Día del niño en Paraguay en recuerdo de la batalla de Acosta Ñu donde masacraron 3500 niños

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Guerra del Paraguay

En la batalla de Acosta Ñu, 3.500 niños paraguayos enfrentan a 20.000 hombres del ejército aliado, lo que se tiene como un acto de heroísmo sin igual. Por la masacre producida, se conmemora ese día como el «Día del niño en Paraguay».

Luego de la derrota sufrida por sus tropas en el combate de Piribebuy, Solano López sintiendo amenazada su retaguardia por las fuerzas que avanzaban por Altos y Piribebuy al mando de los generales Emilio Mitre y José Antonio da Silva Guimaraes, resolvió retirarse dividiendo sus tropas en dos divisiones, una de vanguardia, que confió al general Resquín, y otra de retaguardia, a las órdenes del general Bernardino Caballero.

A las cinco de la tarde del 13 de Agosto se puso en marcha, con rumbo a Caraguatay, donde llegó a las ocho de la noche del día siguiente. De paso, mandó fortificar la entrada de la picada que conduce a dicho pueblo, dejando allí 1.200 hombres, con algunos cañones, a las órdenes del coronel Pedro Hermosa.

El movimiento de la columna paraguaya de retaguardia era, y tenía que ser, muy lento porque seguía el compás de la larga fila de carretas en que iban los bagajes de su ejército. La extrema flacura de los animales de tiro hacía que aquéllas apenas anduvieran. Y así pronto Caballero se vio separado de los suyos, solo, en medio del enemigo, librado a su propia suerte. Era como el escudo del ejército en retirada, contra el cual se estrellaría todo el poder de la alianza.

Recién el 15 de Agosto entró el Conde D’Eu en Caacupé, donde se enteró de la retirada total de las fuerzas paraguayas. Esta noticia lo dejó anonadado y sumido en el desaliento.

Ante la noticia de que una fuerte columna paraguaya se retiraba lentamente por una picada que conduce a la llanura de Barrero Grande, el Conde D’Eu ordenó al Mariscal Victoriano Carneiro Monteiro que marchara rápidamente hacia el pueblo de Barrero Grande, para cortarles la retirada, mientras él caía sobre la retaguardia de los paraguayos.

El mariscal Monteiro se alejó a las dos de la tarde del 15 de Agosto, llegando a su destino a las diez de la noche. Desde allí desprendió una división de caballería, a las órdenes del general Cámara, con rumbo a Caraguatay, que fue detenida por el coronel Hermosa.

A las seis de la mañana del día siguiente se movió el primer cuerpo del ejército brasileño, comandado por el general José Luis Mena Barreto, que acababa de reemplazar al general Osorio.

Dos horas después, el general Vasco Alves Pereyra, que mandaba la vanguardia del ejército imperial, cambiaba los primeros tiros con la retaguardia de Caballero. A lo lejos se escuchaba la artillería paraguaya, que rechazaba en ese momento las cargas del general Cámara en la boca de la picada de Caraguatay.

El Conde D’Eu precipitó la marcha de sus tropas y salió con todas ellas en Acosta-Ñu, sitio donde iba a librarse la batalla. Los paraguayos disponían de unos 3.500 hombres y algunos pocos cañones, y sólo contaba con un batallón de veteranos, el 6º de infantería. El resto eran niños y ancianos. Los niños fueron disfrazados con barbas postizas para que el enemigo los tome por adultos y les presente combate. Su caballería era escasa y en mal estado

El general Caballero extendió su línea de batalla destacando en su vanguardia al coronel Moreno, con dos cañones, y al comandante Franco a la cabeza de su batallón. Dando frente a su enemigo, continuó el retroceso: su única posibilidad era llegar a los bosques de Caraguatay.

Moreno y Franco hubieron de soportar en seguida la presión de nueve batallones y el fuego de numerosas piezas de artillería. Hostilizados en los dos flancos por regimientos de caballería, lucharon con extraordinario heroísmo.

El mismo Conde D’Eu reconoce en su Diario de Campaña “la gran desventaja” con que peleaban los paraguayos, por la manifiesta inferioridad de sus armas. “Nuestros fusiles a lo Minié –dice-llevaban la muerte hasta a sus reservas, al paso que a nuestros soldados más avanzados poco perjuicio sufrían”.

El general Caballero impidió con habilidad que sus fuerzas fueran rodeadas y consiguió llegar a la orilla opuesta del arroyo, donde emplazó la artillería. El Conde D’Eu colocó sus cañones frente al paso y abrió un nutrido fuego contra la posición paraguaya, y ordenó una carga a fondo sobre el puente, que fue repelida.

La batalla llegaba a su momento culminante. Era ya mediodía, y desde el amanecer la lucha no tenía tregua ni descanso. Se produjo una nueva carga y nuevamente fue repelida por Caballero. El cauce del arroyo quedó colmado de cadáveres. Optó entonces el ejército imperial buscar un vado, para evitar fracasar en otro ataque frontal.

