América Latina: democracia y poder popular – Por Luis Hernández Navarro

577

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Una democracia con los bolsillos vacíos

En la década de los 80 del siglo pasado, América Latina emergió de los días oscuros de la dictadura militar con la esperanza de que la democracia traería la justicia social. No fue así. Obligados a aceptar las doctrinas de libre comercio del consenso de Washington, los gobiernos débiles y mal preparados que llegaron al poder subastaron los recursos públicos a precios de ganga, y quedaron atrapados por la lógica y los intereses del capitalismo global.

La élite se benefició, mientras que la mayoría de la población no ganó nada. El empleo apenas creció, los salarios del sector público se «reajustaron», y la pobreza aumentó de forma espectacular. Los trabajadores sufrieron una doble desventaja: el costo de mano de obra mayor a la de sus homólogos chinos, y una menor educación que los europeos del Este.

Entre los saldos verificables que arrojó la entrada de América Latina en la globalización neoliberal, de la mano de la democracia procedimental, está el de la polarización social. El neoliberalismo profundizó la segmentación e hizo evidente que no eran con las viejas clases políticas que ésta podría resolverse la desigualdad. Insertos débil y mal en la economía mundializada los países del área se dividieron internamente entre una elite que se benefició de esa inclusión y las amplias mayorías que quedaron fuera de ella.

El fin de los regímenes autoritarios y de la transición hacia la democracia en América Latina coincidió con la reivindicación del libre mercado como escuela de virtud. Con ella, llegó la hora de sustituir la política por el mercado, la administración pública por el manejo gerencial, la ciudadanía por los consumidores, la atención a la pobreza por la rentabilidad social. El llamado a “reinventar” el gobierno trasladó mecánicamente la ideología de la empresa privada a las políticas públicas. Lo empresarial se convirtió así, al margen de cualquier evidencia, en sinónimo de un gobierno eficiente, moderno, no burocrático, no corrupto y responsable.

Una nave que se hunde

Muy pronto, los efectos de esta desastrosa gestión gubernamental se hicieron sentir en la realidad. La transgresión de lo público por parte de los intereses privados polarizó las sociedades latinoamericanas. Y lejos de ayudar a mantener la cohesión social, desmantelar lo público para abrir sus competencias y funciones a lo privado, la fragmentó aún más.

Disminuida la legitimidad política nacional por el reino del mercado y la práctica abdicación de las funciones redistributivas y asistenciales del Estado, y erosionada la figura del Estado-nación por la apología de la globalización, la identidad nacional de los sectores populares se disoció del Estado. Los sectores más pobres de la sociedad construyeron una identidad propia apartada de la identidad nacional del Estado. Se produjo una profunda crisis de representación política: los partidos tradicionales dejaron de representar a la ciudadanía, y los políticos que reemplazaron a los militares agotaron rápidamente su credibilidad.

Para sectores importantes del movimiento popular, quedó cada vez más claro que el gobierno no era una empresa y la administración pública no era sinónimo de gestión privada. Las lógicas de lo privado y lo público son distintas. Lo privado priva, excluye; lo público considera el interés general. Lo público no puede gestionarse con la lógica de lo privado; no es un cliente al que hay que venderle un bien o un servicio. Poner al frente de lo público los intereses privados es desnaturalizar su función.

Surgieron así multitudinarias expresiones de descontento social que reivindicaron el espacio público en oposición a la privatización de los recursos naturales. La fuerza integradora de la vieja identidad nacional se reformuló ante el empuje de las reivindicaciones étnicas y regionales que convocaron y sumaron a los excluidos.

Este fue el contexto en el que la izquierda llegó al gobierno en algunos países. Las movilizaciones de masas que derribaron presidentes, desafiaron la hegemonía de Estados Unidos, frenaron el ALCA, detuvieron la privatización de empresas estatales y de recursos naturales, construyeron un nuevo sentido de identidad forjado en las demandas étnicas y regionales, y la unidad de los excluidos y marginados. En su horizonte estaba la construcción de poder popular. Antes de las victorias electorales, la nueva izquierda había obtenido una victoria cultural.

Poder popular

Desde la década de los setenta del siglo pasado, una enorme variedad de movimientos sociales y políticos han reivindicado la necesidad de construir el poder popular como un elemento central en la lucha por la emancipación social. Sin embargo, no hay una definición única de este concepto, pues con él se describen propuestas y realidades políticas distintas. Su alcance y significado es diferente, dependiendo de los países y los movimientos que lo reivindican.

