Homenaje a 122 años de la muerte de José Martí

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Contexto Nodal Cultura
El 19 de mayo se cumplieron 122 años de la muerte de José Martí: político, filósofo y poeta cubano, que impulsó la revolución democrática y popular hacia la independencia de Cuba del imperio español. Martí nació en La Habana y fundó el Partido Revolucionario Cubano (PRC). Fue uno de los mentores de la Guerra de Independencia en Cuba que culminó con la derrota del ejército colonial. El revolucionario falleció en la Batalla Dos Ríos, en el marco de la lucha independentista.

Días hay en que corazón y razón se juntan, para convertir en necesidad el deseo de mirar atrás y reencontrarnos con un pasado sin el cual nada somos ni seremos. Días para pensar a José Martí, que es -quién lo duda- como pensar a Cuba. El 19 de mayo es uno.

Qué hubiese pasado y qué no, de no suceder lo que hace 122 años en Dos Ríos, a prima hora de la tarde de aquella aciaga jornada, es algo que siempre nos preguntaremos, pero prefiero creer que con Martí vivo -y con Maceo-, Cuba habría nacido a la vida republicana de una manera muy distinta, y otra sería nuestra historia.

Como sea, lo cierto es que resucitarlo y, más aún, preservarlo vivo entre nosotros, ha sido un acto de fe y permanente ejercicio de identidad, independencia y soberanía, y ahora mismo, a más de un siglo de distancia, lo siento, no ya enraizado en el imaginario, sino impreso en el ADN colectivo, como un eterno misterio y a la vez una revelación, casi una epifanía.

Hablo de nuestro Martí, el de todos y ese otro íntimo, personal e intransferible, ora real y tangible, ora ideal, casi sobrehumano, que cada quien lleva consigo, muy dentro, muchos cual talismán, otros sin darse por enterados y ni siquiera saberlo.

Asomados a las páginas de “La Edad de Oro” lo descubrimos de niños, y ya nunca se irá de nuestras vidas. A ese amigo acudimos en las buenas y las malas, porque José Julián es remanso y es brío, fuerza para afrontar desafíos y rigores, brújula en una encrucijada, refugio en la tempestad, confidente de alegrías y anhelos, consuelo para las penas, oráculo y sortilegio.

A Martí hay que leerlo, y mucho, pero, por sobre todas las cosas, tenemos que pensarlo y sentirlo profundamente como tenemos que aprender a vivir y obrar martianamente, hoy más que nunca.

Verdad que son otros tiempos, pero el egoísmo, la vanidad, la codicia y tantas miserias siguen siendo los peores enemigos de la raza humana. Como entonces, se trata de elegir entre la bestia y el ángel, yugo y estrella, Goliat o David, la América de Monroe o la de Bolívar, el caos y la destrucción, o la razón y el equilibrio del mundo.

En las ideas y actuar consecuente de ese hombre transido de amor, que pudiendo tener, prefirió ser y echó su suerte con los pobres de la Tierra, están las claves y esencias, como lo están en su perenne apuesta por la virtud y en la pasión inmensa, infinita, por Cuba.

Profesionalmente, Martí constituye para mí una fuente invaluable de inspiración e infalible de consulta. En lo personal, cada vez que algo me inquieta o aflige, a él  acudo con fe absoluta, e igual que los cristianos a la Biblia, suelo abrir a ciegas cualquier tomo de las Obras Completas, escudriñar la página que el azar eligió para mí y, ¡albricias!, encontrar casi siempre la respuesta que busco.

Es lo que me acaba de pasar y comparto con ustedes la lectura del fragmento final del artículo ¿A los Estados Unidos?, que de tan actual parece escrito hoy y no en julio de 1888, por alguien que vivió en el monstruo, y no tomó lo pintoresco y atractivo por esencial, sino que hurgó en sus entrañas, y nos advierte desde la inmensidad de los tiempos, mojada la pluma en la sangre de la verdad:

“…la juventud impresionable, mucha parte de la cual, por la falsa golosina de este país que le pintan de miel y oro, trueca insensata la única vida útil, que es la que trata de cumplir el deber de hombre en el país natal, por la mezquina y secundaria empresa de procurarse en tierra extraña una fortuna pecuniaria que casi nunca llega a más de lo estrictamente necesario para el sustento. El hombre joven se debe a su patria”.

