América Latina: la Continuidad – Por Enrique M. Martínez

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

En los últimos 15 años América Latina ha transitado por un sendero de notable paralelismo entre naciones.

En el continente con mayor desigualdad del planeta se instalaron varios gobiernos con vocación popular, que llevaron adelante proyectos de transformación de envergadura diversa, pero con un mismo objetivo: Mejorar la equidad social, dignificando la calidad de vida de los más necesitados. En Brasil, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Argentina, como grupo donde los intentos fueron más nítidos, se buscó redimir a las capas de población más postergadas.

Al presente Ecuador y Uruguay han logrado continuidad institucional, con resultados electorales estrechos. En Bolivia, Evo Morales consiguió una cómoda reelección, pero sufrió el traspié de una derrota en el referéndum sobre una reforma constitucional que habilite una nueva reelección. Venezuela trata de profundizar y estabilizar el proyecto que condujera Hugo Chávez, con el acoso de una oposición cuya meta central es interrumpir ese camino, más que construir otro y con el flanco débil de la oposición victoriosa por amplio margen en las elecciones parlamentarias. Brasil, Paraguay y Argentina, a su vez, tienen gobiernos neoliberales.

Se trata de un freno, que resulta un retroceso global.

Varios líderes regionales han buscado explicaciones a tal fragilidad del apoyo popular. Cristina Kirchner y Rafael Correa han dicho – cada uno referido a su propio país – que no se consiguió que los nuevos sectores medios, emergentes de la mejora general de calidad de vida, asociaran ese cambio al modelo de gobierno aplicado, sino que a su turno, lo consideraron mérito del esfuerzo propio, sumándose a la cultura que reclama menos Estado, con menor injerencia en la vida cotidiana.

Todos los observadores pudieron ver con dolor el bajo nivel de adhesión popular y de organización de resistencia frente a los absurdos embates contra Dilma Roussef, que terminaron con su gobierno.

Álvaro García Linera, en un encuentro reciente en Caracas, señaló con tono autocrítico y como desafío a resolver, que una revolución puede tener un primer paso triunfal y acceder a gestionar los resortes del Estado, pero su consolidación depende de que los valores de transformación se hagan carne en la mente y en los reflejos de los ciudadanos comunes, sin restringirse a élites de conducción y cuadros políticos.

Es absolutamente cierto que todos esos procesos han aumentado la proporción de lo que llamamos clases medias, o sea aquellos sectores que dejan de tener dificultades económicas en su vida cotidiana e incluso cuentan con posibilidades de planificar su futuro en términos patrimoniales. También es cierto que esos ciudadanos tienen una fuerte tendencia a desentenderse de la suerte de los gobiernos bajo cuya gestión lograron esa metamorfosis.

Ahora bien, ¿por qué sorprenderse de ello?

Los gobiernos populares han transitado, y lo siguen haciendo, por países moldeados culturalmente por el capitalismo concentrado, que nos coloca en el papel de economías subordinadas, donde el famoso sueño americano está, pero en Estados Unidos. Nuestras aspiraciones como personas y como países deberían encuadrarse en ese ámbito.

Ese hecho es altamente dañino para la construcción de un tejido social autónomo. Las decisiones fundamentales son ajenas y en el imaginario colectivo el destino propio es adaptarse o perder.

Las inversiones para el crecimiento económico se supone que no podemos generarlas autónomamente. Deben venir del exterior.

La formación de nuestros médicos, de economistas, de todo el espectro de las ciencias exactas, no se considera perfeccionada si cada cual no se instala en el exterior varios años, a pesar que – al menos en Argentina – llevamos más de 60 años en esa práctica y hay centros nacionales de referencia en varios de los temas más relevantes.

Una fracción apreciable de la dirigencia política tiene hijos educados y viviendo en el exterior, mostrando así su admiración por otras sociedades y la baja calificación que asignan a la propia.

El refugio de valor típico es la moneda extranjera y/o los inmuebles en el exterior.

