Trump y América Latina – Por Alexander Main

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Los resultados de las elecciones estadounidenses de 2016 dejaron horrorizada a mucha gente en muchos lugares del mundo, pero probablemente en ninguna otra parte más que en América Latina. A lo largo de toda su campaña, el vencedor de las elecciones vilipendió a los inmigrantes latinoamericanos y prometió construir un muro en la frontera sur de los Estados Unidos (supuestamente pagado por México) para mantener afuera a los «violadores y traficantes de drogas». Durante su campaña en Florida hizo referencia a luchar contra la «opresión» en Venezuela y a revertir los intentos de apertura diplomática con Cuba, una medida del presidente Obama aplaudida unánimemente por los gobiernos latinoamericanos.

Sin embargo, no todos en América Latina se muestran tan pesimistas con la victoria de Donald Trump. Al preguntársele cuál candidato a la presidencia de Estados Unidos sería mejor para la región, el presidente de Ecuador Rafael Correa respondió sin vacilar:

Trump… porque es tan primario que va a generar una reacción en Latinoamérica que va a generar más apoyo para los gobiernos progresistas. …Tenemos un gobierno de Estados Unidos que practicamente hace lo mismo, que casi no ha cambiado nada, pero un presidente simpático, que es buena persona, Obama.

Pese a los esfuerzos recientes de normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba (limitados, dado el embargo económico que persiste contra la isla), hay por cierto escasos indicios de que la agenda del gobierno estadounidense en América Latina haya avanzado mucho desde la era de George W. Bush. La pregunta es si el presidente estadounidense entrante, errático e imprevisible, efectivamente ejercerá una política continuista de cara a América Latina, y qué significará su presidencia para una región actualmente sacudida por trastornos económicos y políticos, donde algunos observadores hablan del fin de un «ciclo progresista» de gobiernos de izquierda.

El manual de tácticas políticas de América Latina que Trump heredará pronto de Obama se basa en un conjunto de amplios objetivos estratégicos para la región que el Departamento de Estado a menudo denomina «prosperidad», «seguridad» y «democracia y gobernanza».

La agenda de «prosperidad» de Estados Unidos implica, en primer lugar, la promoción de los llamados tratados de libre comercio (TLC) entre Estados Unidos y sus socios regionales. Obama retomó el trabajo comenzado por George W. Bush, presionando con éxito a favor de la aprobación en el Congreso de los TLC con Panamá y Colombia negociados por su predecesor, a pesar de los continuos asesinatos de activistas laborales de Colombia y la fuerte oposición de la mayoría de los demócratas.

Un segundo objetivo clave de «prosperidad» es la promoción de las reformas neoliberales -medidas de austeridad, desreglamentación, reducción de aranceles, liberalización del mercado, etc. En los últimos 15 años, esta meta se vio obstaculizada por el hecho de que muchos países se han liberado del Fondo Monetario Internacional y de las políticas del Fondo impulsadas por Washington (que contribuyeron a las «décadas perdidas» de 1980 y 1990 y redujeron o detuvieron el progreso de los indicadores sociales). Sin embargo, el gobierno de Obama ha potenciado con éxito la asistencia para que los países más pobres presionen a favor de reformas del mercado que benefician a los inversionistas transnacionales y generan inestabilidad económica para la gente común. A fines de 2014, el Departamento de Estado apoyó la creación del Plan Alianza para la Prosperidad para los países pobres del Triángulo Norte de América Central: un programa de desarrollo que favorece las las empresas transnacionales y que se basa en el Plan Puebla Panamá de la era de Bush.

La estrategia de «seguridad» de Washington para la región se arraiga en gran medida en los programas militarizados contra el narcotráfico y de contrainsurgencia desarrollados en el marco de gobiernos anteriores. En el marco de los gobiernos de Clinton y Bush, se destinaron miles de millones de dólares de asistencia militar al Plan Colombia en apoyo a las amplias ofensivas militares que tuvieron como resultado la muerte de miles de civiles y el desplazamiento de millones de personas, sin ningún impacto significativo en la producción de cocaína. El Plan Colombia continuó durante el gobierno de Obama y fue considerado posteriormente como un modelo para el desarrollo de programas similares en México (lniciativa Mérida) y América Central (la Iniciativa Regional de Seguridad de América Central).

En el marco de estos programas, se desplegaron a escala masiva unidades policiales militarizadas y del ejército de México y América Central para acabar con el tráfico de drogas y el crimen organizado a pesar de que muchas de estas unidades se presumen involucradas en actividades criminales. A esto le siguió una ola sin precedentes de violencia letal, que acabó no solo con la vida de supuestos criminales e incontables transeúntes inocentes, sino también con cantidades sorprendentes de activistas sociales locales, especialmente en Honduras, uno de los principales receptores de asistencia de seguridad de Estados Unidos. La periodista e investigadora Dawn Paley indicó cómo la violencia y el desplazamiento de comunidades producto de la «guerra contra el narcotráfico» apoyada por Estados Unidos ayudaron a abrir territorios ricos en recursos, previamente inaccesibles, a las empresas transnacionales.