Caballero volvió a hacerse fuerte sobre el puente de Piribebuy, conteniendo con todo éxito el avance de sus persecutores. La tarde inclinaba. De pronto los paraguayos se vieron acometidos por la retaguardia, era el segundo cuerpo del ejército brasileño que llegaba. Se trataba de una fuerte columna de infantería, con ocho bocas de fuego, a las órdenes del general Resín, que obligó a dividir las escasas fuerzas de Caballero y a atender dos acometidas simultáneas.

Los veteranos de Franco (muerto en el combate) habían desaparecido, y con ellos el nervio principal de la resistencia paraguaya. No le quedaban sino niños y jinetes mal montados.

Dice Juan José Chiavenatto: “Los niños de seis a ocho años, en el fragor de la batalla, despavoridos, se agarraban a las piernas de los soldados brasileros, llorando que no los matasen. Y eran degollados en el acto. Escondidas en al selva próxima, las madres observaban el desarrollo de la lucha. No pocas agarraron lanzas y llegaban a comandar un grupo de niños en la resistencia”……. “El Conde D´Eu, un sádico en el comando de la guerra,“después de la insólita batalla de Acosta Nú, cuando estaba terminada, al caer la tarde, las madres de los niños paraguayos salían de la selva para rescatar los cadáveres de sus hijos y socorrer los pocos sobrevivientes, el Conde D´Eu mandó incendiar la maleza, matando quemados a los niños y sus madres.” Su orden era matar «hasta el feto del vientre de la mujer».

“Mandó a hacer cerco del hospital de Peribebuy, manteniendo en su interior los enfermos – en su mayoría jóvenes y niños – y lo incendió. El hospital en llamas quedó cercado por las tropas brasilera que, cumpliendo las órdenes de ese loco príncipe, empujaban a punta de bayoneta adentro de las llamas los enfermos que milagrosamente intentaban salir del la fogata. No se conoce en la historia de América del Sur por lo menos, ningún crimen de guerra más hediondo que ese.” (de la misma fuente- Chiavenatto. «A guerra do Paragaui)

Caballero formando un cuadro con sus tropas se defendió como pudo hasta que, dispersados los restos de sus fuerzas, confundido en el tumulto inmenso de la lucha, pudo cruzar, sin ser reconocido, entre regimientos y batallones, llevando en tras de sí a los pocos que habían escapado de la matanza.
La Gazeta


Día del Niño: Lo que se recuerda el 16 de agosto

Googleando, un poco de memoria para nuestro pueblo nos trae el historiador brasileño Julio José Chiavenato en su libro Genocidio Americano. Reproducimos parte de su escrito publicado en un blog sobre la batalla de Acosta Ñu, a propósito del día del niño y lo que se recuerda en esta fecha:
Acosta Ñu fue una de las más terribles batallas de la historia militar del mundo. De un lado estaban los brasileños con veinte mil hombres. Del otro, en medio de un círculo, los paraguayos con tres mil quinientos soldados de 9 a 15 años, ¡no faltando niños de seis, siete y ocho años!
La batalla comenzó por la mañana, en un campo abierto cubierto de malezas, los paraguayos quedaron en un círculo de fuego, sufrieron el ataque por los cuatro costados (norte, sur, este y oeste). Atacados por los cuatro flancos, en una flagrante desproporción de fuerzas de cinco brasileños por cada paraguayo, aun así la resistencia duró todo el día y, aún por la noche, el renombrado Conde D’Eu se tuvo que preocupar por los niños sobrevivientes heridos.
Acosta Ñu es el símbolo más terrible de la crueldad de esa guerra: los niños de seis a ocho años, en el calor de la batalla, aterrados, se agarraban de las piernas de los soldados brasileños, llorando, implorando que no los matasen, y eran degollados en el acto. No pocos empuñaron las lanzas y llegaron a comandar grupos de niños en la resistencia.
Finalmente después de todo un día de lucha, los paraguayos fueron derrotados. Por la tarde, cuando las madres vinieron a recoger a los niños heridos y enterrar los muertos, el conde D’Eu mandó a incendiar la maleza, en el fuego se veían niños heridos correr hasta caer víctimas de las llamas. La resistencia en Acosta Ñú y el sacrificio de esos niños simbolizan perfectamente cómo la guerra se tornó implacable por el lado brasileño que no se avergonzó en matarlos.
Simboliza la conciencia máxima de la defensa de la nacionalidad; la lucha extrema por la independencia nacional, llegando al suicidio de un pueblo que no quiso rendirse para no perder la libertad: la libertad en el Paraguay de la época era un concepto práctico y no una palabra abstracta. Era el Derecho a la Tierra, a la alimentación. En fin, a la autonomía del País.

