ser publicados. Se trataba de la colaboración de dos adolescentes hermanos, nativos de la ciudad de Cárdenas. Uno de aquellos chistes era un soldadito con casco alemán de la primera guerra, estilo Káiser, trepado a un cañón y presto a dispararlo hacia la punta de un tabaco que apretaba entre los dientes. Lo firmaba un tal Juan Padrón.

En 1964 me tocó el servicio militar y alguna vez que pasé por el Mella, ya con el uniforme, me encontré allí con Padroncito (que era Juan) y también con su ingenioso hermano Ernesto. Ya por entonces había dado yo con la guitarra, compañera que estaba cambiando radicalmente mi destino, aunque todavía no me daba cuenta. Pero aun cuando comenzaba a prestar más atención a mis cuerdas empatadas, continué siendo un rastreador y lector infatigable de dibujos e historietas, deleite que todavía conservo.

Así, primero porque lo había visto surgir y después atrapado por el magnetismo de su talento, le fui siguiendo el hilo a Padroncito, cada vez sorprendiéndome por la calidad creciente de sus dibujos y por la frescura de sus ideas. Y de hecho me convertí en uno más de los cientos de miles de admiradores de las venturas y desventuras de verdugos, vampiros y piojos. Por entonces me llamó la atención lo de los piojos, porque era un tema que le facilitó regresar al tipo de muñeco que hacía al principio: una cabezota redonda sobre un cuerpecito menudo. Como cualquier lector especulé sobre los posibles orígenes de aquellos bichos y exploré las variantes en las que la imaginación picarona del cubano los iba ubicando. Justo cuando ya comenábamos a llamarlos ladillas, maldecí y deploré, como muchos, el uso imbécil del Escabicín seudoideológico con el que pretendieron fumigarlas.

Tiempo después supe que Padroncito estaba en el ICAIC, haciendo dibujos animados. Era increíble: primero coincidir en el Mella y ahora en el ICAIC. Y un buen día, cuando solo habían salido unas pocas aventuras del coronel Valdés, se me apareció en la casa y me dijo que quería que le compusiera una balada para aquellas aventuras.

Nunca supe bien por qué lo de balada. Él le decía balada y yo pensaba todo el tiempo en un son originario, salvaje, tratándose de un mambí oriental como Elpidio. Con tal concepto en mente rastreé por Cayo Hueso a un negro viejo al que había escuchado tocar la marímbula y le pedí a Jesús Ortega una vihuela. Difícil me fue afinar la vihuela: seis cuerdas pareadas y para colmo viejas. Luego pensé que me iba a ser duro hacerle entender al marimbulista la idea de aquel son precario, pero en eso me equivoqué. Tan pronto me puse a sincopar el bajo, el golpe de los flejes se convirtió en su sombra. No había tiempo para retoques, los muñequitos esperaban, y de pronto habíamos terminado la grabación, creo que en la segunda toma. Si no recuerdo mal, Padroncito me ayudó en algo de la letra; cuando menos lo de “gaitos” lo tomé de lo que él decía: uno de los nombretes insurrectos contra las tropas de la corona.

Después de aquel día me quedé con la idea de mejorar el tema y creo que lo hablamos, pero nunca se hizo. La que suena es la misma versión de entonces y con el tiempo he llegado a tomarle cariño. Ahora hasta quizás sea un sacrilegio hacerla con otro músico que no sea aquel viejo incógnito, del que quisiera recordar el nombre y que posiblemente esté descansando ya con su marímbula, su sombrerito y su tabaco.

Muchos años después, una noche en la esquina de Gran Vía y Fuencarral, en Madrid, Juan Padrón estaba parado, conversando con alguien, cuando de pronto, en medio del estruendo de los carros que pasaban, se escuchó una voz gritar: “¡Viva el coronel Elpidio Valdés! ¡Viva Cuba libre!” Padrón empezó a mirar enloquecido a todas partes, buscando de dónde había salido aquello. Pero ya el taxi culpable se alejaba conmigo adentro, muerto de risa y de júbilo por haber podido hacerle semejante regalo en el mismísimo corazón de la antigua metrópoli.


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