Cualquier comentario sobra. Una vez más, ¡gracias, Maestro!

ACN

PACO AZANZA TELLETXIKI. “José Martí, toda una vida dedicada a “chapear la manigua”

La libertad cuesta muy cara, y es necesario o resignarse a vivir sin ella, o decidirse a comprarla por su precio.
—José Martí—

En 1840, Félix Varela, el más notable pensador cubano de la primera mitad del siglo XIX y de quien José de la Luz y Caballero dijo que fue el que “primero nos enseñó en pensar”, dejó escrito: “Según mi costumbre, lo expresaré con franqueza, y es que en el campo que yo chapeé —valga ese terminito cubano— han dejado crecer mucha manigua —vaya otro—; y como no tengo machete —he aquí otro— y además el hábito de manipularlo, desearía que los que tienen ambos emprendieran de nuevo el trabajo”.

Trece años después, condenado a muerte por la Corona española, exiliado y sumido en la pobreza, la vida física del presbítero llegó a su fin; era el 25 de febrero de 1853. Un mes escaso antes de esta pérdida tan importante, el 28 de enero, nació en La Habana José Martí. Y su destino no fue otro que el de “chapear la manigua” que, al decir de Varela, tanto se había dejado crecer.

Y comenzó muy pronto con la tarea influenciado por su maestro, Rafael María de Mendive —un poeta y patriota irreductible—. El 10 de octubre de 1868 se inició en Yara la primera guerra contra el colonialismo español —la Guerra de los Diez Años (1868-1878)—. Martí, que  tenía quince, se adhirió publicando de manera clandestina su soneto titulado “El diez de octubre”. Igualmente, a primeros de 1869 —el 19 de enero— publicó “El Diablo Cojuelo” su primer artículo político; y casi de seguido, el día 23 del mismo mes, editó su conocido poema dramático “Abdala” que, según sus propias palabras, fue “escrito expresamente para la patria”.

Pero, en Cuba colonial, un maestro como el de Martí no podía ser tolerado; así que su colegió fue clausurado y Mendive encarcelado, primero, para finalmente acabar deportado. José Martí no encontró mejor suerte. Durante un registro de una escuadra de Voluntarios —españoles— en casa de un buen amigo, Fermín Valdés Domínguez, encontraron una carta en la que se le acusaba de apóstata a un condiscípulo de Martí —Carlos de Castro y de Castro— por haber ingresado en el ejército español, y se le incitaba a la deserción. La misiva estaba firmada por los dos amigos, por lo que el 21 de octubre ambos fueron encarcelados. Cinco meses después, durante el juicio, Martí asumió la autoría de la carta, y reivindicó el derecho de Cuba a su independencia. Condenado a seis años de prisión, un mes después fue llevado a realizar trabajos forzados a canteras. Tras medio año en este lugar y debido a las gestiones realizadas por su padre con el arrendatario de las canteras, Martí fue enviado a la Isla de Pinos, hasta que se le conmutó la pena para ser desterrado a España.

Era el 15 de enero de 1871 cuando subió a la embarcación que le alejaría de su Cuba querida. Le faltaban trece días, pues, para cumplir los dieciocho años de vida. Pero, a pesar de su todavía corta edad, Martí salió de la Isla convertido ya en un hombre maduro. A esta prematura conversión obedece, sin duda, su precocidad genial y las durísimas condiciones a las que fue sometido.