La información del sur


Lanzan libro sobre el día de los niños

Existen episodios de la historia de un país que no deben repetirse, como las guerras. La batalla de Acosta Ñu durante la guerra contra la Triple Alianza fue muy despiadada y cruel, muchos niños cayeron por defender a la patria. Verónica Abente, una maestra paraguaya, lanzó el libro “Los niños de agosto”, con el fin de contar con un material para leerlo en casa o trabajarlo en las escuelas.

“Como maestra paraguaya siempre busqué libros que hablen de nosotros, de nuestra historia y que quiénes somos, de lo que queremos con nuestros hijos y alumnos; a partir de ahí empecé a soñar con algunos cuentos”, indicó Abente.

En “Los niños de agosto” aparece José, un niño paraguayo que se pregunta por qué el día del niño se celebra en agosto y no en enero, cuando aparecen los Reyes Magos para traer regalos a los niños. Entonces, su padre le cuenta la historia de la batalla de niños de Acosta Ñu y es allí cuando José se da cuenta de que el origen de esta celebración no es porque había que pedir regalos o simplemente porque a su papá se le hubiera ocurrido, sino porque hace mucho tiempo hubo una guerra donde miles de niños salieron a pelear en una batalla muy desigual, muy sangrienta, por la libertad de su país.

En esa batalla cayeron miles de niños y otros tantos quedaron lastimados, lo que obligó a la tropa enemiga a dar por finalizada la contienda. A partir de entonces, cada 16 de agosto se recuerda el día de los niños en Paraguay.

Luego de conocer esa parte de la historia, José tuvo una gran idea: reunió a sus compañeros de clase para hacer una colecta en beneficio de un hogar donde vivían niños con muy pocas oportunidades. Hicieron una gran colecta y fueron allí a festejar el día del niño.

Al respecto, la autora refirió que los niños fueron los protagonistas de la historia, ya que la cambiaron por tener un corazón enorme, y José también lo tuvo. “José tuvo un corazón inmenso, como aquellos niños de Acosta Ñu, hoy día los niños también pueden demostrar que tienen un corazón grande. Dar es más que recibir, es el lema del cuento”, refirió.

El material fue declarado de interés cultural por el Ministerio de Educación y Cultura (MEC). Mabe Andrada se encargó de hacer las ilustraciones llenas de vida y emoción. La empresa Huevos YEMITA apoyó la impresión de los libros, los mismos pueden ser adquiridos en las librerías El Lector, Maita y Vicoli, así como también en Clasiofertas.
Hoy


Épica de lo ImposiblePor Francisco «Tete» Romero*

A la memoria de esos niños hombres,
de esos hombres y de las mujeres paraguayas,
cuyas existencias de coraje permitieron la supervivencia del Paraguay
luego del exterminio del 90 por ciento de la población masculina paraguaya.

La Guerra de la Triple Alianza y el genocidio paraguayo

Hay que desagraviar a la hermana nación paraguaya y a la memoria histórica de nuestros pueblos latinoamericanos por el genocidio del pueblo paraguayo, producido por la Guerra de la Triple Alianza, la que enfrentó a la Argentina, Brasil y Uruguay –a sus gobiernos fuertemente antipopulares y los intereses imperiales británicos- contra el Paraguay, entre 1865 y 1870. Esa guerra tuvo por propósito acabar definitivamente con la única experiencia de desarrollo autónomo de un país sudamericano del siglo XIX, ese Paraguay que tanto para las oligarquías nativas como para la corona británica era un mal ejemplo para el continente, en especial para el Uruguay y las dos últimas provincias argentinas rebeldes, Corrientes y Entre Ríos.

Al término de esa guerra, escribe Julio José Chiavenatto , se había aniquilado a más del 90% de la población masculina paraguaya (el 99% de los mayores de diez años), y sólo quedaban varones de menos de diez años y más de setenta. El Paraguay fue ferozmente saqueado, arrasado y diezmado. Su población pasó de 800.000 a 194.000 personas (fue aniquilado el 75,75% de ella, es decir, 606.000). 180.000 mujeres y 14.000 hombres fueron los sobrevivientes (menores de diez años, 9.800, hasta veinte años, 2.100, y mayores de veinte años, 2.100).

Fue la primera guerra del Estado Nacional Argentino y allí debutó el nuevo ejército que había hecho sus primeras armas apuntando contra los propios argentinos de las provincias, que iban siendo intervenidas una a una, a sangre y fuego –con excepción de Corrientes y Entre Ríos, las dos últimas que resistieron-, luego de la batalla de Pavón –en 1861- y la derrota del proyecto de la Confederación Argentina. El modelo liberal unitario del puerto de Buenos Aires perpetró sanguinarias campañas represivas aniquilando las rebeliones del Chacho Peñaloza y Felipe Varela, asolaron los llanos riojanos y catamarqueños y los coroneles de Mitre arrasaron poblaciones enteras que intentaban una última defensa de sus economías artesanales-regionales, ante la invasión de los productos importados. Triunfaba la civilización y la famosa libre navegabilidad de los ríos. Piedra libre para el libre comercio del imperio británico.

