La difícil tarea de construir una comunicación para la paz
Aram Aharonian
Los colombianos han sobrevivido por más de cinco décadas soportando guerras, torturas, asesinatos, desapariciones, masacres… Millones de colombianos fueron desplazados de sus tierras, sus querencias, miles y miles fueron muertos, otros muchos tuvieron que exiliarse. Toda esta realidad fue, generalmente, invisibilizada y ocultada por los medios masivos de comunicación, bajo la muletilla de la “democracia más longeva del continente”.
Partiendo del gran alzamiento comunero de 1781, Colombia ha padecido 235 años de masacres y guerras fratricidas. Tan sólo la de los Mil días ocasionó más de 100 mil muertos entre 1899 y 1902, con un solo ganador: Estados Unidos, que impulsó la partición del país y después se quedó con el canal de Panamá.
Es difícil hablar de paz en Colombia, olvidando las consecuencias del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán (1948), magnicidio orquestado por la CIA que desató el llamado periodo de la violencia (300 mil muertos, 2 millones de desplazados) y tampoco el contubernio liberal-conservador de 1958 que, en el decenio siguiente llevó a millares de colombianos a tomar las armas en distintas organizaciones guerrilleras con un saldo de 200 mil muertos y ocho millones de desplazados.
En noviembre de 2011, cuando en La Habana empezaron las primeras conversaciones secretas entre las FARC y el gobierno de Santos, el ejército apresó al comandante guerrillero Alonso Cano, indefenso y ciego por haber perdido sus gafas… y lo asesinó. Y en este marco, la prensa hegemónica, concentrada como en casi todos nuestros países, cartelizada como en pocos, impuso el clima de guerra, de represión, que solo beneficiaba a los dueños de las tierras y de los negocios, fueran éstos legales o no, no importaba.
La prensa hegemónica está encabezada por varios grupos empresarios, que tiene a sus medios como cabezas de playa de sus intereses económicos y políticos: Organización Luís Carlos Sarmiento Angulo (El Tiempo, City TV entre otros), Organización Ardila Lulle (RCN, NTN24), el Grupo Santo Domingo (Caracol TV, El Espectador, Cromos, radio Blu) , la Organización Radial Olímpica, Felipe López Caballero (Revistas Semana y Dinero) y el grupo español Prisa, propietaria de la poderosa Radio Caracol.
Ellos escribieron el relato de la larga noche de la guerra, de acuerdo a sus intereses y a los de sus patrocinadores y crearon el imaginario para permitir la instalación de nueve bases estadounidenses en el país.
La llamada gran prensa, la comercial, mostró como único camino el de la paz romana o la paz de los sepulcros, que no es otra que defender la guerra para vencer a la insurgencia y llevarla en condiciones de derrota a la claudicación en la mesa de diálogo. Ya son varias las generaciones que han nacido y se han criado en Colombia en el contexto de la guerra y han tenido que acostumbrarse a magnicidios, violencia, desapariciones, desplazamientos, secuestros, torturas. La falta de un posconflicto por más de 50 años había hecho que los colombianos no hubieran podido “vomitar sus muertes” (Saramago dixit) o sea, no han podido analizarse, en una situación pacificada, para aprender de sus errores y no volver a repetirlos.
No cabe ninguna duda que hace falta democratizar la comunicación y la información, que es importantísimo desconcentrar la propiedad de los medios. Pero, lamentablemente, esto no está dentro de las prioridades del proceso de paz, Muchos trabajadores de la prensa (además de sindicalistas, defensores de los derechos humanos, campesinos) fueron asesinados y otros debieron salir del país para preservar sus vidas y las de sus familiares. Claro: en Colombia, había una violencia cotidiana, institucionalizada, reproducida en los medios, que llegaba a sectores como el de mujeres, trabajadores, indígenas, negros, pobres, árabes, izquierdistas, campesinos, sindicalistas.
Y en una guerra, la primera víctima es la verdad. ¿Verdad? En una nación sumida desde hace más de cinco décadas en un conflicto social y político de expresión no solo violenta sino también armada, la peor parte de esa política de satanización de los medios recayó en el eslabón más débil de la cadena: los medios no comerciales, alternativos o independientes, populares, étnicos y/o comunitarios. Y la mejor parte la llevó por varias décadas una alta burguesía que, en su afán por el lucro, siempre se opuso a una política de paz que mermara sus ganancias.