Fue en el transcurso de la travesía marítima hacia España, a bordo del vapor “Guipúzcoa”, cuando escribió su alegato “El presidio político en Cuba”. Publicado en Madrid ese mismo año, el texto denunciaba la inhumana situación del presidio político en la Isla.

El 15 de febrero de 1873, dos años después de su llegada a la península, finalizó el opúsculo: “La República española ante la Revolución cubana”. En él emplazó a la por aquel entonces recién nacida Primera República española a no traicionar sus principios respecto a Cuba. Pero aquella República no llegó ni al año de vida, ya que fue derrocada por un golpe de Estado dirigido por el general Pavía, que propició la restauración de la monarquía borbónica personificada en Alfonso XII.

Lo dicho hasta ahora no es más que un bosquejo de los veinte primeros años de vida del “Apóstol”. Tampoco me detendré a repasar de manera exhaustiva los otros veintidós que vivió de intensa manera, pues no es ese el propósito de este escrito. Recordaré que Martí nunca se olvidó para nada del pueblo, y que, estuviese donde estuviese, siempre trabajó sin descanso por una Cuba independiente con el objetivo legítimo y necesario de hacer la revolución.

“El Maestro” abandonó España a finales de 1874. Pasó por Francia, llegó a México, Guatemala, Venezuela… Regresó a Cuba en dos ocasiones —en 1877 y 1878—. En 1879 fue nuevamente deportado a España… En 1881 fijó su residencia en Nueva York. Vivió en el “monstruo” hasta 1895 —año en el que regresó definitivamente a Cuba—, y le conoció a éste muy bien las “entrañas”. Su estancia en los Estados Unidos le permitió observar el cambio que ésta nación estaba realizando; se trataba de la transformación de su capitalismo premonopolista al capitalismo monopolista e imperialista. Y para eso, los yanquis necesitaban inevitablemente caerle arriba al mundo para expoliarlo, empezando por América Latina, que la tenía muy cerca, principalmente a Cuba. No por gusto se dice que la Guerra de Independencia (1895-1898), con la intervención a última hora de los Estados Unidos, fue la primera guerra imperialista.

A partir de 1892 viajó fugazmente a México, Santo Domingo, Jamaica y Centroamérica; estaba ya de lleno en la preparación de la Guerra Necesaria. Junto a otros compañeros, Martí creó el Partido Revolucionario Cubano, que quedó constituido el 10 de abril de 1892 “para lograr con los esfuerzos unidos de todos los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de Cuba y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”.

Con todos los preparativos ya casi ultimados, los independentistas cubanos sufrieron un duro golpe al quedar desactivado, por delación, el Plan de Fernandina. Como inicio de la “Guerra Necesaria” (1895-1898), este plan consistía en la coordinación de tres expediciones con alzamientos simultáneos en diferentes lugares de la Isla. Amadís, Lagonda y Baracoa eran los nombres de los tres barcos que debían de partir de Fernandina, puerto de la Florida —de ahí el nombre del plan—. Uno de ellos debía recoger en Costa Rica a Antonio Maceo y a otros combatientes para desembarcarlos en Oriente; otro partiría con José Martí y Mayía Rodríguez para recoger a Máximo Gómez en Santo Domingo y desembarcar en Camagüey; y el último barco, con Serafín Sánchez y Carlos Roloff a bordo, lo haría dirección a Las Villas. Conocedoras del plan, las autoridades norteamericanas confiscaron las tres embarcaciones y el armamento que en ellas iba a ser transportado.

Este contratiempo supuso el atraso del alzamiento hasta el 24 de febrero —más de un mes— y el atraso, igualmente, del arribo y desembarco de las personas antes citadas; incorporándose a la guerra, éstas, durante el mes de abril. También supuso la pérdida de buena cantidad de armas que con tanto esfuerzo se habían comprado y conseguido.