Hay que releer la carta que Sarmiento escribe a Mitre luego de concluida la guerra, en 1872: “Hay que desalojar al criollo como éste desalojara al indio. En cien años del mejor sistema de instrucción no haréis de él un obrero inglés… No debe ahorrarse sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano y es preciso abonar con ella la tierra”.

Hay que releer las páginas de “La Historia” y la prensa oficial –la de La Nación- que en la Argentina comienzan con Mitre –y su antecedente es el “Facundo” de Sarmiento-, que presentaba al Paraguay como el foco del atraso gobernado por una “monstruosa dinastía de dictadores” al que era preciso “liberar a través de una cruzada civilizadora de sus vecinos” para incorporarlo a los beneficios de la modernidad. Ésta es una de las mayores falacias de la Historia de América del Sur.

Hay que reivindicar que hacia 1865 el Paraguay, gobernado por Carlos Antonio López, y su hijo Francisco Solano López –hombre dueño de una cultura deslumbrante que hablaba cinco idiomas, como escribe nuestro comprovinciano Vidal Mario en su libro Alianza para la muerte-, poseía astilleros, navegación a vapor, Altos Hornos, fábricas metalúrgicas, de arsenales, ferrocarriles, líneas telegráficas eléctricas que unían Asunción con Paso de la Patria y era la única nación de América Latina que no tenía deuda externa y era acreedora de Alemania y Rusia. Fomentaba además la educación pública y gratuita y el porcentaje de analfabetos era uno de los más bajos de la región. No había universidades, pero sí escuelas normales para la formación de docentes.

Hay que revelar que por el contrario, Brasil, uno de los países de la “cruzada civilizadora”, era el último imperio esclavista de América, gobernado por una dinastía coronada ante una población cuya gran mayoría no gozaba de los más elementales derechos humanos. En el Paraguay no había un solo esclavo, pero en Brasil había dos millones. Pero el diario de Mitre –escribe Felipe Pigna- decía que el Imperio del Brasil iba a fundar con la Argentina la democracia en el Paraguay, porque era una nación liberal. Y hay que decir que nosotros, el otro libertador, estábamos gobernados por un poder impuesto por la ciudad puerto al resto del país por la violencia. Porque nadie votaba en esos años 60 del siglo XIX y la mayoría de la población no accedía a la educación elemental y estaba muy por debajo de los niveles básicos de la subsistencia.

El Paraguay constituía entonces un austero pero valeroso y coherente modelo de capitalismo de Estado. No es cierto tampoco que Paraguay viviera aislado. Sus proyectos de infraestructura fueron logrados con la importación de maquinaria y técnicos ingleses. La diferencia estaba en la decisión del gobierno paraguayo de utilizar la técnica importada en el desarrollo nacional, que estaba en vías de concretarse en 1865. Comparado con los de sus poderosos vecinos, sus logros eran notables.

En Ibicuy, por ejemplo, se construyeron una de la primeras acerías y fundiciones de América Latina. Lo que sucede es que desde la época de Gaspar Rodríguez de Francia, el Paraguay intentó establecer un comercio directo con las potencias europeas, pero debió enfrentar la oposición liberal porteña, que a pesar de proclamar la libre navegabilidad de los ríos, le negaban la libertad del Río de la Plata, el Paraná, el Uruguay y el Paraguay, como vías internacionales. Este intento frustrado llevó a los productores paraguayos a imponer el proteccionismo y desembocó, como dice el historiador norteamericano Horton, en una especie de monopolio del comercio exterior por el Estado. Encerrado de ese modo, se fue consolidando en el Paraguay un país en el que el Estado jugaba un rol protagónico, con un modelo de propiedad muy particular basado en las “Estancias de la Patria”, de propiedad estatal, que explotaban monopólicamente los rubros más rentables de la exportación: la yerba y el tabaco. No había desocupados ni grandes terratenientes porque no había latifundios, por lo tanto tampoco grandes fortunas, con excepción de la familia López. Los modelos brasileños y argentinos representaban todo lo contrario.

Los progresos del Paraguay merecieron los elogios europeos y del propio Mitre, que llegó a llamarlo el Leopoldo de América del Sur, en referencia al rey de Bélgica, considerado paradigma del progreso. Por su parte, Alberdi, uno de los máximos detractores de esa guerra, escribía en la prensa. “¿Será la civilización el interés que lleva a los aliados al Paraguay? A este respecto sería lícito preguntar si la llevan o van a buscarla cuando se compara la condición de los beligerantes”.

