“Negociación con el ELN y movilización social”. Artículo escrito por José Gutiérrez Dantón en el que analiza las condiciones en el que se abre el proceso de paz entre el gobierno de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional en el contexto del post plebiscito
No me gustan los harakiris, ni mucho menos que se termine insultando y descalificando al pueblo porque no votó como le indicaron sus supuestos líderes naturales. Ni el pueblo colombiano es idiota, ni esquizofrénico, ni cavernícola, ni el 2 de octubre se jugaba la última carta por la paz. Que esto no ha sido el “fin del fin” queda demostrado tanto por la súbita disposición a re-evaluar lo acordado por parte del santismo, así como por la emergente movilización popular y ciudadana, la cual no revertirá la derrota política del 2 de octubre, pero que, en el escenario que se ha abierto en el post-plebiscito, puede inclinar la balanza a favor de las fuerzas populares de seguir desarrollándose. Puede, entonces, servir para convertir una derrota en el corto plazo, en una victoria para los sectores populares a mediano y largo plazo. Esto es importantísimo de tener en cuenta ahora que se abre formalmente el proceso de paz con el ELN, un momento que puede resultar clave para canalizar este impulso de sectores populares hacia la paz con justicia social mediante la propuesta de un diálogo nacional, que podría servir para superar el actual estancamiento.
Derrota política del plebiscito que no se puede desconocer
Primero que nada, es necesario enfatizar que la mayoría del país (63%) se abstuvo. Así como se recuerda desde el lado del SI que la campaña del NO apenas representa a un magro 19% de los votantes colombianos, los que votaron por el SI representan también a un sector minoritario del país con apenas un 18% [1]. Aunque se insista en la dicotomía entre un país rural y golpeado por el conflicto que votó por el SI y un país urbano y alejado del conflicto que votó NO, esto es una tendencia solamente. La realidad fue más compleja. En Bogotá se impuso el SI al igual que en zonas del Caribe, y en el sur de Tolima se impuso el NO. Más aún, en muchas zonas más allá de la estrecha diferencia entre las partes, la mayoría de la población no votó. En Bojayá, que se ha convertido en el símbolo de la votación de las víctimas a favor del SI, votó solamente el 30% de la población. De la misma manera, es un error decir que todos los votos por el SI fueron votos conscientes y que todos los votos por el NO fueron votos de la “caverna”. De la misma manera que Santos –y mucho menos las FARC-EP- no puede clamar propiedad sobre los votantes del SI, Uribe tampoco tiene propiedad sobre los votantes del NO –aun cuando ambos reflejen a importantes sectores de ambas opciones.
La mayor parte del país no votó, de los que votaron la mayoría lo hicieron desinformados y muchos bajo el efecto de la propaganda engañosa del NO, que ahora se sabe que deliberadamente manipuló y mintió, como lo reconoció su jefe de campaña Juan Carlos Vélez [2]. Sin embargo, sería un error desconocer el resultado del plebiscito. Aunque el plebiscito haya sido inútil, atolondrado, absurdo, desastroso (de raíz, no solamente por sus resultados), mal planteado, peor organizado y, aun cuando haya sido una imposición unilateral del gobierno de Santos, el plebiscito fue aceptado tanto por las FARC-EP como parte negociadora como por la izquierda que se posicionó del lado de éste. No resulta serio rechazar el ejercicio del 2 de octubre porque los resultados no fueron los esperados –pese a todos los problemas que haya habido con este resultado y pese a que la abstención se haya impuesto una vez más. No se puede exponer a la izquierda como enemiga del ejercicio democrático, por una parte. Por otra parte, y esto es lo más grave, en lugar de defender los acuerdos y lo que se ha avanzado hasta ahora, se terminaría polarizando aún más el país, pudiendo en el peor de los casos llegarse a la confrontación entre los que votaron SI y NO de una manera no muy diferente a la tradición de lucha bipartidista de la historia colombiana (que se peleen los de abajo por un trapo de colores, mientras los de arriba pactan a sus espaldas). Dudo mucho que esta actitud sirva para inclinar las simpatías de más del 60% de quienes se abstuvieron a favor de los acuerdos de paz. Hay que asumir el resultado con humildad, promoviendo el diálogo entre los más amplios sectores populares, dejando que se meta –en serio- pueblo al proceso y tratando de entender el profundo significado que tuvo este resultado, la mayoritaria abstención y lo que dice todo esto del proceso de paz.