Aunque, el concepto se refiere en lo esencial a los espacios de poder autónomo creados por los sectores subalternos, que cuestionan el orden imperante, practican la democracia participativa y son una especie de laboratorio en la creación de otra sociedad, en los hechos, su uso varía enormemente. No son lo mismo los órganos de poder popular en Cuba, que las Juntas de Buen Gobierno zapatistas, las fábricas ocupadas en Argentina, los Consejos Comunales en Venezuela, las policías comunitarias de Guerrero, o la experiencia del Cauca colombiano.

En unos casos, el poder popular se reivindica como una vía para generar una fuerza contrahegemónica por afuera de los espacios de la política institucional. En otros, es parte de procesos de transformación de Estados en disputa. En algunos más, se concibe como instrumento para democratizar la democracia procedimental.

Distintas formas de poder popular han surgido a lo largo de los últimos veinte años en el continente, asentados en los territorios de pueblos indígenas en proceso de reconstitución como pueblos o naciones, de grupos campesinos en defensa de sus tierras y recursos naturales, y de movimientos urbano-populares en las periferias de grandes ciudades.

El concepto de poder popular da cuenta de cómo nuevos sujetos históricos se han ido construyendo alrededor de la resistencia al despojo del territorio, la autogestión y la autonomía y la autodefensa.

Con mucha frecuencia, la estrategia de construir poder popular es reivindicado por quienes dentro de la izquierda consideran que es absolutamente insuficiente para transformar un país ganando los gobiernos por la vía electoral.

A su manera, el debate sobre el papel del poder popular en la construcción del socialismo en América Latina reedita la discusión que dividió al movimiento obrero después de la revolución rusa entre comunistas y socialdemócratas. El poder popular ocupa hoy el papel que en aquel entonces se le asignó a los consejos obreros como vía para la extinción del Estado.

Gobiernos progresistas, movimientos sociales y democracia

Los gobiernos progresistas del hemisferio intentaron una reconstrucción de la arquitectura del poder y la geopolítica regional, basada en el rechazo de las políticas de la Casa Blanca y el surgimiento de nuevos procesos de integración hemisféricos.

Elemento central de esta redefinición fue la demanda del control nacional de los recursos naturales —que produjo grandes conflictos con las multinacionales—. Hoy los estados tienen un mayor control sobre los recursos. Sin embargo, algunas organizaciones sociales e indígenas han criticado a los gobiernos por basar sus estrategias en un modelo «extractivista», modelo en el que América Latina sigue siendo uno de los principales productores y exportadores de materias primas.

Estos desafíos desde la base sobre el modelo de explotación de los recursos naturales chocan con la necesidad de los Estados populares de contar con recursos para combatir la pobreza, construir infraestructura e impulsar el desarrollo.

La extracción de los recursos naturales trajo nuevos ingresos al continente. Los nuevos gobiernos los utilizaron para financiar programas sociales y para combatir la pobreza. Pero en algunos de esos países, no hubo un cambio de fondo en la transformación del Estado.

América Latina es la región del mundo en el que se están produciendo el mayor número de cambios y los de mayor profundidad a favor de un orden posneoliberal. Raúl García Linera describía el proceso de transformación que se vive en Bolivia como el intento de cambiarle el motor a un automóvil en marcha. Sin embargo, la transformación social en curso aún no ha producido resultados definitivos. Las disputas sobre el papel del Estado y la dirección de la integración regional y la política de desarrollo no han sido resueltas.

Peor aún, a América Latina le llegó la era de los golpes de Estado “blandos. El ciclo comenzó en 2009 en Honduras, se siguió en 2012 con Paraguay y tuvo su última estación de llegada en Brasil en 2016. En Venezuela, las intentonas de dar un golpe de mano no han parado desde 2002. La pretensión de los gobiernos progresistas de forjar un área autónoma de los Estados Unidos y privilegiar relaciones con China ha sido sancionada.

En medio de estos golpes “blandos”, del avance de una nueva derecha y de sus propias limitaciones, los movimientos populares en Latinoamérica se mueven y responden. Sin exagerar, puede decirse que se encuentran en una situación límite. En ellos están presentes tanto la voluntad de convertirse en un nuevo poder constituyente como la réplica de antiguas prácticas clientelares y corporativas, pero ahora justificadas por una envoltura de izquierda.

Como sucede cuando el cauce de un río desemboca en el mar y se encuentran corrientes encontradas provocando remolinos, así las diferentes fuerzas que corren en la sociedad latinoamericana provocan en los movimientos sociales turbulencias. Las aguas del cambio en la región son turbulentas. Lo seguirán siendo durante varios años. Democracia y poder popular seguirán siendo ideas-fuerza clave para navegar en medio de este torbellino.

Luis Hernández Navarro es un periodista y escritor mexicano. Coordinador de Opinión del diario La Jornada. Sus últimos libros son Hermanos en armas – Policías comunitarias y autodefensas- y La novena ola magisterial.

Alai

Más notas sobre el tema