Humberto De la Calle, jefe negociador del Gobierno colombiano para el proceso de paz: «El ingreso de las Farc en política exigirá más a los partidos»
En septiembre del 2012, usted se despedía de su columna en ‘El Espectador’ hablando sobre el proceso que apenas comenzaba. Decía: “Es recomendable mantener la templanza, controlar el desbordado apetito hacia una solución mágica y fomentar una cierta dosis de escepticismo, que es una sana coraza contra la volatilidad de la opinión”.
¿Cómo ha visto al país, y a la opinión pública, cambiar en estos cuatro años?
Sigo siendo un defensor del escepticismo, que es la base más firme del realismo. Hacerse ilusiones con una guerrilla tan curtida es una necedad: yo comparto aquello de que un pesimista es un optimista mejor informado. Lo que decía en ese momento me sigue pareciendo válido, pero ha habido un cambio y mi escepticismo ha ido declinando. Claro, nunca puede uno garantizar que vaya a haber un acuerdo. Primero, porque faltan muchos temas; segundo, porque muchas veces las conversaciones de este tipo se dañan por sucesos externos. En Caracas, en 1991, por el atentado al presidente del Senado y luego en Tlaxcala, por el secuestro y la negociación sobre el cadáver de Argelino Durán.
Siempre podrán ocurrir cosas. Pero lo que sí creo hoy es que las Farc quieren un acuerdo, a pesar de que tienen mucho miedo de dar los pasos finales. Y segundo, creo que es muy posible que lo logremos. Las Farc pueden haber comenzado este proceso simplemente para otear el panorama. Hoy están francamente metidas en la decisión de terminar con el conflicto.
¿Y la opinión pública?
Primero hubo una oposición difusa al proceso, más bien inmersa en una nata de escepticismo: “Esa vaina no va a funcionar, esos tipos son unos tramposos…”. Con las elecciones, la oposición se organiza y ese es un cambio muy importante. El tema no es Álvaro Uribe solamente, porque él representa a muchos colombianos; pero ahora que tiene una organización en el Congreso, Uribe tiene más capacidad de oponerse. Y luego han aparecido sectores extremistas de una oposición que utiliza el método trágico de las redes sociales a base de mentiras y calumnias. Pero yo tengo la sensación de que el último acuerdo ha producido una oleada de esperanza. Cada vez hay más gente que piensa que esto puede ser posible.
El problema aquí es que las mentiras de la oposición, por más absurdas y descabelladas que sean, van sobreviviendo: se meten en la cabeza de la gente y no hay argumento que las saque de ahí. Digo absurdas: eso de que los guerrilleros van a recibir un sueldo de un 1’600.000 pesos. O descabelladas: que se está negociando el modelo económico del Estado. O ambas cosas: que se está llevando el país al “castrochavismo”. Ni siquiera los que lo repiten saben qué puede ser eso, pero lo creen. ¿Cómo se puede luchar contra esto?
Digamos para empezar una cosa: es muy posible que nosotros lo hayamos hecho mal. Se ha dicho que las comunicaciones han sido un problema del Gobierno, y puede ser. Al principio se partió de una idea: las conversaciones serían breves, versarían sobre una agenda precisa y serían confidenciales (entendiendo que habría rápidamente un acuerdo y en ese momento se haría la comunicación y la pedagogía). Lo que ha pasado es: conversaciones largas y, al principio, abuso de los medios por parte de las Farc, que utilizaban la mesa para decir todo lo que en ocho años no habían podido decir. Eso empezó a generar mucho desconcierto.
Nosotros nos manteníamos en la idea de la confidencialidad, la seriedad de la mesa… Yo pensaba siempre: si digo que no a algo afecto la mesa; si digo que sí, me comprometo. Me tomaba la cosa muy en serio. Ellos, en cambio, podían decir que sí primero y que no después, y no pasaba nada. El resultado fue que nosotros, el Gobierno, quedamos presos en nuestro silencio.