Durante la guerra y hasta la intervención estadounidense, en 1898, la emigración cubana organizó 71 expediciones para abastecer de armas y otros pertrechos a los mambises; 33 de ellas fueron confiscadas por las autoridades norteamericanas. Gran Bretaña y la propia España también llegaron a frustrar algunos intentos de ayuda. Estados Unidos nunca reconoció la beligerancia de los cubanos, y mucho menos al Gobierno Cubano en Armas. Y esta siempre fue la constante estadounidense para con las legítimas aspiraciones independentistas y revolucionarias de los cubanos.

Pero el Héroe Nacional de la República de Cuba no se dejó embargar por el desaliento. Junto a Máximo Gómez y otros cuatro expedicionarios, José Martí consiguió desembarcar el 11 de abril de 1895 por Playita de Cajobabo —actual provincia de Guantánamo—. De esa manera, Martí ya estaba en Cuba para intentar cumplir con su cometido. El 18 de mayo comenzó a escribir una carta a su amigo Manuel Mercado que, entre otras cosas, decía: […] “ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber […] de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”. Y añadió unas líneas más adelante: “Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas:—y mi honda es la de David”.

La carta quedó inconclusa porque al día siguiente, el 19 de mayo —hoy hace 122 años—, el entusiasta redactor cayó en Dos Ríos haciendo frente a una columna española que, bajo el mando del coronel Adolfo Jiménez de Sandoval, les hubo sorprendido. Los últimos días de Martí fueron evocados por Máximo Gómez de esta emotiva manera: “Y yo lo vi entonces también a Martí, atravesando las abruptas montañas de Baracoa, con un rifle al hombro y una mochila a la espalda, sin quejarse ni doblarse, al igual que un viejo soldado batallador acostumbrado a marcha tan dura a través de aquella naturaleza salvaje, sin más amparo que Dios. Después de todo este martirizante calvario y cuando el sol que alumbraba las victorias comenzó a iluminar nuestro conuco, yo vi a José Martí —¡oh, qué día aquel!– erguido y hermoso en su caballo de batalla, en Boca de Dos Ríos, como un venado, jinete rodeado de aquellos bravos soldados que nos recuerdan la historia cubiertos de gloria en las pampas de Venezuela”.

A pesar de los esfuerzos realizados por Máximo Gómez para recuperar el cadáver de Martí, éste quedó en manos de los españoles. Actualmente, desde el 30 de junio de 1951 y tras pasar por varios lugares, los restos mortales de “El Maestro” descansan en el mausoleo del cementerio de Santa Ifigenia de Santiago de Cuba.

No cabe duda de que la muerte en combate de Martí, y también más adelante —el 7 de diciembre de 1896— de Antonio Maceo, influyó negativamente en el penoso transcurrir al final de la guerra. Con Martí y Maceo vivos hubiera sido prácticamente imposible la intervención de Estados Unidos en 1898.

De lo antiimperialista que fue “El Apóstol” sobra decir nada. Podríamos recordar, sin embargo, estas palabras suyas: “Para que la Isla sea norteamericana no necesitamos hacer ningún esfuerzo, porque, si no aprovechamos el poco tiempo que nos queda, para impedir que lo sea, por su propia descomposición vendrá a serlo. Eso espera este país y a eso debemos oponernos nosotros”. En cuanto al “Titán de Bronce” se refiere —Martí dijo de él: “Tiene en la mente tanta fuerza como en el brazo”—, más de lo mismo; el 14 de julio de 1896 escribió al coronel Federico Pérez Carbó lo siguiente: “La libertad se conquista con el filo del machete, no se pide: mendigar derechos es propio de cobardes incapaces de ejercitarlos. Tampoco espero nada de los [norte]americanos: todo debemos fiarlo a nuestros esfuerzos; mejor es subir o caer sin ayuda que contraer deudas de gratitud con un vecino tan poderoso”. Creo que estás palabras aclaran bastante las cosas.

