El Estado de Derecho – La Nación, Argentina
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
El reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia que aplicó el cómputo del dos por uno a condenados por delitos de lesa humanidad y que tanta polémica despierta nos mueve a reflexionar acerca de si como sociedad hemos asumido plenamente lo que significa aceptar el Estado de Derecho, esto es, la sujeción del hombre al imperio de la ley que debe regir la vida en comunidad.
Los delitos de lesa humanidad, en los que incurrieron ambos bandos en tiempos del enfrentamiento armado entre las fuerzas de seguridad y los terroristas revolucionarios, recogen desde siempre un merecido repudio. Hay también acuerdo respecto de la imprescriptibilidad de esos delitos, pero la unanimidad cede cuando se restringe ese carácter exclusivamente a los cometidos por la represión ilegal y se deja inexplicable e injustificadamente fuera a los cometidos por la guerrilla subversiva.
A propósito del fallo «Muiña» de nuestro máximo tribunal, que conocimos días atrás, merced al cual se le concede a un represor el beneficio del dos por uno en su condena por el delito de privación ilegal de la libertad y tormentos para con trabajadores del hospital Posadas, se ha afirmado en distintos ámbitos que los derechos humanos universalmente reconocidos están por encima de cualquier ley. Pero si realmente aspiramos a vivir en un Estado de Derecho no hay doctrina política, ni religiosa, ni filosófica, ni relato ni memoria que puedan justificar su elevación por sobre la ley.
A lo largo de la historia, el mundo occidental civilizado ha incorporado sabiamente principios inamovibles como la igualdad ante la ley, el derecho de defensa, el debido proceso y que nadie puede ser juzgado ni condenado por conductas no previstas en leyes anteriores al hecho, entre muchos otros. Las llamadas leyes humanitarias han suprimido la prisión por deudas y la tortura; han consagrado el principio de in dubio pro reo, o beneficio de la duda; el principio de la ley más benigna a favor del imputado siempre que ésta estuviese vigente al momento del hecho, y que las cárceles sean sanas y limpias «para seguridad y no para castigo de los detenidos en ellas». En la misma línea están la reducción de la pena por buena conducta y la prisión domiciliaria para los mayores de 70 años. Se trata de conquistas que responden a piadosas tendencias humanitarias, precisamente a favor del hombre.
La sana división de poderes, con expresa prohibición de arrogarse otras funciones propias del Poder Judicial, y la obligación de los jueces de fallar según la ley, con independencia de toda doctrina o postura política por respetable que ella sea, constituyen garantías para el ciudadano. A la luz de estos principios fundamentales, la sociedad debe comprender que si se quiere vivir en un Estado de Derecho se deben respetar las leyes, nos gusten o no sus términos, pues no existe ninguna política capaz de situarse por encima de ese cuerpo legal. Si el fallo en cuestión se hubiese aplicado a un ex montonero, la situación sería exactamente la misma, pues nada tienen que ver en esto la militancia ni las argumentaciones ligadas a la defensa de los derechos humanos.
Precisamente por este motivo se representa a la Justicia con una venda en los ojos para simbolizar su imparcialidad: la ley es igual para todos. La aplicación de este principio es justamente lo que nos distinguirá de los criminales de toda laya y de la barbarie, tanto como de quienes pretenderían ampararse en la deleznable consigna «al enemigo, ni justicia» para exigir venganza antes que el cumplimiento de las leyes.
No puede menos que repudiarse la afirmación de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, quien, al cuestionar el fallo de la Corte Suprema, sostuvo que algo así no hubiese ocurrido durante su gestión gubernamental: otro vergonzoso sincericidio que confirma cuán lejos estaba de respetar la autonomía de los tres poderes que debe primar en una república, al aceptar que ella controlaba o aspiraba a digitar incluso al máximo tribunal de la Nación.
Que la sentencia no sea políticamente favorable al gobierno de Mauricio Macri, por un lado, y que desagrade a organismos defensores de los derechos humanos, por el otro, son una clara muestra de la independencia de la que ha hecho gala la Corte, con su dinámica de mayorías y minorías, al fallar de acuerdo con lo que entiende es la debida aplicación de la ley y las garantías procesales. Técnicamente el fallo resulta inobjetable, aun para sus detractores. Recordemos, además, que el régimen del dos por uno fue muy criticado y desde esta columna se pidió su derogación en 2000.
Recientemente, la Corte avaló el arresto domiciliario para un represor de 85 años y enfermo. Un fallo de características similares fue el de la Corte chilena que habilitó a Augusto Pinochet, de la misma edad, a terminar sus días en su hogar y no en prisión. En una auténtica república el respeto a la ley puede derivar en actos éticamente humanitarios, incluso para con aquellos que tan ferozmente la combatieron, pues sólo así se confirma su fortaleza y sus auténticos valores.
Desgraciadamente, continuando con una inercia de enfrentamiento que sólo nos aleja del futuro para anclarnos en el pasado, una parte de la ciudadanía parece haber olvidado que venimos de más de una década de denunciar la falta de independencia del Poder Judicial. Ya comienzan a oírse voces que anticipan apelar a mecanismos constitucionales que pongan freno a nuevos fallos, incluso al absurdo pedido de juicio político a los magistrados que conformaron el voto mayoritario. En el juego democrático, todo lo que acontezca dentro del marco institucional debe celebrarse. Hasta aquí, respetamos un ejemplo del sano funcionamiento de la independencia de los poderes tan largamente reclamada.