La legitimidad es un problema político, no jurídico
El principal problema –evidenciado por la escasa participación en el plebiscito- sigue siendo el de legitimidad para el acuerdo. Decir que el proceso de paz está legitimado porque Santos ganó el Nobel, o porque los acuerdos fueron depositados en Suiza y tienen respaldo de la comunidad internacional, es no entender el sentido de lo que ocurrió el 2 de octubre. El problema de legitimidad que enfrenta el acuerdo de paz está en Colombia, en el pueblo colombiano y no es correcto que un acuerdo de paz aparezca como una imposición desde la “comunidad internacional” –que de los suizos, que de los noruegos, cubanos, venezolanos, de la reina Isabel, de quien sea. Pareciera, a veces, que los intereses de todo el mundo en la paz de Colombia pesan más que los deseos y los intereses de los propios colombianos- el interés de los inversionistas europeos y norteamericanos, el interés geoestratégico de Cuba, el interés de los asesores de la industria global de la paz, etc. La derrota del acuerdo de paz el 2 de octubre es política, así se insista que el plebiscito no tenía validez jurídica.
La falta de legitimidad del acuerdo es resultado directo de la manera en que se impuso la negociación del acuerdo: en un país lejano, en un secretismo casi absoluto, de espaldas al pueblo. Hay que destacar que los limitados espacios de participación popular abiertos en el marco de la negociación de La Habana, fueron abiertos a insistencia de las FARC-EP, venciendo una resistencia enconada por parte del gobierno que quería limitar al máximo la posibilidad de intercambio de la población con los insurgentes. La visión que se impuso fue la de un proceso en el que no se llamó “a la gente a construir la paz sino a aprobar la paz que los expertos diseñan bien lejos de la vereda y del barrio” [3], según dice con claridad William Ospina. Esto se vio reflejado en la misma firma del acuerdo según este mismo autor: “¿Quién le dijo a Santos que la firma solemne de un acuerdo de paz en un país desgarrado se hacía en una ceremonia VIP diseñada sólo para la tribuna internacional, en la ciudad más elitista del país, y dejando por fuera no sólo a la gente humilde de la propia ciudad sino hasta a los medios de comunicación nacionales?”.
Derrotar esta lógica de construcción de paz alienada –que se deriva de una manera de entender la política como asunto de esa elite que “sabe” y decide por unas masas que se limitan a observar y a votar como les ordenen- y convocar a las masas a pensar activamente el país en paz, es el primer paso para lograr construir un proceso de paz que se vea como legítimo por parte de la población. La propuesta de un gran diálogo nacional que han hecho algunos sectores -como un proceso de discusión que involucre al conjunto de la sociedad en el diseño del nuevo país- se vuelve entonces una necesidad imperiosa del momento, cuando el gobierno espera que un acuerdo con el uribismo envalentonado “solucione” el impasse del 2 de octubre [4]. Una necesidad que lograría que, como se decía desde un primer momento, se “meta pueblo” a la paz. Pero no pueblo no sólo para decir “si” o “no”, sino para opinar y decidir.
Apertura del diálogo con el ELN: participación como eje para negociar
Esta necesidad de repensar el proceso de construcción de paz con bases en la legitimidad del pueblo colombiano, recibe hoy un importante aliciente con el anuncio del inicio formal de negociaciones entre el ELN y el gobierno colombiano. La propuesta de un diálogo nacional [5], es coincidente con la exigencia del ELN de una mayor participación de los sectores populares y de la sociedad en su conjunto en el proceso de paz con el gobierno. Como expresan en su comunicado de manera contundente, “las mayorías del país quieren la paz, pero no una paz que las excluya. Lo ocurrido en la jornada del plebiscito deja esa enseñanza” [6].
Este diálogo nacional no solamente sería el mejor ejercicio de pedagogía de paz que podría haber, sino que se convertiría en un ejercicio práctico de construcción de un nuevo país y nos podría llevar a profundizar el acuerdo de La Habana, desarrollando su actualmente limitado potencial transformador [7] –según Marco Palacios “las Farc (…) cedieron en cosas fundamentales como someterse al sistema capitalista y a la constitución, sin cambiar el sistema económico, ni militar, ni electoral del país. En el acuerdo no hay nada revolucionario, ni extremoizquierdista, ni siquiera izquierdista” [8]… a lo cual añade de manera algo exagerada Daniel García-Peña que “lo acordado en materia agraria parece escrito por el Banco Mundial: son reformas que estábamos en mora de realizar desde hace mucho tiempo y que debemos impulsar para no seguir importando alimentos que podemos cultivar en Colombia” [9]. Aunque pueda decirse que hay ciertas reformas significativas en el plano de participación política y agrario que en un marco de movilización popular podrían generar escenarios para el avance de las fuerzas populares –reformas a las cuales no se debe renunciar ni se pueden despreciar desde el movimiento popular-, todo es absorbible por el marco constitucional y nada de lo acordado de por sí podría agudizar una crisis del modelo. En cierto sentido, el acuerdo de paz con las FARC-EP busca retomar el impulso modernizador perdido desde la “revolución en marcha” de López Pumarejo y frustrado, en gran medida, por la deslucida presidencia de Eduardo Santos, abuelo del actual presidente (¿alguien dijo responsabilidad histórica de los linajes dirigentes?).