Hay que preguntarse entonces por qué el gobierno argentino fue a la guerra

Luego de la batalla de Pavón, como ya lo tratáramos, tras diez años de existencia de un país dividido en dos: la Confederación Argentina, con capital en Paraná, y el Estado autónomo de Buenos Aires, Mitre –derrotado en el campo de batalla, triunfador en el de la política- unifica a sangre y fuego al país bajo la tutela porteña, asumiendo la presidencia en 1862. En los diez años que había durado esa secesión, el gobierno porteño estrechó los lazos con el imperio esclavista del Brasil para presionar y atacar a la Confederación y desconfió del Paraguay en el que veía un potencial aliado de los confederados. Sarmiento, recuerda Pigna, escribía desde Buenos Aires en 1860: “Tenemos fe que ha de llegar el momento en que los países vecinos a la desgraciada población del Paraguay, han de intervenir para mejorar las condiciones de gobierno tan anómalo como el de don Carlos Antonio López (…) Si la solución del gran problema argentino tiene un feliz desenlace, entonces intereses comunes entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Brasil han de aproximarlos y reunirlos para hacer triunfar en el interior de nuestros ríos, principios y libertades que nos garanticen contra los gobiernos como el del Paraguay”.

¿Pero qué era lo que le molestaba en realidad del Paraguay al gobierno porteño? (al cual Sarmiento pertenecía por convicción de ideas). Por un lado, su intento de profundizar el modelo de desarrollo autónomo, independiente, que se oponía al elegido por la oligarquía agroexportadora porteña que había decidido hacía tiempo entregarse como súbdita privilegiada al imperialismo británico. Mitre lo explicaba con claridad: “todos los intereses del Río de la Plata y del comercio extranjero están en contra del dictador (…) El comercio no verá abierto el importante mercado del Paraguay sino cuando López deje de ser el dictador de aquel desgraciado país”.

Por otro lado, veía en la guerra contra el Paraguay la continuación y la posibilidad de la derrota final del Litoral y las provincias argentinas. El Paraguay era además un peligro político para los hombres de la “clase decente” de Buenos Aires. El gobierno de Asunción, que había dado asilo político durante treinta años al mejor y más peligroso enemigo del centralismo porteño, José Gervasio Artigas, seguía siendo un referente para las utopías de renacimiento del proyecto federal de las provincias derrotadas y refugio adonde podían recurrir durante sus conflictos con los porteños.

Por eso Alberdi escribía: “No es el Paraguay, es la República Argentina. No es una nueva guerra exterior: es la vieja guerra civil ya conocida entre Buenos Aires y las Provincias argentinas, si no en las apariencias al menos en los intereses y miras positivas que la sustentan”.

Hay que preguntarse, sobre todo, cuál fue el papel de Inglaterra

El principal beneficiario de las consecuencias de la guerra, de la destrucción completa del Paraguay y de la miseria y endeudamiento en que quedaron sus vencedores, fue sin dudas la corona británica. Pero no fue como se creyó por mucho tiempo su instigadora central, es decir, querían el derrocamiento de López pero de otra forma. La historia es más compleja. Porque si bien es cierto que la monarquía del Brasil fue una fiel ejecutante de la política inglesa en el Río de la Plata, también y en especial lo es, en este caso, que actuaba en esta guerra impulsada por sus declamada necesidad histórica: anexarse al Uruguay. Esta política era condenada por los ingleses que no aceptaban un Uruguay integrado ni al Brasil ni a la Argentina, porque lo concebían como estado “tapón”, en su esquema de “por cada puerto un país”, axioma del “dividir para reinar”. En ese momento, además, las relaciones entre Brasil e Inglaterra eran tensas, por la competencia entre ambos por la protección arancelaria de la industria azucarera, llegando incluso Brasil a romper relaciones diplomáticas con Londres.

En realidad el ministro Thornton, como dice José María Rosa , planeaba a mediano plazo una expedición mediana, relámpago, que destruyera los puntos estratégicos del incipiente desarrollo autónomo paraguayo y estableciese un gobierno “democrático”, para abrir el Paraguay a las mercaderías de Manchester y al capitalismo inglés. El mismo sostenía en 1864: “Paraguay cierra los ríos a nuestra navegación, no quiere nuestros empréstitos, no se interesa por nuestros tejidos y, lo que es peor aún, la mayoría de los paraguayos ignoran el poderío inglés y están convencidos de que su país es el más poderoso del mundo y el más feliz”.

Pero no deseaba una guerra como la que sobrevino. Es más, antes y luego, en 1967, cuando se prolongaba demasiado, los diplomáticos ingleses intentaron llegar a una paz que consideraban honrosa con el exilio de López. Y éste, desde luego, lo rechazó.

¿Cómo se inició esa guerra?

