Guatemala: La maquinaria del Estado contra la rebelión de las niñas – Por Rafael Cuevas Molina

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Guatemala ha vivido una tragedia más esta semana: por lo menos 34 niñas murieron calcinadas en una casa-hogar gubernamental la madrugada del 8 de marzo, día internacional de la mujer.

El incendio que las mató tuvo lugar en el marco de una protesta de las muchachas contra la vida carcelaria llena de abusos a la que eran sometidas: mal alimentadas, castigadas, utilizadas como “mulas” para trasportar drogas y usadas como objetos sexuales.

Las niñas, entre 13 y 17 años, y la Procuraduría de Derechos Humanos ya habían protestado antes, a tal punto que se había ordenado al Estado que cerrara el centro que, paradójicamente, debía ofrecer un espacio seguro a muchachas y muchachos que se encontraban en riesgo social. La respuesta del Estado no fue la investigación y la búsqueda de soluciones, sino la indiferencia y la continuidad de los abusos.

Desesperadas, las niñas se sublevaron. Varias de ellas lograron huir, pero otras fueron recapturadas y encerradas en un pequeño habitáculo en donde algunos colchones prendieron fuego sin que nadie acudiera a abrir las puertas clausuradas. Al contrario, desde la distancia, la policía y autoridades del centro veían el dantesco cuadro sin hacer nada.

La imagen recuerda hechos similares ocurridos en el pasado: la quema por la policía de la embajada de España en 1982, siniestro en el que murieron 32 campesinos y activistas que pedían un diálogo con el gobierno. El genocidio contra población indígena, que tuvo como artífice central al Ejército, que en la década de los ochenta arrasó con más de 200 aldeas. Pero hechos puntuales que perfilan la barbarie del Estado guatemalteco hay muchos más, como aquel que culminó con miembros del comité central del partido comunista siendo arrojados a las fosas de un volcán activo.

Es decir, un cuadro de violencia desbocada de un Estado que no conoce sino las formas más cavernarias para ejercer su dominación. Una clase dominante que ve a los guatemaltecos como verdadera carne de cañón.

El tejido social guatemalteco está totalmente desgarrado, y esto no es responsabilidad solamente de un gobierno, ni muchos menos aún de alguna autoridad puntual. Es responsabilidad del Estado, que desde hace más de sesenta años le declaró la guerra a su propio país. Los resultados están a la vista, nada es casualidad: pandillas juveniles, crimen organizado, femicidios, los índices de violencia más altos del mundo.

Las niñas que murieron calcinadas, las que se debaten entre la vida y la muerte, las que lograron escapar con vida no son más que una pequeña muestra de una niñez totalmente abandonada, de la que un 55% se encuentra en estado de desnutrición o pulula por miles vendiendo baratijas en las esquinas de las ciudades.

El Estado guatemalteco ha demostrado ser eficiente solamente en dos cosas: la represión contra su propia población y como instrumento de enriquecimiento de una casta de avorazados a los que parece que se les va a terminar el mundo si no roban inmediatamente lo más que pueden.

Los guatemaltecos ya han dado muestras de hartazgo. Hace dos años echaron del poder al general Otto Pérez, a su vicepresidenta y a toda su camarilla. Luego, eligieron a un outsider esperando haberse desembarazado de los que siempre los vapulean y estafan.

Fallaron en la elección, el presidente que llevaron al poder es un pobre mediocre que ni siquiera tiene agallas para asumir esta tragedia como debiera: se ausenta de las conferencias de prensa aduciendo “importantes labores de Estado”.

Que sigan por ese camino, que ya les llegará su tiempo.

(*) Escritor, filósofo, pintor, investigador y profesor universitario nacido en Guatemala. Ha publicado tres novelas y cuentos y poemas en revistas. Es catedrático e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos (Idela) de la Universidad de Costa Rica y presidente AUNA-Costa Rica.

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