La agenda de «democracia y gobernanza» que Obama transferirá a Trump puede parecer inicialmente apolítica y enfocada en el «desarrollo institucional» y el fortalecimiento del Estado de Derecho, entre otras iniciativas aparentemente benignas. Los cables del Departamento de Estado filtrados por WikiLeaks en 2010 y 2011 ofrecen una perspectiva contrapuesta en lo relativo a esta agenda. Entre otras cosas, los cables muestran que los diplomáticos estadounidenses implementaron métodos consolidados de intervención interna «suave», como por ejemplo el potenciamiento de los programas de asistencia de Estados Unidos, los préstamos multilaterales y las subvenciones para la «promoción de la democracia», con el fin de socavar, cooptar o eliminar a los movimientos políticos de izquierda, particularmente aquellos que se presumían cercanos al presidente venezolano Hugo Chávez.

También han tenido lugar abiertamente otros esfuerzos por parte de Estados Unidos para hace retroceder a la izquierda latinoamericana.

El 28 de junio de 2009, el presidente hondureño de izquierda Manuel Zelaya, que había irritado a la elite de su país y al gobierno estadounidense al profundizar las relaciones con Venezuela e impulsar una asamblea constituyente, fue secuestrado a punta de pistola por el ejército y trasladado a Costa Rica. La entonces Secretaria de Estado Hillary Clinton se negó a reconocer formalmente que se había producido un golpe de Estado militar, lo que hubiera suspendido gran parte de la asistencia estadounidense. También hizo todo lo posible para evitar que Zelaya regresara a Honduras. Luego, el gobierno estadounidense anunció que reconocería los resultados de las elecciones hondureñas del 29 de noviembre sin la restauración previa de Zelaya, como exigían los gobiernos latinoamericanos.

Esta medida unilateral y antidemocrática descarada generó la indignación de toda la región. Pero Estados Unidos duplicó su apuesta y apoyó con todo su peso a los gobiernos hondureños de derecha y represores posteriores. Tanto el Departamento de Estado como el Departamento de Defensa multiplicaron su asistencia de seguridad a Honduras e hicieron caso omiso a la corrupción gubernamental generalizada y las decenas de asesinatos de líderes sociales, tales como la renombrada activista indígena Berta Cáceres.

Con la ayuda de vientos económicos nefastos sobre América Latina, la agenda de Bush-Obama ha avanzado notablemente en los últimos años. El archienemigo de Estados Unidos, Venezuela, está sumido en una crisis económica y política prolongada y dejó de ocupar un papel importante a nivel regional. Luego de la muerte de Chávez en 2013, Estados Unidos ha apoyado, por una parte, el diálogo y, por otra parte, las tácticas de desestabilización de los sectores radicales de la oposición de forma intermitente. Mientras el gobierno perseguía la apertura con Cuba, endurecía su política respecto a Venezuela con un nuevo régimen de sanciones a fines de 2014.

Mientras tanto, los antiguos pilares de la integración sudamericana, Argentina y Brasil, están ahora en las manos de gobiernos de derecha, luego de 12 años de gobiernos de izquierda. El gobierno de Obama hizo su parte para apoyar estas transiciones, imponiendo una moratoria dañina sobre los préstamos multilaterales al gobierno de Cristina Kirchner (que se levantó rápidamente luego de la derrota del partido de Kirchner en las elecciones de 2015) y ofreciendo apoyo diplomático al gobierno provisorio de Brasil mientras se llevaba a cabo el polémico juicio político (o golpe de Estado «suave”) contra la presidenta Dilma Rousseff.

El panorama político de hoy es enormemente diferente al que se encontró Obama hace ocho años cuando la izquierda controlaba toda la región y reivindicaba audazmente su independencia. Al dejar el gobierno, Obama podría señalar esto como una victoria política exterior para contrarrestar su mediocre historial en el Medio Oriente y Europa Oriental. Honduras, Paraguay, Argentina, Brasil… uno a uno, los gobiernos de izquierda cayeron y Estados Unidos recuperó una porción importante de la influencia que ejercía en el pasado en la región. La muerte de Fidel Castro, solo dos semanas y media después de la victoria de Trump, parecía presagiar un resurgimiento de la hegemonía y el comienzo de una época oscura e incierta para la izquierda latinoamericana.