Su origen es la invasión, en 1863, del Uruguay, por parte de un grupo de “liberales” uruguayos comandados por el general Venancio Flores, líder del Partido Colorado y ex presidente, que vivía en Buenos Aires bajo la protección de Mitre. Éstos derrocan al presidente Berro, elegido en 1860, del Partido Blanco, de tendencia federal y único aliado del Paraguay en la región. Cuando el gobierno de Berro estrechó relaciones con el Paraguay, eso bastó para que se desatara sobre el Uruguay un operativo de pinzas. Brasil invadió desde el norte por mar y tierra. Y la Argentina de Mitre financió con dinero y armas y apoyó su golpe de Estado. Pero aunque Brasil y Argentina coincidieran en lo táctico, sus intereses eran diferentes. Brasil quería anexar desde siempre al Uruguay, poner fin además a un gobierno que daba refugio y libertad a los miles de esclavos que escapaban del horror de la explotación, y Argentina tener un gobierno aliado.

Mientras tanto, la flota brasileña destrozó a cañonazos la ciudad uruguaya de Paysandú y fusiló al jefe de la heroica resistencia, el general Leandro Gómez.

El 28 de octubre de 1864 la editorial de La Nación plantea este escenario:
“Las alianzas del Río de la Plata quedan así definidas. La República Argentina, el Brasil y el general Flores, representante del partido liberal en la Banda Oriental, significan indudablemente el orden, la paz, las formas regulares de gobierno, la libertad y las garantías para los nacionales y extranjeros que se ponen bajo su amparo”.

Paraguay intervino en defensa del gobierno depuesto y de la integralidad del Uruguay y le declaró la guerra al Brasil. El 12 de noviembre de 1864, tal vez con el acuerdo verbal de Urquiza que prometió prestarle su apoyo, Solano López apresó un vapor brasileño. Con Urquiza el Imperio del Brasil utilizó la luego famosa “diplomacia del patacón”: mientras se generaban presiones importantes desde Asunción y Paraná para forzar su intervención a favor del Paraguay, Urquiza estaba demasiado ocupado en un negocio de venta de 30.000 caballos de su propiedad al jefe de la caballería imperial brasileña, por expresa orden del embajador brasileño en Argentina, Paranhos, que los adquiría a un altísimo precio. Entonces Urquiza olvidó sus viejas promesas.

El gobierno de Mitre se había declarado “neutral” pero no permitió el paso por Corrientes de las tropas paraguayas. Sí en cambio permitía el tránsito fluvial a las tropas brasileñas y le daba además la estratégica isla Martín García como base de operaciones navales. Esto llevó a Solano López a declarar también la guerra a la Argentina.

La Nación dice al iniciar la guerra, que la “República Argentina va a asumir, por fin, ante el mundo, un carácter simpático y armónico con las grandes aspiraciones del siglo XIX, y va a entrar de lleno en la historia contemporánea con una misión brillante, que atraerá hacia ella las miradas del universo civilizado”.

Brasil, la Argentina y el nuevo gobierno uruguayo firman en mayo de 1865 el Tratado de la Triple Alianza en el que se fijan los objetivos de la guerra y las condiciones de rendición que se imponen al Paraguay, las que como escribe Pigna, recuerdan a los propósitos declarados de recientes invasiones del “gran libertador G. W. Bush” en distintas regiones del mundo. Y Alberdi escribe que “…el artículo 3 del Protocolo admite que el Paraguay, por vía de redención sin duda, puede ser saqueado y desbastado, a cuyo fin da la regla en que debe ser distribuido el botín, es la decir la propiedad privada pillada al enemigo. ¡Y es un tratado que pretende organizar una cruzada de civilización el que consagra ese principio!”

Mientras tanto la Argentina contrae dos nuevos empréstitos. Uno, por un millón de duros y el acreedor es el Brasil. Y el otro con la Baring Brothers, la financiera británica con la que treinta años atrás habíamos contraído en tiempos de Rivadavia, la deuda externa que terminamos de pagar en 1904. El diario La Nación saluda esas buenas nuevas y critica a la oposición, por supuesto, por cuestionar estos nuevos endeudamientos. El diputado De la Riestra comprobó, sin que la mayoría oficialista ni se inmutara, que el comisionado encargado de buscar el empréstito no consulta otro mercado que el británico ni otra casa que la Baring, aunque esto no figura como decisión de la ley del Poder Ejecutivo que autoriza a contraer ese préstamo. Y entonces la estafa sigue. Los diarios de Londres también festejan y elogian el progresismo del gobierno argentino. Paraguay en cambio es bárbaro porque no acepta esos empréstitos y no tiene deuda externa.

La guerra era para los paraguayos una causa nacional. Todo el pueblo participa activamente de una guerra defensiva y digna. Los soldados de la Triple Alianza pelean por plata o por obligación. El heroísmo del pueblo paraguayo fue destacado por casi todos los generales mitristas, asombrados por su obstinación en resistir en medio de la ruina y el hambre más feroz. Una de sus mayores hazañas militares fue el triunfo de Curupaytí, donde tuvieron sólo 50 muertos contra 9.000 de los aliados.

