Argentina: Donde chocan la ciencia y el sinsentido – Por Alberto Kornblihtt
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Donde chocan la ciencia y el sinsentido – Por Alberto Kornblihtt*
El gobierno del presidente Mauricio Macri en Argentina cumplió su primer año el mes pasado, pero hay poco que celebrar para los científicos.
El malestar que se vivió en el país llegó a las tapa de diarios de todo el mundo cuando miles de investigadores, estudiantes de posgrado y posdoctorados ocuparon el Ministerio de Ciencia durante cinco días. Esa protesta terminó con concesiones paliativas de las autoridades –la oferta de 500 becas de posdoctorado a aquellos a los que se debería haber garantizado posiciones de investigador junior– pero los problemas son mucho más profundos.
Macri es el hijo de un poderoso industrial y antiguo socio del presidente electo de Estados Unidos Donald Trump en el desarrollo de negocios inmobiliarios. Los Panamá papers, una enorme cantidad de archivos fiscales filtrados en abril pasado, mostraron que él (y su padre y sus hermanos) eran propietarios de varias sociedades offshore. El presidente está aplicando sin rodeos un plan contra-keynesiano de apertura de la economía, reducción del rol del estado, aumento de la deuda externa y creación de desempleo para reducir el costo de los salarios. Y –a pesar de que en su campaña prometió aumentar la inversión– la ley de presupuesto nacional impulsada por Macri y aprobada por el Congreso para 2017 recortó en un 30 por ciento los fondos para la ciencia y la tecnología.
Estos brutales ajustes se hicieron para revertir una década de sólida inversión y progreso en la ciencia argentina. Bajo los anteriores gobiernos, más de 1300 jóvenes investigadores regresaron al país y fueron puestos en órbita dos satélites de comunicación hechos en el país. Durante esos gobiernos también se creó el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva y se construyeron 150.000 metros cuadrados destinados a institutos de investigación, para albergar el creciente número de investigadores, estudiantes de postgrado, posdoctorados y técnicos que trabajan para el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Conicet), la institución que funciona como nave insignia del área.
La muestra más evidente del enfoque adoptado por el actual gobierno se vio en el intento de reducir el número de puestos para jóvenes investigadores financiados por el Conicet; fue esto lo que desató la toma del Ministerio y solo ha sido parcialmente resuelto.
Al mismo tiempo, fueron suspendidos los programas de desarrollo de satélites comunicacionales, y la inflación y la devaluación de la moneda redujeron el poder adquisitivo de los salarios y los subsidios para la investigación.
Los científicos en Argentina temen que se vuelva a repetir la fuga de cerebros ya sufrida por el país tanto en tiempos de gobierno militar como de crisis económica. En este momento, los colegas informan que jóvenes científicos argentinos que trabajan en Europa y Estados Unidos están repensando la posibilidad de volver al país.
Los argumentos utilizados por ministros y funcionarios para justificar los recortes presupuestarios son falsos y falaces. La pobreza generalizada en la Argentina, se nos dice ahora, hace injusto y poco ético dedicar la misma cantidad de dinero que anteriormente a la ciencia. (¡Como si la pobreza no existiera antes!) A diferencia de otros países, Argentina debe su pobreza estructural no a la limitación de sus recursos naturales o humanos sino a una perversa y desigual distribución de la riqueza y a un sistema impositivo regresivo. Parece injusto castigar a los científicos por tal sistema, en especial cuando el presidente Macri eliminó los impuestos de exportación para la agricultura y la minería, tal vez las dos ramas de la economía más rentables del país.
Pero es aún peor. Los funcionarios hicieron una serie de declaraciones provocativas que amenazan los valores sociales aceptados de la ciencia, la investigación y las iniciativas académicas. Entre ellas se incluyen: “Los investigadores deberían ser evaluados por el número de puestos de trabajo que generan y no por el número de ‘papers’ que publican”; “Cada doctor debe ser alentado a crear su propia empresa”; y “los científicos del Conicet son meros ‘publicadores de papers’ que no devuelven a la sociedad aplicaciones útiles”. En otras declaraciones se aseguró que “Los jóvenes científicos deben irse al extranjero”, sin ofrecer al mismo tiempo un programa gubernamental que respalde el perfeccionamiento en el extranjero de los posdoctorandos.
Con estas afirmaciones, el Gobierno intenta explotar los conflictos entre la ciencia básica y la ciencia aplicada, con el objetivo de sembrar en la sociedad la desconfianza hacia los científicos y su trabajo, y para atacar a las Ciencias sociales. Esta confusión entre la generación del conocimiento y la generación de la tecnología no es inocente, sino que está destinada a generar falsas concepciones sobre el papel de la ciencia en la sociedad.
Los científicos argentinos están orgullosos del desarrollo alcanzado: una potente red de universidades públicas gratuitas; dos premios Nobel en ciencia que hicieron sus descubrimientos en Argentina; y siete miembros extranjeros de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos. Llamar a estos científicos “publicadores de papers” es ofensivo, como si los “papers” científicos fueran el objetivo final de la investigación en lugar del medio a través del cual se hacen públicas las conclusiones relevantes.