«En el día de ayer, el mundo conmemora la muerte de un brutal dictador que oprimió a su propio pueblo durante casi seis décadas». La declaración de Trump sobre la muerte del líder cubano contrastó profundamente con el tono neutro y en cierto modo respetuoso de Obama que indicó que «la historia hará registro y juzgará el enorme impacto de esta singular figura» y ofreció sus condolencias a la familia de Castro. Las palabras combativas de Trump sugieren que podría cumplir con las promesas realizadas durante su campaña en Florida y adoptar políticas más agresivas respecto de Cuba, Venezuela y otros gobiernos de izquierda.

Predecir lo que Trump hará en el futuro ha demostrado ser una tarea prácticamente imposible. Se ha mostrado como un demagogo volátil y caprichoso con una gran capacidad de explotar las frustraciones y ansiedades de sectores más que todo blancos de clase media y baja: «los olvidados». Parece no tener una visión o principio rector claro excepto por una autopromoción obsesiva, ni parece estar particularmente interesado en los detalles de las políticas públicas.

Sin embargo, los candidatos de Trump al gabinete ofrecen algunas pistas sobre las posibles orientaciones de su política exterior. Hasta el momento se destacan dos tendencias: Un fortalecimiento de la tendencia hacia una mayor militarización de la política exterior de Estados Unidos y una obsesión con la amenaza percibida de Irán y el llamado «islamismo radical». Ambas tendencias podrían tener un impacto radical sobre la política estadounidense respecto de América Latina.

Aunque adoptó posiciones contrarias al intervencionismo durante la campaña y condenó a «los generales» por «no hacer su trabajo», Trump seleccionó más hombres del ejército para los principales cargos de seguridad nacional que cualquier otro gobierno desde la 2da Guerra Mundial. Se rumorea que tanto el general retirado James «Perro Loco» Mattis, el candidato de Trump para ocupar el cargo de secretario de Defensa, y el general retirado Michael Flynn, su elección como consejero de seguridad nacional, fueron despedidos del gobierno de Obama por sus posiciones agresivas y extremas sobre Irán y el «islamismo radical». Al preguntársele sobre cuáles son las peores amenazas que enfrenta Estados Unidos, Mattis expresó “Irán, Irán, Irán” e incluso insinuó que Irán está detrás de ISIS a pesar de la extrema oposición del grupo a la República Islámica y al chiismo.

El General Flynn, quien será el consejero principal de Trump en materia de asuntos exteriores, vinculó las «amenazas» terroristas iraníes e islámicas con los gobiernos de izquierda en América Latina. En un artículo editorial de julio de 2016, escribió: «Estamos en una guerra mundial y nos enfrentamos a una alianza enemiga que va desde Pionyang, Corea del Norte a La Habana, Cuba y Caracas, Venezuela.”

El general retirado John Kelly, candidato de Trump como jefe del Departamento de Seguridad Nacional y ex director del teatro de operaciones militares del hemisferio occidental advirtió a los miembros del Congreso sobre Irán y grupos islámicos radicales que promueven células terroristas y sobre «la superposición operativa y financiera entre las redes delictivas y terroristas de la región». Esta visión es compartida por otros de los candidatos a ocupar cargos importantes de política exterior como Yleen Poblete, ex asesora de la congresista cubano-estadounidense Ileana Ros-Lehtinen y promotora de la Ley de 2012 para contrarrestar a Irán en el hemisferio occidental.

Aunque estas ideas obtuvieron poco apoyo mientras Obama estaba en el poder, podrían ser parte importante de la política sobre América Latina en un gobierno de Trump, que remplazaría al Bolivarianismo venezolano como la principal pesadilla de la región. Los esfuerzos para socavar y eliminar a los gobiernos de izquierda podrían justificarse adicionalmente por sus vínculos con Irán. Los programas de seguridad podrían recibir un apoyo adicional para luchar contra una supuesta infiltración terrorista de redes de crimen organizado.

Incluso aunque estas supuestas amenazas no se conviertan en una prioridad de la estrategia del próximo gobierno respecto de América Latina, las tendencias políticas de «seguridad» y «democracia» de Bush y Obama probablemente se intensifiquen. La expansión del modelo del Plan Colombia probablemente continúe y posiblemente incorpore nuevas regiones, tal como la zona de la triple frontera de América del Sur, descrita hace tiempo por las agencias de inteligencia de Estados Unidos como un terreno maduro para el terrorismo. Si el candidato a secretario de Estado, Rex Tillerson, se opone a esta militarización desenfrenada de la política de seguridad regional, se encontrará con la rigurosa resistencia de dos fuentes: la burocracia del Departamento de Estado, que en sí mismo se ha vuelto cada vez más militarizado (particularmente su Agencia de Asuntos Internacionales sobre Narcóticos y Aplicación de la Ley, que cuenta con grandes recursos) y el complejo militar industrial, que estará representado en los más altos niveles del próximo gobierno.