Mitre, por su parte, trata de explicar las dificultades de la guerra echándole la culpa a la creciente oposición interna contra la guerra, considerada fratricida, y contra la prensa del interior.

“¿Quién no sabe que los traidores alentaron al Paraguay a declararnos la guerra? Si la mitad de la prensa no hubiera traicionado la causa nacional armándose a favor del enemigo, si Entre Ríos no se hubiese sublevado dos veces, si casi todos los contingentes de las provincias no se hubieran sublevado al venir a cumplir con su deber, si una opinión simpática al enemigo extraño no hubiese alentado a la traición, ¿quién duda que la guerra estaría terminada ya?”

Hay que reivindicar que en la Argentina la guerra era fuertemente antipopular. En Corrientes, por ejemplo, los trabajadores de los astilleros se niegan a construir embarcaciones para las tropas aliadas. Y pensadores como Alberdi, José Hernández y Guido Spano levantan sus voces acusando al gobierno argentino de traidor de la causa americana.

El diario “Le Courrier del Plata” hace un diagnóstico muy preciso de la estrategia del gobierno mitrista durante la guerra: “La táctica empleada contra López no es nueva; ha sido renovada en la guerra de la India, de África, en todas las guerras de invasión. Se hace del enemigo un monstruo, un caníbal, se le prodigan los epítetos más infamantes, y a favor de esta indignación prefabricada se viola tranquilamente un territorio, se confisca un pueblo, se escamotea una nacionalidad”.

¿Les resulta conocida esta estrategia de “endemonización”?

Ante la oposición generalizada a la guerra, Mitre decide lanzar una violenta represión y obligar a los díscolos a incorporarse al ejército. El historiador León Pomer publica en su libro un recibo extendido por un herrero catamarqueño en el que consta que recibió del gobierno de esa provincia la suma de 40 pesos bolivianos por 400 grilletes para los “voluntarios” catamarqueños que iban a la guerra. Así marchan nuestros soldados –desposeídos ellos, gauchos ellos, eternos carnes de cañón de los civilizadores- esposados, encadenados. Urquiza, en cambio, otrora referente de los federales del interior, ahora está unido las tropas de Mitre. Y ordena a los entrerrianos reunir su ejército. Y entonces sucede algo imprevisible, tratándose el ejército más disciplinado del país. Por dos veces, se disuelve, a pesar de haberse reunido más de 10 hombres, en cada caso, porque los entrerrianos se niegan a alzar las armas contra un país hermano.

Hay que releer una y otra vez lo que López Jordán le escribirá a Urquiza: “Usted nos llama para combatir al Paraguay. Nunca, General; ése es nuestro amigo. Llámenos para pelear contra porteños y brasileros. Estamos prontos. Ésos son nuestros enemigos. Oímos todavía los cañones de Paysandú. Estoy seguro del verdadero sentimiento entrerriano”.

Y en Mendoza, San Juan, La Rioja y San Luis, se producen levantamientos en contra de la guerra y a favor de la causa americana. Y en medio de ese clima político, se produce el levantamiento del caudillo catamarqueño Felipe Varela, que lanza su proclama de “Los hombres libres del Sud”, llamando a la rebelión general del país para no participar de la matanza de un pueblo hermano. Pero a pesar de contar con un fuerte apoyo popular, y como dice la zamba de Vargas, las lanzas de Varela nada podía hacer contra los modernos fusiles de Buenos Aires.

Tras la derrota de Curupaytí, los aliados logran recomponerse y consiguen triunfos que los llevan al saqueo brutal de Asunción a principios de 1869. El propio hermano de Mitre le escribe a éste horrorizado de la barbarie de aquel saqueo, de la que no participó el ejército argentino. Los prisioneros son fusilados y los más jóvenes y fuertes son llevados al Brasil para ser vendidos como esclavos.

El 12 de agosto de 1869 ocurre una batalla desesperada, Peribebuy, escribe Carlos Del Frade. Los cañones son cargados con piedras, vidrios y arena porque ya casi no hay balas; las mujeres combaten junto a los pocos hombres que quedan y si no tienen armas, tiran tierra a los ojos de los invasores. Después viene un nuevo e increíble combate, para el que faltan las palabras: la batalla de “Acosta Ñu”. Al Paraguay no le quedan hombres para la guerra, sólo un puñado que apenas llega a 400. Son su última carta. Pero para esa jugada final, digna, hace falta retrasar al enemigo. Entonces Bernardino Caballero manda una legión de 3.500 niños disfrazados con barbas postizas –pintadas con carbón por sus madres- para que el enemigo los tome por adultos y les presente combate. El menor tiene seis años y el mayor catorce. Seis horas resisten las cargas de la caballería brasileña, que furiosa por el engaño acaba por incendiar el campo lleno de soldados niños, escribe José María Rosa en La Guerra del Paraguay y las Montoneras argentinas. Y el paraguayo Julio Chiavenatto en su investigación Genocidio americano: la guerra del Paraguay, revela que esa batalla fue librada por 20.000 soldados brasileños contra 3.500 niños paraguayos. La orden del jefe brasileño fue matar “hasta el feto del vientre de la mujer”. El ejército argentino no participó de esa masacre.

