Raúl Sendic (h) o la gestión como valor político – Por Rodrigo Alonso y Agustín Cano
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
No hablaremos aquí de Raúl Sendic, hijo. No nos interesa enumerar, una vez más, cada tropezón de su vertiginoso descalabro. No echaremos más leña a la hoguera que lo devora en una plaza atestada de gente. No lo juzgaremos individualmente (y no porque su comportamiento no merezca valoraciones de tipo ético y político, sino porque queremos desplazar el foco). No queremos hablar de Sendic, sino procurar entender la trama de su surgimiento y ocaso.
En el fenómeno Sendic confluyen muchos factores. Está, por cierto, el personaje, de asombrosa habilidad para volverse progresivamente indefendible hasta para sus más esmerados defensores. Está, también, la derecha (sobre todo la derecha pituca), en este caso más que oportunista: ensañada. Está, en efecto, el hecho de que políticos de similares mentirillas y peores usos crediticios no son tratados con igual rigor por los grandes medios de comunicación.
Está el frente interno del Frente, ni lerdo ni perezoso a la hora de devorarse un potencial competidor o, al menos, cobrarse alguna cuenta pendiente. Está, por fin, el reservorio moral de la sociedad que no admite que un gobernante de flagrante engaño continúe en su cargo, tanto más si es un gobernante de izquierda. Todos estos elementos se combinan y producen el probable desenlace de jaque mate. Pero aquí nos interesa pensar el tablero, o mejor: la lógica detrás del movimiento de las piezas.
Raúl Sendic hijo tuvo un ascenso político casi tan rápido como su caída. La necesidad de nuevas figuras para un demorado recambio generacional en el Frente Amplio fue bien aprovechada por Sendic a través de una combinación que se demostró altamente efectiva: un apellido mítico, un pasado de izquierda radical y un presente de gestor vanguardista y modernizador. Apellido y trayectoria eran pruebas incontrovertibles de su condición de izquierda. Pero para lo tercero debía mostrar credenciales. Creyó conveniente tener un título. Lo adornó con medalla de honor. El cóctel se demostró poderoso y la figura de Sendic empezó a crecer. En el ascenso, el apellido y el pasado de izquierda funcionaron como ornamento o cocarda de ocasión, pero también como un pasado que todo el tiempo debía demostrarse pisado. La condición de gestor imponía otras exigencias: anuncios, ritmos, gestos, contactos, lenguajes que dieran cuenta de algo más que titulares relativos al desarrollo en la sociedad del conocimiento. Así nació la Fundación Uruguay 2030. Así se sucedieron episodios con los cuales el futuro vicepresidente daba muestra de madurez política y superación de su pasado radical. Fueron varios los que pusieron fichas en esa apuesta.
Esta combinación de factores en el éxito del fenómeno Sendic se esfuma en los análisis sobre su fracaso. En cambio, éste queda ubicado en el plano personal: Sendic se derrumba por ambicioso, mitómano o incapaz. En el fugaz recorrido del fenómeno Sendic, el debate en torno a él no se caracterizó por su fertilidad. En un primer momento, el de auge, los códigos de la gestión monopolizaban las ideas que se ponían en juego con su presencia. En el proceso de su caída, la discusión giró en torno al señalamiento y cuestión de sus errores personales. La implosión de su figura y su sector precisa ser pensada más allá del personaje. Hay algo del orden de lo sistémico que debe ser explicado. ¿Cómo construye el progresismo sus referentes políticos? ¿Desde qué racionalidades políticas los concibe y con qué discurso los lanza al ruedo?
La marca Sendic se concibió como un universal capaz de representar la unidad entre la razón tecnocrática-empresarial (Sendic gestor) y la razón popular (el enorme peso de lo que evoca su apellido como hombre de izquierda). Sendic no inventó la “razón de la gestión”, sólo quiso anidar en ella. Ésta deviene de la propia semántica de un orden que debe montar la ilusión de un movimiento posible que otorga una promesa, conservadora, de que las cosas pueden cambiar sin alterar lo fundamental. No es que los aspectos relativos a la gestión no deban ser considerados, sino que aquí la gestión-bandera oficia como operación simbólica de compromiso con el orden de cosas. Es un santo y seña de que no se transcenderá la superficie del problema, un eufemismo de lealtad al capital que en el fondo implica la capitulación ideológica y la candidez de creer posible una política abstraída de las contradicciones sociales.
Está el embuste de Sendic (el título, la medalla de honor, los usos de la tarjeta institucional de Ancap). Pero está también, invisible, el embuste en Sendic. El embuste de aquello que, fugazmente, pretendió encarnar: la promesa tecnocrática de resolver, con gestión y eficiencia, los problemas de Uruguay. La mentira que implica sustraer a la política decisiones que se le entregan a la administración. La promesa imposible de un cambio profundo sin conflicto, sin acumulación de fuerzas, sin política. Y ese embuste no le pertenece a Sendic: le pertenece al sentido común del liberalismo progresista que lo catapultó.
Una cosa es la izquierda operando en un terreno despolitizado a fuerza de su propia debilidad, y otra es la izquierda produciendo por sí misma la despolitización. La apuesta a la gestión como valor político es la trampa que encierra la trama Sendic. La migración de la politización de izquierda hacia la gestión despolitizada se presenta (se exige) como metamorfosis; como mutación de militante político a gestor, por fuerza de la ideología dominante que estigmatiza la racionalidad política-militante y legitima, sin más, la del gestor modernizador más allá de las ideologías. Ese es el embuste de partida en Sendic, el que lo catapultó a una carrera fugaz. Un embuste que nos habla, más que de Sendic, del declive de la cultura y el pensamiento de izquierda dentro del progresismo.
Con la caída de Sendic no muere la apuesta a la gestión como valor político. Son varios los ejemplos del elenco interpartidario que dan fe de ello. Esta deriva despolitizadora de parte de la izquierda debe entenderse a la luz de la sombra de derrotas perdurables que aún se proyectan sobre nosotros. Entronizar la gestión asumiendo al capital como el indiscutible esconde una renuncia demasiado fundamental. El fetiche del gestor se nos cuela por el vacío que deja la debilidad y crisis de horizontes de la izquierda. A ciertos presentes es preciso desobedecerlos, no intentar ser su mejor representación.
(*) Integrantes del Comité Editorial del portal web hemisferioizquierdo.uy