Además, se puede esperar que el gobierno de Trump construya sobre la base de la «victoria» de Obama con América Latina y persiga de forma agresiva la hegemonía política de Estados Unidos en la región. Apoyar los esfuerzos para desestabilizar y aislar aún más a Venezuela probablemente esté primero en la lista de prioridades, así como también debilitar otros gobiernos de izquierda a través de los métodos descritos en los cables filtrados y otros métodos más clandestinos, de los cuales el general Flynn, con vasta experiencia en el mundo de las operaciones encubiertas, es un experto. No queda claro aún si Trump revertirá los intentos de apertura de Obama con Cuba (que tendría el rechazo de sectores de la comunidad empresarial de Estados Unidos, que sin duda son escuchados por Trump), pero probablemente despliegue más recursos de la caja de herramientas de «promoción de la democracia» con el fin de debilitar al gobierno de Cuba.

Sin embargo, existen grandes obstáculos que podrían hacer descarrilar esta agenda. Sin duda, como señaló Correa, el estilo «primario» y ofensivo del futuro presidente y su equipo generarán una nueva animadversión hacia el gobierno de Estados Unidos y le otorgará a la población latinoamericana una motivación renovada para seguir un camino independiente.

Otros factores podrían desempeñar un papel incluso mayor en el distanciamiento de Estados Unidos de la región. Si Trump cumple con su promesa de renegociar los acuerdos comerciales e imponer aranceles sobre varios productos que compiten con la industria nacional, hará más que los presidentes Chávez, Lula y Kirchner lograron hacer para socavar la agenda comercial promovida por Bush y Obama en América Latina. Por supuesto, si Trump seguirá este plan o no es una pregunta incierta (como tantas otras de sus promesas electorales). Si bien su candidato a secretario de Comercio, Wilbur Ross, ha defendido algunas posiciones proteccionistas, Trump enfrentará la oposición acérrima de la mayor parte de la elite empresarial estadounidense, como por ejemplo varios integrantes de su propio gabinete y otros republicanos poderosos en el Congreso, ante las mayores restricciones al comercio (excepto aquellas que fortalezcan las patentes y derechos de autor).

Posiblemente, el mayor factor que frustraría los esfuerzos de Estados Unidos para reafirmar su hegemonía regional es China. El aumento extraordinario de las inversiones, comercio y préstamos chinos en la región ya contribuyó en gran medida en limitar el potenciamiento económico y financiero de Estados Unidos en muchos países latinoamericanos. El comercio entre China y América Latina creció de alrededor de 13 mil millones de dólares en el año 2000 a 262 mil millones en 2013, convirtiendo a China en el segundo mayor mercado exportador de la región. Las inversiones chinas, si bien no siempre son positivas desde un punto de vista ambiental o social, vienen en gran medida sin condiciones políticas nacionales, contrario a muchos de los préstamos y proyectos de inversión apoyados por Estados Unidos. En suma, la expansión económica de China en la región ha significado un impulso para los gobiernos de izquierda de América Latina, proporcionándoles un espacio para aprobar políticas audaces y progresistas que han ayudado a sacar a decenas de millones de personas de la pobreza. De 2002 a 2014, la pobreza en América Latina cayó del 44 al 28 por ciento, luego de haber aumentado por un período de 22 años.

Con la reciente ralentización económica de China, la demanda china de mercancías latinoamericanas se ha reducido, lo que ha tenido un impacto negativo en varias economías latinoamericanas. Pero China parece estar extendiendo su influencia económica y política de forma más asertiva en la región. El colapso del Acuerdo de Asociación Transpacífico de Obama, que incluía a varias grandes economías latinoamericanas, ha creado un nuevo espacio para el comercio y la inversión china en la región, tal como dejó en claro el presidente chino Xi Jinping durante un viaje realizado a fines de noviembre a Chile, Ecuador y Perú.

Además, China sabe que pronto tendrá que lidiar con un gobierno estadunidense impredecible y posiblemente más hostil, que ya ha señalado su intención de contrarrestar la influencia de China en Asia oriental. Como muestra el reciente llamado de Xi a favor de una «nueva era de las relaciones con América Latina», el gobierno chino parece reconocer que tiene un interés geoestratégico en expandir adicionalmente las relaciones comerciales y diplomáticas en el «patio trasero» proverbial de Estados Unidos.

Por lo tanto, si bien el gobierno de Trump podría intentar reforzar el control de Estados Unidos en la región, la población latinoamericana debería de todas maneras ser capaz de contrarrestar la hegemonía estadounidense y lograr su propia versión local de una agenda de prosperidad, democracia y seguridad.

(*) Asociado principal de política internacional del Centro para la Investigación Económica y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, D.C.

Alainet

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