Y esos vacíos los llenó la oposición con mentiras…
Exacto. Pero es que tampoco nos las tomábamos en serio. Lo del castrochavismo a mí me parecía un chiste: decir que Santos o yo mismo somos “castrochavistas” era algo tan absurdo que parecía que no valía la pena tomárselo en serio.
La palabra no quiere decir nada. Pero tal vez por eso pegó, y después vi que se iba quedando. Son eslóganes que, a fuerza de repetirse, van generando un problema.
En los años 40, Laureano Gómez cuestionó las elecciones soltando una acusación sin pruebas: que los liberales habían fabricado 1’800.000 cédulas. Nunca presentó las pruebas, pero lo repitió día tras día, de viva voz o desde su periódico. A los ciudadanos se les fue quedando la mentira, a pesar de que nunca hubiera prueba, y en esas calumnias se sembró una de las semillas de la violencia…
No se sabe cuál mentira es más grotesca. El señor Procurador sacó hace unas semanas un comunicado contra el acuerdo de cese del fuego. Dijo que la mitad de las Farc, que estaba compuesta por milicias, no iba a entregar las armas. Es algo que no es una opinión, ni un mal entendimiento, ni una frase equívoca. Simplemente no es cierto, y eso preocupa mucho. Otro ejemplo: cuando se habló de un ministerio de Seguridad separado del de Defensa, se dijo que eso era para que ‘Iván Márquez’ fuera el comandante de la Policía. Así ha sido con todo. Y eso hace daño, como usted lo acaba de decir. El antídoto es muy difícil, porque uno trata de combatir las mentiras y lo único que hace es darles más vida.
Hace unas semanas, La Silla Vacía evaluó los 23 puntos más importantes de la negociación, y llegó a la conclusión de que las Farc cedieron mucho más que el Gobierno. ¿Usted tiene esa percepción?
Yo creo que sí, pero hay que señalar algo por lealtad con la mesa. La técnica de las Farc era la de las famosas ‘Cien propuestas mínimas’: es la negociación a la colombiana, que implica comenzar pidiendo muy alto para luego bajar.
Nosotros nos hicimos desde el principio el propósito de no negociar así: lo que llevábamos a la mesa era casi la posición final. Ellos sí cedieron, pero en parte fue por haber comenzado pidiendo mucho. Sí creo, de todas formas, que han cambiado en muchas cosas. Al principio de las negociaciones, un latifundista era para ellos un ser abyecto por definición, moralmente condenable. A lo cual nosotros respondíamos: el latifundismo no es el problema; el problema es de acceso a las tierras. En la agricultura de hoy no solo no es pecado tener grandes extensiones, sino que es necesario en términos de productividad. Si usted se va al Cauca, hay un problema de microfundios: muchas familias no pueden vivir con la cantidad de tierra que tienen. Ahí hay un problema de acceso a las tierras. Lo que se hizo fue pactar para solucionar eso. Pero la reprobación del latifundio desapareció, no necesariamente del ideario de las Farc, pero sí de las negociaciones.
Otro ejemplo: la formalización de la propiedad la entendemos nosotros como una manera de solucionar el problema del acceso. Alrededor del 46 por ciento de los predios en Colombia no tienen títulos. Para nosotros, formalizar era una manera de acceder, porque quien no tiene títulos ni siquiera tiene acceso al crédito de un banco. Las Farc alegaban al principio que la formalización es una trampa. Así lo dijo ‘Márquez’ en Oslo: que nosotros queríamos darle títulos al campesino para que luego las multinacionales vinieran a despojarlo. Con el paso de las negociaciones se dieron cuenta de que la formalización era una manera de lograr el acceso a la tierra. Y aceptaron ese punto.