Quizás por temor a los cambios democráticos y sobre todo a ser afectados en sus intereses económicos y de influencia en la opinión pública, es que los dueños de los medios han definido por décadas una línea adversa a las negociaciones de paz y hostil a toda iniciativa y propuesta de la guerrilla.
¿Cómo hablar de una comunicación para la paz en un país donde hasta no hace mucho tiempo el gobierno negaba la existencia de un conflicto, donde los periodistas y los medios se abstenían de hablar de los falsos positivos y de las masacres de campesinos e indígenas? ¿Cómo hablar de paz en un país que aloja bases extranjeras? ¿Cómo se hace para cambiar el chip? ¿Será que los grandes medios se volvieron democráticos? ¿O será que la guerra ya no es negocio y que ahora para los negocios hace falta la paz?
La realidad de la paz no la quería nadie en el gobierno ni en las elites colombianas. Mientras hubiera guerra, habría negocio.
La mayoría de los colombianos ni se enteraba de lo que estaba sucediendo fuera de la pantalla de su televisor, de sus radios y de los medios gráficos, férreamente controlados, autocensurados. La única realidad era la versión oficial del conflicto armado y la guerrilla y sus crímenes (los propios, los adjudicados, los inventados), el único enemigo. A través del ocultamiento de la verdad y de esa imagen desfigurada del conflicto, Colombia se había convertido en un país cada vez más desinformado y aterrorizado.
Un acuerdo no garantiza la paz, es solo un marco para construirla. Y el otro marco debería ser la justicia. Justicia también para establecer los mecanismos que muchas empresas utilizaron para apoyar y financiar a grupos paramilitares, cuyas acciones causaron miles de muertos, torturados y desaparecidos en todo el país, violencia de la cual finalmente ellos se lucraron para ampliar sus propiedades y riquezas.
“Si yo supiera cuál es la lucha que necesita un país como el nuestro pondría una tienda para vender soluciones.(…) En Colombia, a medida que se radicalizó mi posición, la gran prensa me ha ido mandando a las páginas interiores y a los titulares cada vez más pequeños”, escribía Gabriel García Márquez
Un periodismo en deuda
Un periodismo para la paz debiera preguntarse sobre los culpables corporativos del asesinato de tres mil sindicalistas, entre los que se encuentran transnacionales del banano (La Chiquita Brands), del carbón (La Drumond), de las bebidas y alimentos (Coca-Cola y Nestle), dar a conocer los nombres de los empresarios que se han beneficiado con el despojo de millones de hectáreas de tierras –y la expulsión de millones de campesinos y la muerte de otros miles– entre los que se encuentran las empresas del azúcar, de la palma aceitera, del banano, los ganaderos, y los bancos y grupos financieros.
Un periodismo para la paz debiera investigar y denunciar a las empresas mineras, y sus socios locales, que han destruido ecosistemas y han expulsado de sus territorios a indígenas, afrodescendientes y campesinos a lo largo y ancho del país, empresas entre las que se encuentran la Pacific Rubiales o la Anglo Gold Ashanti. La gran prensa –también de empresarios de bien, que auspició en forma directa la guerra– ha difundido la falacia de que el responsable exclusivo del conflicto interno ha sido la guerrilla y que tanto el Estado como las clases dominantes son unas mansas palomas, que habrían actuado en defensa propia.
Ahora, cuando se habla de una “justicia transicional” que incluya entre los responsables del conflicto armado a empresarios, éstos y sus voceros han dicho que eso es inaudito, aun cuando hasta los manipulados juicios de Justicia y Paz con los paramilitares hayan generado 12 mil procesos de investigación que comprometen a empresas colombianas y extranjeras, como financiadoras del paramilitarismo y sus múltiples crímenes, genocidio y masacres.
Este proceso hacia la pacificación fue impulsado, y esto no hay que olvidarlo, por el reclamo del pueblo en las calles, los senderos, las veredas de todo el país. Trabajadores, estudiantes, universitarios, campesinos, desocupados, víctimas, perseguidos, académicos, profesionales que, codo a codo, demostraron que juntos son mucho más que dos.
Pero el de una comunicación para la paz no es solo un problema semántico. Es un problema cultural. Es el reconocimiento del otro y antes que eso, es el conocimiento del otro, no la negación, la invisibilización, la criminalización, el ocultamiento de la otredad. Es el reconocimiento de la diversidad étnica, cultural y sexual, es el “descubrimiento” del pluralismo y el debate de las ideas. El enfoque de reconstrucción, resolución y reconciliación diferencia violencia de trauma. Trauma es la secuela de la violencia, daño o lesión del cuerpo, la mente y el espíritu en las estructuras sociales y en la cultura.