“Cuanto tiempo, cuantos hombres, cuantas vidas y cuantos elementos y recursos precisaremos para terminar la guerra. Para convertir en humo y polvo toda la población paraguaya, para matar hasta el feto en el vientre de la madre” (Caxias en informe a Pedro II)

16 de agosto de 1869. Desde esa batalla indecible, desde ese coraje niño, esa es la fecha del día del niño paraguayo

La guerra se prolonga siete meses más, hasta marzo de 1870. A Solano López le quedan cerca de 400 hombres, sus cuatro hijos y su inseparable compañera, Madame Lynch y mujeres y niños que se niegan a rendirse. La última carta se juega en Cerro Corá. El jefe del estado mayor es Panchito, su hijo mayor y tiene catorce años. Las campanas de la iglesia se transforman en cañones que a falta de balas disparan piedra, huesos, arena.

Frente a un ejército brasileño de más de 20.000 hombres, Solano López, solo, totalmente rodeado –le encomienda a Panchito que proteja a su madre y hermanos- les grita “Ríndanse, en nombre del Ejército y del Pueblo de la República del Paraguay”. Varios soldados se abalanzan sobre él –se paga una recompensa de 100.000 libras por su cabeza-, pero como López a pesar de estar herido, logra matar a varios de ellos, el general brasileño Cámara lo intima a rendirse y le dice que le garantiza su vida. López sigue peleando y entonces Cámara ordena que descarguen los fusiles contra él.

Luego llegan hasta los carruajes. Panchito, que está solo, les presenta batalla y es fusilado en el acto. Elisa Lynch libra la última batalla. Desciende de su carruaje, toma en sus brazos el cadáver de su hijo, busca en el agua el de su marido y cava con sus propias manos una fosa y allí los entierra.
Genocidio del pueblo paraguayo. Su territorio arrasado, en ruinas y brutalmente endeudado.

El general Mitre decide arrojar los cadáveres coléricos a las aguas del Paraná –escribe el Marqués de Caxias a su emperador-, “para que lleven el contagio a las poblaciones ribereñas, principalmente a las de Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe, que le son opuestas. El general Mitre está también convencido que deben exterminarse los restos de las fuerzas argentinas que aún le quedan, pues de ellas no divisa sino peligros para su persona”.

Hay que preguntarse quiénes se beneficiaron con esa guerra

Claramente la corona británica, los vendedores de armas norteamericanos y entre nosotros, los comerciantes y ganaderos porteños y entrerrianos ligados al poder que hicieron grandes negocios abasteciendo a las tropas. La nación argentina perdió 50.000 hombres, la gran mayoría gauchos. Y le costó más de 9.326.000 de libras. Salvo para los hombres ligados al poder, para las tres naciones aliadas la guerra fue una gran derrota. Y la pagaron endeudándose aún más.

“Estamos por dudar de que exista el Paraguay, descendientes de razas guaraníes, indios salvajes y esclavos que obran por instinto a falta de razón. En ellos se perpetúa la barbarie primitiva y colonial (…) Es providencial que un tirano haya hecho morir a toda ese pueblo guaraní. Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana: raza perdida de cuyo contacto hay que librarse”, escribe el presidente Sarmiento a Mitre en 1872.

Hay que recuperar la imagen final de Sarmiento, quien paradójicamente elegirá Asunción para ir a morir. Necesitará ser brutalmente desengañado por la clase política de la generación del 80. La Campaña del Desierto se hizo por dinero, para enriquecerse con el negociado de tierras, para entregarlas al extranjero. Atalivar, dirá Sarmiento creando un neologismo que significa robar, esquilmar, engañar, sobre la base del nombre del hermano de Julio Argentino Roca, Ataliva, quien se encarga de esa parte del negociado de millones de hectáreas que garantiza J.A. Roca.
Necesitará leer una y otra vez las cartas que su hijo Dominguito -a quien perdió en la guerra-, le escribiera en tierra paraguaya y que recién conocerá cuando todo haya concluido, en las que destaca con admiración el coraje enorme de un pueblo digno que sabe luchar por lo que le pertenece. En esa tierra bárbara decide terminar sus días

* Escritor Argentino. Del Capítulo XV de su libro «Épica de lo imposible»

 
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