El fin simbólico del siglo XX – Por Rafael Cuevas Molina

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El siglo XX se abrió a la historia con el triunfo de la gran Revolución Rusa de 1917 que mostró, por primera vez en la historia de la humanidad, la posibilidad que los oprimidos de la Tierra accedieran al poder e iniciaran la construcción de una sociedad que avizoraba en lontananza, como horizonte utópico, la desaparición de las clases sociales y el Estado en un mundo en el que reinaría el comunismo.

¿Cómo llegaría el ser humano a ese estadio superior del desarrollo social? Según Marx, a través de la acción consciente de aquella clase social que no tenía nada que perder más que sus cadenas, el proletariado, que no haría más que montarse sobre la cresta de la ola que arrasaría al capitalismo, víctima de sus propias contradicciones.

Esa ola arrasadora no se daría, sin embargo sino hasta que en el capitalismo las fuerzas productivas no hubieran adquirido un grado tal de desarrollo que permitieran que la sociedad pudiera distribuir la riqueza y bienestar que, hasta entonces, una sola clase social, la burguesía, monopolizaba en detrimento de las mayorías. A esto Marx y Engels le llamaron la revolución proletaria que, para que fuera viable, debería ser mundial.

En 1917, el movimiento revolucionario comandado por los bolcheviques en Rusia “actualizó” algunas de estas ideas. La primera, que la revolución proletaria podía llevarse a cabo en un solo país; la segunda, que esta revolución podía ser llevada a cabo en un país en el que no solo las fuerzas productivas no habían alcanzado el máximo desarrollo posible dentro del capitalismo sino que, incluso, tenía resabios de otros modos de producción anteriores a este; y la tercera que, en estas condiciones, entre el capitalismo y el comunismo debería existir una etapa intermedia, a la que se llamó socialismo, en la que la sociedad se “pondría al día” en lo relativo al desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, para así poder acceder al comunismo.

A este aggiornamento se le conoció a partir de finales de la década de 1920 como leninismo, pues fue el líder de la Revolución Rusa, Vladimir Ilich Lenin quien, reflexionando sobre la marcha de los acontecimientos y basándose en el pensamiento de Marx, estableció los anteriores postulados.

Fueron reflexiones y conclusiones a las que llegó en el contexto de una experiencia concreta, que en el original pensamiento leninista no se propuso ser camino ni, mucho menos, receta que debía seguirse en el resto del mundo; fue, sí, un pensamiento en construcción constante, en debate permanente tanto frente a posiciones opuestas como con camaradas que, desde los mismos anhelos, tenían puntos de vista distintos, algunas veces divergentes, tanto de su propio país como de otros, que se encontraban también inmersos en situaciones revolucionarias o pre revolucionarias.

La Revolución Rusa inauguró la época de las grandes revoluciones populares que marcaron el siglo XX, y se constituyó en un referente fundamental en el mundo convulsionado.

La influencia planetaria de la Revolución Rusa se hizo sentir en América Latina en donde, a partir de la década de los treinta del siglo XX, nacieron bajo su influencia en todos los países los partidos comunistas, satélites de los intereses y necesidades de “La madrecita Rusia”, hasta que en 1959 triunfó la Revolución Cubana, no solo sin la participación protagónica de los comunistas sino, muchas veces, a pesar de ellos o contra ellos.

La Revolución Cubana constituyó otro hito mundial de primer orden, una clarinada que anunciaba desde la periferia del sistema capitalista, en el corazón del mundo marcado por el colonialismo, que el siglo de las revoluciones seguía produciendo movimientos inéditos, con características propias.

Estas características propias pasaron por la interpretación de “la vía” que debía sumir la toma del poder por las fuerzas revolucionarias; por la identificación del sujeto de la revolución; y por el carácter que debía tener el proceso en las condiciones de un continente marcado por la dominación imperialista norteamericana.

Casi sesenta años después del inicio de este proceso revolucionario, muere en La Habana Fidel Castro, su líder indiscutible. El contexto mundial en el que acaece su muerte es convulso, muy distinto al anunciado a principios de la década de 1990 por Francis Fukuyama. La historia, en vez de haber llegado a su fin, se encuentra plena de convulsiones. Los desheredados de la Tierra siguen buscando opciones que posibiliten la construcción de un mundo más equitativo y justo. A eso se han agregado reivindicaciones que, a principios o mediados del siglo XX, aún no se avizoraban, como la de pelear por la sobrevivencia de la especie humana amenazada por el capitalismo voraz que, en su afán de transformar todo en mercancía, fagocita desaforadamente su entorno.

Los movimientos sociales que tratan de dar respuesta a todas estas inquietudes ya no tienen las características de las que marcaron a fuego el siglo XX. Son otra cosa aunque expresen la sempiterna necesidad humana de justicia. Estos nuevos movimientos nacieron en el siglo XX pero ya anunciaban el siglo XXI, y es ahora cuando empiezan a perfilarse con mayor nitidez en el perfil político de la ápoca.

Al morir Fidel ha terminado simbólicamente el siglo XX.

(*) Rafael Cuevas Molina. Escritor, filósofo, pintor, investigador y profesor universitario nacido en Guatemala. Ha publicado tres novelas y cuentos y poemas en revistas.
Es catedrático e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos (Idela) de la Universidad de Costa Rica y presidente AUNA-Costa Rica.

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