Al interior de toda sociedad con la baja autoestima – o más técnicamente: con el modesto capital social – que indican esas señales, se traslada la vocación, que resulta necesidad vital, de diferenciarse de los compatriotas con menos éxito económico, con menor sustentabilidad en su proyecto de vida.

Mirar al Norte desde abajo se coloca así en una secuencia donde miramos a otros compatriotas del mismo modo y aspiramos a ser mirados desde abajo por otros con menor prosperidad.

Ser clase media, por lo tanto, es una aspiración que nadie está a priori dispuesto a considerar un logro colectivo y mucho menos reconocer como deuda política o social con personas o instituciones, por haber llegado a ese ámbito. Entender la movilidad social como un hecho comunitario ya era una aspiración compleja en el país cerrado de hace 60 años, donde el imperialismo era un enemigo concreto. Mucho más difícil es esperar que las nuevas clases medias crean que deben algo a sus gobernantes cuando el 80% de las más grandes empresas del país son multinacionales. Su adhesión a sus empleadores suele ser claramente mayor que a sus líderes políticos.

¿Qué hacer? Pareciera que la región está en una trampa en la que solo cabe la resignación. Si se mejora la condición de vida de los que menos tienen, una fracción importante de los emergentes se sumará a la cultura individualista propia del capitalismo concentrado, sobre todo en las grandes ciudades, facilitando de tal modo la reversión de los posibles procesos transformadores o al menos poniéndolos en serio riesgo.

¿Es esto inexorable?

De ninguna manera. Pero hay una condición necesaria para que los escenarios sean diferentes, que no se ha asegurado en casi ningún caso: las transformaciones deben ser acompañadas por la participación popular masiva de los involucrados, en la gestación, implementación y evaluación permanente de los resultados.

No puede decirse que esa máxima, que se constituiría en una garantía para asumir como propios y colectivos los cambios, se haya respetado a ultranza en ningún proceso político latinoamericano de este siglo. Por supuesto, en todos los casos se buscó y consiguió la adhesión de capas militantes, que apoyaron los logros y buscaron frenar a la reacción. La historia, sin embargo, muestra que el peso cuantitativo de esa población no es suficiente para garantizar la mansa continuidad de los proyectos.

Para conseguir esto último, falta sumar al menos una fracción de aquellos más influenciados por la manipulación liberal. Ha quedado claro que esto no se logra con la prédica solamente. El adversario no tiene límites para mentir, construir escenarios falsos y operar sobre los temores y ansiedades de los compatriotas. Si se cae en la tentación de usar los mismos instrumentos manipuladores, se pierde la coherencia de un proyecto. El único camino solvente es el más difícil: sumar masivamente a los compatriotas a la construcción de un destino mejor, en ámbitos necesariamente colectivos y donde quede claro que los resultados positivos dependen de la acción conjunta.

La salud pública, la educación en todos sus niveles, la energía de fuentes renovables, la infraestructura urbana, la vivienda social, la garantía de provisión de alimentos e indumentaria sin intermediarios entre productor y consumidor, son espacios donde la gestión colectiva puede y debe asegurar mejores horizontes de vida. No es un Estado proveedor o un Estado hipotético regulador de entes privados lo que se necesita. Son organizaciones populares, apuntaladas por un Estado que pone como meta superior atender las necesidades comunitarias.

Algunas iniciativas en Bolivia, las comunas y las misiones de Venezuela, algunas cooperativas de servicios eléctricos en Uruguay, son señales aisladas que no alcanzan a adquirir la organicidad necesaria. La posible reforma constitucional en Venezuela, con participación explícita de ocho sectores sociales, por encima de la partidocracia, asume entonces una alta importancia, aunque no podemos ignorar el escenario de alta confrontación política que se da allí.

La idea clave, que no podemos ignorar ni olvidar, es que para dejar atrás el individualismo liberal, se necesita que los ciudadanos sean auténticos protagonistas de otros escenarios y no solamente receptores de sus posibles beneficios.

(*) Ingeniero argentino. Coordinador del Instituto para la Producción Popular. Expresidente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial.

La Red Popular

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