Cuando se siembra odio – El Nacional, Venezuela

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Hace algunos días, el 25 de abril para ser precisos, se cumplieron 43 años de la “revolución de los claveles”, un levantamiento militar que puso fin a la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar que sojuzgaba a Portugal desde 1926. Al frente de ese movimiento se encontraba Otelo Saraiva de Carvalho, un teniente coronel, como Chávez; como él, fue seducido por Fidel Castro y proponía freír las cabezas de personeros del ancien régime en la plaza de toros de Lisboa. Propugnaba, chavista avant la lettre y protomadurista, “un modelo de democracia directa y participativa en la que el poder se hallase en asambleas populares, bajo la vanguardia de obreros y campesinos”. Chávez, que ideas originales nunca tuvo, copió el deplorable propósito del milico luso para sentenciar: “Hay que freír en aceite hirviendo la cabeza de los adecos”.

El exordio apunta a establecer que el odio revolucionario y bolivarista es raigal. No sólo era un patológico sentimiento alojado en la psique del redentor sabanetero y una enfermiza manifestación del resentimiento acumulado por su fracaso como golpista, sino una obsesión acendrada por lecturas sin método ni concierto de manuales plagados de “odio de clase”, porque desde que el comunismo se propuso espantar con sus fantasmales apariciones, ese fue su ¡bu! primordial. De modo que la repulsa y la animadversión hacia el otro, al que no comulga con sus ideas, es un componente emocional y programático del socialismo del siglo XXI. Y no es de extrañar que, reacción natural, el reconcomio haya germinado también en algunos sectores radicales de la oposición y que no puedan contenerlo cuando se topan con el disfrute desenfrenado de privilegios por parte de altos cuadros del gobierno y de sus familiares. Da rabia enterarse de cómo viven y cuánto gastan. Por eso, no pasa de ser hipocresía la queja de Jorge Rodríguez porque una señora criticó la buena vida de su hija, la que retratan echada en hamacas tendidas entre palmeras australianas.

No puede pedirle Rodríguez a esa dama que contenga su ira. Es psiquiatra y algo debe haber estudiado al respecto. Claro, no pueden pedírsele peras de comprensión al olmo de la intolerancia que ha crecido en el municipio Libertador. No está de más preguntarle a este loquero por qué, si es tan condescendiente, niega el libre desplazamiento del adversario por predios urbanos que ha marcado como suyos, lo cual si no es motivo de odio, sí lo es de disgusto y repugnancia.

El discurso de Maduro hoy, como el de Chávez (no hay que olvidarlo), el de Cabello, el de Padrino, el de El Aissami, el de Jaua y el toda la macolla de la dictadura grupal es el discurso del odio abierto y sin cortapisas; de los gases lacrimógenos, las tanquetas y las balas. El discurso de la represión desmedida de eficacia contabilizada en muertos, heridos y prisioneros. No, ni el frenólogo de la esquina caliente ni su hermana la recadera de la Casa Amarilla tienen autoridad moral alguna para lamentarse de los reproches lanzados contra la confortable vida de sus familiares. La caridad empieza por casa.

El Nacional

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