Bolivia: libre albedrío y despenalización del aborto – Por Ineke Dibbits

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Cuando participamos en algún debate sobre las reformas del Código Penal que se están planteando en la Asamblea Legislativa, llama la atención el uso frecuente del término “libre albedrío”, término con que las personas expresan su disgusto sobre los cambios que se proponen y lo que consideran las consecuencias más nefastas: legitimar la libertad de elegir y de tomar las propias decisiones por parte de las mujeres.

Sin embargo, pensándolo bien, analizar ese término del “libre albedrío” es muy pertinente, también para las personas que estamos preocupadas por los escenarios de clandestinidad en los que las mujeres abortan. Pues, sin recursos, hay mujeres embarazadas que se dejan caer por las gradas; hay las que empiezan a jugar voleibol para ver si algún salto o una pelota que les llegue a la barriga les dé la “solución”; hay las que preguntan a alguna anciana si conoce alguna hierba abortiva; hay las que empiezan una búsqueda desesperada por internet y se automedican.

Así también hay las que “optan” por una clínica clandestina. Se averiguan especialmente los precios, ya que preguntar y obtener una respuesta sincera sobre la seguridad es simplemente un sueño. Entonces no queda otra que aceptar el libre albedrío y confiar en la suerte. Tampoco se puede descartar la posibilidad de que te pillen: el libre albedrío, en este caso, significa confiar en que no te pondrán detrás de las rejas.

Pero el libre albedrío también afecta profundamente a las mujeres, generalmente a las adolescentes, cuando no quieren abortar. Me acuerdo de la historia de Liliana. Estaba embarazada cuando su pareja se accidentó y murió. Ella tenía 17 años, y antes de ese día fatal habían acordado tener al bebé. Pero el destino no lo quiso, ya que Liliana pasó en una semana por el velorio de la persona que amaba, su entierro y la pérdida de su bebé. Sus padres no podían tolerar que su hija fuera madre soltera. A Beatriz, de 16 años, igualmente la obligaron. Se martiriza con la idea de que es una asesina, cargando con una culpa enorme, porque no tuvo el valor de escaparse a tiempo de su casa. Así también me enteré del aborto de Yoselín en una clínica de El Alto, pues tuvo que “obedecer” al profesor de química, quien una y otra vez la había violado.

Estas historias nos confrontan con otro escenario horrendo del “libre albedrío”. Si las clínicas clandestinas perdieran su razón de ser por la despenalización del aborto, la mamá de Liliana la hubiera llevado a un hospital público. Le hubieran explicado que es Liliana quién tiene que decidir y que su decisión no puede ser objetada por ninguna persona, ni siquiera por alguien de su familia más cercana. Por tanto, se le hubiera pedido hablar a solas con su hija. Liliana contaría la historia del padre de su bebé y sobre la decisión de tenerlo. Finalmente, se repetiría a la madre que se debe respetar la decisión de Liliana y que no pueden haber represalias.

Así también Beatriz hubiera podido tomar su propia decisión, aceptando o no el aborto deseado por sus padres. El profesor de Yoselín no se hubiera animado siquiera a acudir a un lugar donde podrían hacerle preguntas. En este sentido el aborto, como una salida para ocultar delitos sexuales, se haría más difícil. En las clínicas clandestinas interesa el dinero, no el consentimiento informado de la mujer —adolescente o adulta— embarazada. No interesan tampoco los delitos sexuales. De este modo, ¿quién se atreve todavía a defender posturas para que permanezcan las clínicas clandestinas y todo lo que implica el libre albedrío?

(*) Investigadora holandesa.

La Razón

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