A mediados de 1870, en carta dirigida a José Manuel Mestre, Carlos Manuel de Céspedes —el “Padre de la Patria”— subrayó que “Estados Unidos dejaría que Cuba se desangrara para luego apoderarse de ella”. Tampoco José Martí descartó, antes del alzamiento de Baire, esa nefasta posibilidad: […] “tal vez sea nuestra suerte que un vecino hábil nos deje desangrar a sus umbrales, para poner al cabo, sobre lo que quede de abono para la tierra, sus manos hostiles, sus manos egoístas e irrespetuosas”.

Y algo parecido sucedió. Los yanquis esperaron treinta años, desde el “Grito de La Demajagua”, para al final obtener su ansiada e injusta recompensa: la Isla de Cuba y todos sus recursos.

Los imperialistas dominaron Cuba durante casi sesenta años, en los que se dedicaron a humillar y saquear a sus pobladores, pero siempre encontró enconada resistencia por buena parte de estos. Y es que, aunque las ideas de Martí fueron interesadamente tergiversadas por los gobiernos seudorepublicanos al servicio de los Estados Unidos, siempre hubo gente que se dedicó a rescatarlas.  Entre 1920 y 1930 —llamada por Juan Marinello como “La Década Crítica”—, se rescató la conciencia nacional de inspiración martiana y antiimperialista. A esta importante época pertenece el surgimiento de la Protesta de los Trece, el Movimiento de Veteranos y Patriotas, el Grupo Minorista, la Federación Estudiantil Universitaria, la Universidad Popular José Martí, la Confederación Nacional Obrera de Cuba y el primer Partido Comunista de Cuba; emergiendo como protagonistas de estos hechos tan importantes nombres no menos importantes para la historia como el ya nombrado Marinello, Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena, Pablo de la Torriente Brau, el “Canciller de la Dignidad” Raúl Roa, Antonio Guiteras…

Después surgió la Generación del Centenario —1953— liderada por Fidel, la que asaltó el Cuartel Moncada. El jefe de la acción declaró que José Martí fue el autor intelectual de la misma, y en su alegato, conocido como “La historia me absolverá”, expresó: “Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta!”.

El asalto al Moncada fue el inicio de la última etapa liberadora. El primero de enero de 1959, el ingente esfuerzo y sacrificio realizado por José Martí y otros muchos compañeros obtuvo su fruto. Hoy, más de 58 años después, además de marxista-leninista, la Revolución Cubana también sigue siendo profunda e imprescindiblemente martiana.

Insurgente

José Martí, ese misterio que nos acompaña

Desde la más temprana infancia nos envuelve, nos rodea, no desde la figura pétrea o el homenaje oficial, sino que en cada atisbo certero a su vida y obra hemos comprendido el misterioso cuerpo de la Patria o de nuestra propia alma.

José Martí es simple y complejamente nuestra entera sustancia nacional y universal, la expresión acabada del cubano, porque en la abundancia de su corazón y en su vida contiene la imagen y la fe de que un hombre nuevo es posible.

Este 19 de mayo se conmemoran 122 años de su caída en combate en Dos Ríos y en cada lugar del mundo donde haya un cubano de corazón, se le recuerda y venera porque en lo más profundo de nuestra alma quisiéramos ser como él.

La gran poeta Fina García-Marruz, quien se ha acercado y nutrido de la savia martiana señaló sobre esa identificación perenne que suscita El Apóstol: “Él es el conjurador popular de todos nuestros males, el último reducto de nuestra confianza, y olvidadizos por naturaleza, rendimos homenaje diario, profundo o mediocre, a aquel hombrecillo de cuerpo enjuto, de frente luminosa y ojos de una penetrante dulzura, que tiene esta irresistible fuerza: la de conmover. Conmueve si escribe, si habla, si vive, si muere. ¿Cuál es su secreto? Él no actúa: obra”.

Por eso, nuestro Martí no es solo el escritor que asombra a Rubén Darío, a quien reconoce como un hijo, sino el hombre de quien afirma un sencillo y humilde soldado: “no entendíamos todo lo que decía, pero al oírlo, queríamos morir por él”.