Este acuerdo de paz de La Habana es más el resultado de la correlación de fuerzas desfavorable para las FARC-EP [10] que de las necesidades o incluso del anhelo de transformaciones profundas del conjunto del pueblo colombiano, que ya está cansado que se le dé más de lo mismo. No puede ser el non plus ultra, el límite máximo para las exigencias del pueblo, sino más bien un mínimo que se debe superar, sin renunciar a lo básico en que se ha avanzado en términos de derechos. El inicio de los diálogos con el ELN plantea un escenario importantísimo que podría convocar una amplia convergencia popular para avanzar sobre lo que ya se ha construido en La Habana. Ellos han estado tomando notas de las negociaciones con las FARC-EP y las limitaciones que éstas tuvieron: “El ELN insiste que un proceso de paz que no incluya a las mayorías en su construcción, no llega a buen puerto, esas mayorías requieren que se cuente con ellas, no hay que tenerle miedo a la complejidad que significa una verdadera pedagogía para lograrlo. Se necesita es voluntad política, posturas incluyentes porque solo unos pocos no pueden lograrlo. Un conflicto social y armado de más de medio siglo que involucra a toda la sociedad y donde los humildes han colocado el más alto sacrificio no puede pretender resolverse en tiempos de conveniencia con cálculos politiqueros ni exclusiones, es necesario aprender las lecciones” [11].
Este diálogo puede, eventualmente, llevar a un momento constituyente, pero en condiciones totalmente diferentes a las actuales, con un país movilizado y que se haya apropiado de los contenidos de la paz que se pretende construir, que haya volcado en propuestas concretas sus anhelos, que no quedaría a merced de la propaganda oficial o de los sectores más reaccionarios.
El diálogo nacional como propuesta que puede y debe ayudar a superar la actual crisis
El diálogo nacional, amplio, incluyente y no solamente limitado a los representantes del uribismo, es antitético a ese pacto elitista, ese nuevo Frente Nacional que se pretende construir con el beneplácito del empresariado colombiano [12]. Las diferencias entre la paz santista y las “correcciones” uribistas no son tan grandes como nos quieren hacer creer [13] –pero esa paz ni entusiasmará ni convocará a una población que necesita saber qué es lo que la paz les tiene que decir como trabajadores informales, como jefas de hogar, como minorías discriminadas, como mayorías ignoradas, etc. Como lo plantea el mismo Ospina: “La paz que diseñan nuestras élites y su clase política es una paz para ellas, pero no para el país. Ahora van a intentar montar otra vez el Frente Nacional (…), que Colombia se vaya preparando para quedar una vez más por fuera del acuerdo entre los dirigentes, que cuando se odian es para ponernos a pelear entre nosotros, y cuando se unen es para borrarnos. Todavía están pensando que se puede hacer la paz sin empezar a corregir las tremendas injusticias que dieron origen a la guerra [14]”.
La movilización popular y ciudadana que comienza a emerger podría ser la fuerza que evitaría que este escenario –escenario privilegiado por la oligarquía- se materialice. Pero esto depende no solamente de tomarse las calles, las cuales nunca debieron haber sido abandonadas después del momento de movilización que se vivió el 2013 –el cual fue desinflado por privilegiar una política electoralista desastrosa por un sector de la izquierda-, sino de saber entender a las masas como un actor en la creación de su propio destino y no como un mero rebaño al que acarrear para que apoyen tal decisión tomada de antemano a sus espaldas o para fortalecer la capacidad de negociación de algunos dirigentes preclaros.