La violencia es la acción, el trauma es el impacto. Para la cátedra, la violencia en el tiempo muestra una secuencia. El pasado genera el efecto del trauma y su medio de erradicación es la reconciliación. El presente muestra conflictos sin resolver lo que amerita la transformación del conflicto como medio de erradicación, y para el futuro el efecto debe ser la prevención de la violencia y la promoción de la paz, con proyectos de construcción de paz.
La reculturalización significa que la cultura de la violencia es sustituida por una cultura de paz, donde la violencia no tenga cabida en ninguno de sus niveles, directa, estructural y cultural, donde haya un reconocimiento expreso de la otredad, donde se ponga en marcha una política para visibilizar a todos los sectores de una sociedad plural y diversa étnica y culturalmente. Significa, asimismo, convertir al ciudadano en sujeto de política y no conservarlo como mero objeto de política que en definitiva puede ser el primer paso de pasar de una democracia declamativa, formal, a una democracia participativa.
La manera en que los medios de comunicación presenten la información que tienen es también un desafío importante para el logro de la paz, en la medida en que son ellos quienes tienen la posibilidad de influir de manera positiva o negativa en la opinión pública, lo cual, sin duda, es fundamental para que los procesos de construcción de paz se visibilicen o se mantengan inadvertidos.
Los medios y la desestabilización
Durante el primer gobierno del presidente Álvaro Uribe fueron asesinados dieciocho periodistas. Ya muchos periodistas colombianos habían optado por el exilio como única forma de preservar sus vidas ante las amenazas de muerte, como en los casos de Fernando Garavito y Daniel Coronell. Casi una treintena de periodistas estaba bajo la protección del DAS (la policía secreta) para que pudieran cumplir con sus labores, muchos fueron asesinados. ¿De qué democracia, de qué libertad de expresión estábamos hablando?
Lo cierto es que Uribe no pudo cerrar canales de TV opositores, porque no existían. Sin embargo, puso fin en octubre de 2004 al estatal Instituto de Radio y Televisión (Inravisión), que manejaba tres señales abiertas con franjas educativas y culturales, un programa diario de entrevistas sobre el movimiento social y documentales con contenidos a menudo incómodos para el gobierno. Pero… ¿en mano de quien están los grandes medios de comunicación en Colombia?
Existió por años en Colombia un rechazo a un conflicto que la gente no conocía, porque el gobierno se dedicó a negarlo, invisibilizarlo, ocultarlo, manipularlo. La mayoría de los colombianos ignoraba las formas, los números de la violencia en su país y la naturaleza de los actores en armas. Uribe construyó un discurso político en donde todo se justificaba en cuanto existiera un enemigo terrorista que se tiene que aniquilar. Y en seguida llegaban los planes militares, las batallas se intensificaban junto a un avasallante aparato de propaganda y, entonces, la victoria final siempre aparecía como si fuera cuestión de días. No había sitio para soluciones negociadas, las que fueron permanentemente bombardeadas.
El conflicto armado se banalizaba, entre otras cosas para justificar al paramilitarismo como una reacción o mal menor ante la guerrilla. Y es que sin un conflicto, el ejército colombiano tendría que renunciar a las enormes cantidades de ayudas de Estados Unidos (por encima del 6,5% del PIB) y a su poder casi ilimitado (compartido con los paramilitares) sobre la población civil. Mientras hubiera guerra, habría negocio. Lo que se pretendía era un animismo ideológico, una homogenización del pensamiento, la creación del imaginario de un enemigo común único y de una sola verdad, que tendía a cancelar la historia, a desconocer la historia y la realidad, y a eliminar física o moralmente a quienes tuvieran ideas diferentes. A través del pensamiento único, llegan los mensajes unívocos, las imágenes únicas, repetidas por los medios de comunicación comerciales, trasnacionales y nacionales.
La mayoría de la gente no sabía, desconocía (y aún lo hace), las atrocidades que cometía el aparato represivo del Estado y, sobre todo, los paramilitares: eso no se veía en televisión, ni se escuchaba por la radio, ni aparecía en los diarios. Cualquiera que denunciara estos hechos sería, irremediablemente, acusado de terrorista. No es causal la ausencia de una política pública de comunicación que reconociera en los sectores sociales populares, étnicos, organizaciones no gubernamentales y demás expresiones de la sociedad civil, los sujetos capaces de emitir e intercambiar información, con el derecho a trascender los espacios locales y acceder a la comunicación global de sus intereses y representaciones culturales.