Dictaminaba -en un ensayo insuficientemente divulgado-, la poeta chilena Gabriela Mistral que Martí es el caso de un embrujador de almas, ya que gusta al niño en su libro infantil, enciende al joven y conforta al viejo, y por esa condición es que dura sin perder un ápice la anchura de su reino.

Y ese dominio abarcó orgánicamente vida y obra, literatura y oratoria, pues a través de ellas realizó una labor fecunda para aunar voluntades en favor de la Guerra Necesaria, su diplomático verbo convenció y fue bálsamo dulcísimo para que aquellos enérgicos veteranos regresaran a una nueva contienda en pos de la libertad de Cuba.

El Maestro tiene la rara virtud -acaso menos frecuente que otros valores como el arrojo y el talento-, de estimular las mejores dádivas de cada hombre.

Según observa García-Marruz: “Unas pocas horas en un lugar le bastan para dejarlo todo transformado e iluminado por su verdadero sentido. En cualquier momento de su vida que lo evoquemos lo veremos rodeado de rostros conmovidos, como si él les hubiera devuelto una relación olvidada y más antigua con el mundo”.

Para la Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2011 que José Martí se haya ofrecido a la acción nos revela más claramente la misteriosa relación entre acción y contemplación, pues “la acción no es la agitación vacía con que se la confunde ni la contemplación es una vacía especulación. Sólo han actuado realmente aquellos hombres en que el acto ha sido -como decía un apologista católico-, solo esto: sobreabundancia de la contemplación. No creo que haya definición más justa”.

Explica la autora de Las miradas perdidas que es preciso llenarse de silencio y soledad para que sobreabundemos en palabra y en obra, puese el vaso colmado de agua desborda naturalmente hacia fuera, y el alma colmada de contemplación actúa y fecunda.

En el Apóstolde la Independencia de Cuba la contemplación se funda en la acción que permanece y, por eso, no es tan fácil imitar a hombres como él en los cuales el acto es su intimidad, es decir, en ellos actuar no es abandonar la contemplación sino consumarla.

Algunos le reprochan a José Martí que siendo un intelectual estuviera involucrado en una guerra que finalmente lo condujo a su caída en combate, pero la vida de los hombres como el Héroe Nacional tienen poco que ver con el azar. Solo al hombre común le sucede el azar. En el no común todo es destino.

“Desde niño, parece que lo tiene delante -subraya sobre el fátum de Martí la eminente ensayista cubana-; la carta que le escribe a su madre poco antes de morir -esa carta que Unamuno llama una de las oraciones más bellas que se han escrito en lengua española-, es la carta asombrosa del que sabe que va a morir. Frente a su muerte sentimos no el azar que interrumpe sino el destino que sella, el generoso cántico de ‘su’ hora profunda, cuya alegría lo turbó como un niño, y después de la cual ya no era posible vivir. Cuando leemos sus últimas cartas desde el campamento, su diario, tenemos la arrasadora sensación de que es cierto que ha llegado, como él dice, a la plenitud de su naturaleza, como esos temas musicales, largamente preparados a lo largo de una sinfonía y que percibimos solo hacia el fin de su verdadera, galopante nitidez”.

Cuando nos acercamos con atención a su vida y su obra comprendemos que el alma de los cubanos encuentra cobijo en el tributo legítimo a un hombre que no solo fue de su tiempo, sino de todos los tiempos; no solo de Cuba, sino del mundo.

Y como exhorta con prístina vehemencia la ensayista: “Volvámonos a aquel que escribió un día a su pequeña María Mantilla, con aquel acento casi escolar de ternura que nunca nadie ha tenido después: Tú, cada vez que veas la noche oscura, o el sol nublado, piensa en mí”.

A LA MADRE

Montecristi, 25 marzo, 1895

Madre mía:

Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Vd. Yo sin cesar pienso en Vd. Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.

Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de Vd. con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.

Su
J. Martí

Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Vd. pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca.

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