La movilización popular no debe ser vista como el acto pasivo de defender sencillamente lo que ya existe; hay que tocar las fibras del pueblo organizando su descontento, buscando interpretar sus profundas necesidades, desmarcarse de las líneas rojas del gobierno, buscar convertir una apuesta de nuevo país en una propuesta de paz. Esta movilización debe convertirse así en un primer momento de este diálogo nacional, un momento en el cual se escuchen –ahora sí- todas las voces y en el que realmente se pueda meter pueblo al proceso de paz, como se decía a inicios del proceso de La Habana, y que no se logró hacer sino de manera muy limitada y casi que simbólica… pero más vale tarde que nunca. El actual escenario de apertura de negociaciones con el ELN (negociaciones que nunca debieron haber ocurrido descoordinadas con las de las FARC-EP), así como las re-negociaciones del santismo con el uribismo, abren el escenario para facilitar este diálogo nacional, a través de cabildos y procesos de construcción de mandatos populares desde las organizaciones. Esto no es desconocer lo que ya se ha avanzado en La Habana sino buscar salvar lo que hay de positivo en estos acuerdos, mediante su profundización y ampliación desde los sectores populares. De hecho, aunque se critique la “re-negociación”, independientemente de la voluntad de ciertos sectores de la izquierda, la renegociación ya está en curso por parte de las élites del bloque dominante. Por eso es tan importante no permitir que el pueblo se quede por fuera de esos espacios y que sus propuestas sean incorporadas.
No dejarse imponer los ritmos de la politiquería
Un diálogo nacional requiere de tiempo, preparación y dedicación. “Que los tiempos apremian”, gritarán desde el gobierno y desde los sectores dominantes. ¿Que esta propuesta tomaría demasiado tiempo? Acá no se puede permitir que ante un tema tan importante como la paz en Colombia se siga jugando según el calendario de las pretensiones personalistas de politiqueros. Los procesos de paz toman tiempo y es inaceptable que la mezquindad y el cálculo político de las élites impongan ritmos y aceleradores en función, no de las necesidades del país, sino de su propia agenda política. Que los empresarios llaman a acelerar el “pacto nacional” porque tienen urgencia de invertir en los territorios. Que Santos impone plazos de firma y refrendación para cuadrarlos con las nominaciones del Nobel y ahora quiere acelerar un acuerdo en el marco del post-plebiscito para cuadrarlo con su ceremonia de entrega en Oslo en diciembre. Que ahora empieza una carrera contra el tiempo porque Santos quiere pasar a la historia como el presidente de la paz, que Uribe está mirando las elecciones del 2018. Esta manipulación de la politiquería ante un tema tan delicado debe ser rechazada frontalmente: nada es más importante que lograr una paz sustentable, una paz que no sea la mera imposición del bloque dominante. Las organizaciones populares, por su parte, no pueden tampoco estar bailando a toda hora al ritmo de la oligarquía. Ya se abusó demasiado del acelerador: la paz tiene sus propios ritmos y nadie puede creerse con derecho a dictar según sus urgencias particulares al conjunto de la nación un acuerdo sacado a las carreras.
Esta lección –de que con la paz no hay que hacer las cosas a las carreras- debería haber sido aprendida. Pero no. Nuevamente se tratará de imponer un proceso exprés [15] mientras el “premio Nobel de la paz” (inmerecido) se siente con suficiente respaldo para poner límites a la fecha del cese al fuego bilateral –primero 31 de octubre, después 31 de diciembre- como una manera de chantajear no solamente a la insurgencia, sino a todo el país. Esto es inaceptable. Hay que exigir que se siga respetando el cese bilateral al fuego y que éste se imponga desde el día uno de las negociaciones con el ELN. Nada más de negociar en medio del fuego. Esto no es otra cosa que un chantaje armado del Estado, en medio de la balacera que sigue acallando voces del movimiento popular. Los tiempos que se requieren deben ser permitir discutir y organizar sin temor a las bombas.
Y la última lección que es importantísimo adquirir en base a lo ocurrido el 2 de octubre (y desde entonces), es sobre el carácter pluralista, amplio, profundamente democrático y masivo que debe asumir este diálogo nacional. La paz con justicia social, si se alcanza, será obra del esfuerzo popular o no será, como lo señala el mismo ELN en su comunicado: “Todas las organizaciones populares y sociales deben asumir este esfuerzo porque lo que no se consiga con la acción directa de las mayorías, no lo harán los que mal gobiernan a Colombia” [16]. Es hora de aprender a confiar en el pueblo y no en el bloque dominante. Desafortunadamente, muchas veces la izquierda confía más en los de arriba que en los de abajo; otras veces tienen más facilidad para dialogar con la oligarquía que con otras expresiones de la misma izquierda. El resultado de esta predisposición es la debacle que ha seguido al 2 de octubre. Sería bueno dejar de insultar tanto al pueblo colombiano, como que fueran retardados, fanáticos, guerreristas, etc. y escuchar un poco más, dialogar más, construir más junto a ellos. Recuperar esa confianza en el pueblo y meterle pueblo al proceso, así como dejar de andar a la cola de Santos, haciéndole la pelota y pensando que es el mesías que nos puede salvar del coco uribista. Será difícil pero no queda de otra.