Al igual que en otros países de la región, existe una tendencia deliberada y evidente en la legislación colombiana para favorecer los intereses económicos de los grandes monopolios de la información y el entretenimiento, y mantener a los medios independientes en una situación de subdesarrollo con respecto de sus posibilidades de acceso al espacio electromagnético, a áreas de cobertura de sus medios y posibilidades de autosostenimiento. Dentro de este contexto hay que destacar que los grupos paramilitares venían dándole singular importancia a la intimidación de los medios y periodistas alternativos, pues los medios comerciales eran regulados por otras vías, incluida la autocensura.
Además, el paramilitarismo, a través de empresas fantasmas y de testaferros, se fueron haciendo del control de las televisoras locales o por cable, hasta el extremo de trabajar por incidir en la composición de la Comisión Nacional de Televisión.
Y cuando surgían voces denunciantes, discordantes con el libreto recitado desde el gobierno, desde la cúpula misma del poder se levantaban otras acusando al osado periodista o legislador de tener estrechos lazos con los movimientos insurgentes, convirtiéndolo ipso facto en blanco-móvil o en un (otro) exiliado. La autocensura que muchos periodistas se habían visto obligados a adoptar para sobrevivir (o habían adoptado por comodidad) adquirió formas como la negativa a viajar a zonas de conflicto intenso, en la que se producían la mayoría de los abusos y violaciones de los derechos humanos, o su reticencia a buscar fuentes de información alternativas e independientes que pudieran exigir el desplazamiento a zonas peligrosas y, entonces, todo se basaba en la información oficial.
Hay un hecho que también detectamos entonces en Colombia, y que está bastante lejos de la ética: la farandulización de la violencia, que sigue con las serie de televisión donde se ensalza a narcotraficantes y paramilitares. A lo sumo, como en la taquillera película de Hollywood, Mujer bonita, se lanza el cuento de que la puta se casa con el broker millonario sin escrúpulos…
Decía Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, que el hambre es el genocidio silencioso de América Latina. No por silencioso es menos genocidio. Hay una violencia estructural detrás del poder escondido y el poder invisible que, por ser latente y por estar interiorizado, no se refleja, pero que causa estragos mayores que los tsunamis e, incluso, que las invasiones.
Con los medios azuzando al consumo de violencia, el resultado es que los muertos, como en las películas, no tienen rostro. Como en La guerra de las galaxias: cuando hay muchos muertos, la genética humana no soporta reconocer tantos cadáveres. Sin cara, los muertos son menos muertos.
La construcción es desde abajo
El problema más importante es el de inventar nuevos formatos, nuevos lenguajes de recombinación de lo visual. ¿No será necesario transformar las formas de militancia que hemos heredado del siglo XX, formando comunicadores capaces de crear espacios de comunicación feliz? El militante lleva dentro de sí la batalla, la lucha, el sacrificio de la propia vida en nombre de una tarea histórica superior. Un acuerdo de paz no genera automáticamente la paz: es apenas el marco jurídico para construirla, respetando la diversidad, la pluralidad, recuperando la memoria histórica: un pueblo que no sabe de dónde viene difícilmente pueda saber hacia dónde ir, difícilmente pueda construir su futuro.
Durante siglos, los planes colonizadores nos dividieron para dominarnos. Recitamos que América Latina y el Caribe es una región de paz y se mantendrá así si sabemos respetar a cada uno de los miembros de nuestra colectividad nuestraamericana. De nada sirve construir la paz hacia adentro, si recitamos agresión y desestabilización hacia los vecinos.
Colombia es la cabecera de playa más estratégica del imperialismo yanqui en Occidente. Con litorales marítimos inmensos en dos océanos, el país linda al norte y al este con el canal de Panamá y el lago petrolero de Maracaibo en Venezuela, por el sur tiene amplio acceso a la inmensa floresta amazónica (pulmón del planeta) y, en su espina dorsal, la cordillera de los Andes encierra fabulosas reservas minerales.
*Tomado del libro El Asesinato de la Verdad, editado en Colombia por La Fogata, Periferia Prensa Alternativa y la Fundación para la Integración Latinoamericana.