El desarraigo no cesa – El Tiempo, Colombia

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

De todas las heridas que deja la guerra, una de las que tardan más en cerrar, si es que lo logra, es sin duda el desplazamiento.

La conmemoración reciente del día dedicado a quienes han padecido esta tragedia sirvió para recordar que el silenciamiento de los fusiles con las Farc no implica un punto final para los múltiples dramas que germinaron en torno al conflicto. La guerra puede haberse acabado, sí, y esta es una excelente noticia, pero sus estragos se seguirán sintiendo por años, tal vez décadas.

Uno de ellos es, justamente, el lastre que significa para un país el que cerca de 7 millones de sus habitantes hayan tenido que abandonar forzadamente su territorio.

Se trata de una cifra que, al contrario de otras ligadas a la confrontación armada, hoy en picada, sigue aumentando. Y el hecho impacta, por más que se presente como una consecuencia habitual y en cierta medida previsible del final de un conflicto.

»Muchos años y voluntad política se requieren para que quienes lo vivieron y lo viven logren sanar esa herida»

Ahora bien, sin pretender negar el real calado de este problema, es necesario, cuando se hace alusión a él, referirse a las dificultades que encuentran los responsables de su medición. Como se ha planteado en varias oportunidades, el papel de otras variables en los fenómenos migratorios internos en una nación es, cuando menos, problemático. Complejo es también determinar el momento en el cual tal situación cesa, pues, con el tiempo, deja de estar ligada al elemento geográfico. En otras palabras: no siempre el regreso al territorio es el punto final anhelado para el drama.

El caso es que el reacomodo de fuerzas en regiones abandonadas por las Farc ha obligado este año a 2.056 familias y a 7.371 personas a huir de sus lugares de residencia, según lo reveló en días pasados la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). La gran mayoría de quienes conforman la cruda estadística corresponde a indígenas y afrodescendientes.

Los departamentos donde se han presentado más episodios causantes de desplazamientos son Chocó y Norte de Santander. No debe sorprender que sean zonas en las cuales se vive un auge de economías ilegales que, como la coca y la minería, arrasan con igual voracidad tejido social y medioambiente. Y cuyo azote sienten con más rigor precisamente quienes tienen una forma diametralmente opuesta de relación con el territorio, como sucede con las poblaciones indígenas.

Es fundamental una visión más amplia del flagelo: aunque el tener que abandonar un pedazo de tierra de manera forzada es, sin duda, el gran determinante, con el tiempo el desplazamiento trasciende lo material, lo territorial. Es el desarraigo en su más pura y dolorosa expresión. Es una herida que en ocasiones tarda en sanar varias generaciones. De ahí que cualquier estrategia debe ser integral y a muy largo plazo.

El desafío para el Estado es claro: además de atender las necesidades materiales de los desplazados y procurar el retorno a sus territorios cuando esto signifique para ellos un alivio, es primordial trabajar en remendar uno a uno los puntos del tejido social que los sostenía y le daba sentido a su existencia. Ese que les fue brutalmente rasgado.

El Tiempo

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