Para completar este panorama de sinsentidos, el jefe de Gabinete de Ministros, Marcos Peña, atacó uno de los fundamentos de la ciencia diciendo que “el pensamiento crítico ha hecho demasiado daño a nuestro país”. Y continuó: “Alguna gente en Argentina piensa que ser crítico es ser inteligente. Nuestro Gobierno piensa que ser inteligente es ser entusiasta y optimista”.
Esto puede parecer un absurdo, pero encaja perfectamente con el concepto New Age de la “revolución de la alegría” proclamada por Macri como un lubricante para los conflictos sociales. Nuestros colegas de todo el mundo deberían saber que, en esta nueva Argentina, la ciencia y la tecnología puede volverse prescindibles. Seguro habrá más protestas. No vamos entregar el pasado y el futuro de la ciencia sin dar batalla.
* Biólogo molecular, doctor en Ciencias Químicas y licenciado en Ciencias Biológicas, que se desempeña como investigador superior del Conicet y docente universitario en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Autor de trabajos publicados en las principales revistas internacionales. Miembro de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos.
Where science and nonsense collide
The government of President Mauricio Macri in Argentina marked its first birthday last month, but there is little to celebrate for scientists.
Unrest in the country made headlines around the world last month when thousands of investigators, graduate students and postdocs occupied the science ministry for five days. That protest ended with palliative concessions from the authorities — the offer of 500 postdoctoral fellowships to those who should have been granted junior-investigator positions — but the problems run much deeper.
Macri is the son of a powerful industrialist and a former business partner of US president-elect Donald Trump in property development. The Panama papers, a huge cache of tax files leaked last April, showed that he (and his father and siblings) owned several offshore companies. He is bluntly applying the counter-Keynesian plan of opening the economy, reducing the role of the state, increasing foreign debt and creating unemployment to reduce the cost of wages. And — despite his campaign promises to invest — the latest national budget bill pushed by Macri and approved by the Congress for 2017 cut funds for science and technology by 30%.
These brutal cuts are set to reverse a decade of solid investment and progress in Argentinian science. Under previous governments, more than 1,300 young investigators returned to the country and two homemade communications satellites were put into orbit. These administrations also created a ministry for science, technology and productive innovation and built 150,000 square metres of research institutes to house the growing numbers of investigators, graduate students, postdocs and technicians working for the National Council for Scientific and Technological Research (CONICET), the flagship national agency.
The most conspicuous evidence of the current government’s approach has been the threat to reduce the number of young-investigator positions funded by CONICET; it was this that prompted the sit-in protest and it has been only partly addressed.
At the same time, communications satellite programmes have been suspended, and inflation and currency devaluation have reduced the buying power of salaries and research grants.
Scientists in Argentina fear a repeat of the brain drains that the country experienced during times of military rule and economic crisis. Already, colleagues report that young Argentinian scientists in Europe and the United States are having second thoughts about coming home.
The arguments used by ministers and officials to justify the budget cuts are disingenuous and fallacious. Widespread poverty in Argentina, we are now told, makes it unfair and unethical to divert the same amount of money as before to science. (As if poverty did not exist before!) Unlike some countries, Argentina owes its structural poverty not to limited natural or human resources, but rather to a perversely uneven distribution of wealth and a regressive tax system. It seems unfair to punish scientists for such a system, particularly given that President Macri has eliminated export taxes for agriculture and mining, perhaps the two most profitable industries in the country.
It gets worse. Officials have produced a series of provocative statements that threaten the accepted social values of science, research and scholarly pursuits. These statements include: “Investigators should be evaluated by the number of jobs they create and not by the number of papers they publish”; “Each PhD should be encouraged to create his/her own company”; and “CONICET scientists are merely ‘paper publishers’who do not return to the society useful applications”. One statement even reads: “Young scientists must leave the country”, without offering a concomitant government programme to support foreign postdoctoral training.
With such statements, the government is trying to exploit conflict between basic and applied research to sow public distrust of scientists and their work, and to attack the social sciences. This failure to distinguish between the generation of knowledge and the generation of technology is not innocent, and it creates false conceptions about the role of science in society.
Argentina’s scientists are proud of their nation’s contributions: a strong, fee-less, public university network; two Nobel laureates in science who made their discoveries in Argentina; and seven foreign associates of the US National Academy of Sciences. To call such scientists “paper publishers”is offensive, as if scientific papers were the final aim of research rather than the means through which to make relevant findings public.
To complete the landscape of nonsense, the chief of the cabinet of ministers, Marcos Peña, attacked one of the fundamentals of science by saying that “critical thinking has done too much damage to our country”. He continued: “Some people in Argentina think that being criticalis being smart. Our government believes that being smart is being enthusiastic and optimistic.”
This is gobbledygook, yet it neatly fits the New Age concept of the “revolution of happiness” proclaimed by Macri as a lubricant for social conflicts. Colleagues around the world should know that, in this new Argentina, science and technology could become dispensable. More demonstrations are sure to follow. We will not give up our scientific heritage and future without a fight.