Quisiera que nos metiéramos en el asunto de la justicia. Las Farc han causado mucho sufrimiento en Colombia, y el tema de los mecanismos de sanción es, para muchos, la principal fuente de inconformidad…
Nosotros cedimos en esto: la tesis de la cárcel resultó inviable. O más bien se convirtió en privación para los que no reconozcan responsabilidad y no se sometan a la justicia transicional, pero sanciones efectivas para los demás. Sin embargo, también las Farc cedieron. Su postura inicial era la de amnistía general e incondicional, y finalmente aceptaron que los delitos internacionales, los delitos más graves, no serán amnistiados.
Déjeme que lo diga bien claro: esto es inédito. La frase aquella de que “por primera vez en la historia”… Bueno, eso me parece muy pedante. Pero un caso como este, una conversación sobre un conflicto en la cual una guerrilla dice que sí, que los responsables de crímenes internacionales deben responder, así sea a través de justicia transicional… eso es único. Claro: eso sucede siempre y cuando respondan también los agentes del Estado y los terceros.
Francamente, yo creo que esto no tiene antecedentes. En otros procesos, los tribunales de justicia han sido producto de una de dos cosas: o de imposiciones externas, a veces por imposición de Naciones Unidas, o de acciones ex post facto. Mire los casos de Yugoeslavia, Sierra Leona, otros. Aquí lo que habrá es un tribunal pactado, y las dos partes aceptan que los responsables de los crímenes más graves deben responder.
¿Cómo será la situación de los militares ante esa misma justicia transicional? ¿Hay una equivalencia? ¿Se beneficiarán también de la justicia transicional?
Si este es el fin del conflicto, deben hacer presencia en la justicia especial todos los actores. Entiéndase: los agentes del Estado y los terceros. También ellos se beneficiarán de esta justicia, porque de lo contrario no sería el fin.
Recibimos críticas por eso: nos dijeron que nos habíamos excedido porque la conversación con las Farc era solo con ellas, y no se podía meter a los demás. Pero si pretendemos que este es el fin del conflicto, que aquí haya una especie de cosa juzgada universal, hay que incluir todas las causas y brindar seguridad jurídica a todos.
De manera que las sanciones de todos los actores son sensiblemente iguales, aun cuando pueda haber particularidades diferentes. Por ejemplo, las sanciones para las Farc se visibilizan más fácilmente: ir a desminar, contribuir con la sustitución de cultivos, reparar escuelas, poblaciones, vías, infraestructura… Y es más difícil visualizar eso en el caso de los militares. Incluso algunos militares piensan que les vendría mejor un régimen intramural, siempre y cuando fuera en guarniciones militares, en lugar de ir a reparar una escuela que ellos no dañaron. Es decir que en la práctica habrá alguna diferencia, pero el régimen para los tres es equivalente. Se trata de ir a la Comisión de la Verdad, asumir la responsabilidad, comprometerse con la reparación y luego recibir, en el caso de los delitos graves, la sanción que resulte de este sistema transicional.
Y en cuanto a los responsables de crímenes susceptibles de amnistía, la equivalencia funciona de otra manera: consiste en decir que a los miembros de las Farc se les aplicará la amnistía –lo que establece el protocolo II de Ginebra– y a los militares se les hace una cesación de procedimiento y un archivo de sus causas. No amnistía, porque en Colombia solo tienen amnistía los delitos políticos. Pero el resultado es equivalente.
Para efectos prácticos, ¿qué se considera reparación? Con quien no se avenga a reparar, me imagino yo, debe actuarse de manera muy estricta…
En materia de reparación hay varias instancias.
Primero: el acuerdo dice literalmente que el responsable tiene que acudir a la reparación material. Nosotros dejamos una constancia según la cual reparación material es reparación patrimonial.
Segundo: la reparación resulta de la aplicación de la jurisdicción. El Tribunal Especial de Paz, si condena a una persona a las sanciones restrictivas, tiene que obligarlo a reparar.
Tercero: los instrumentos con que cuenta el Estado para recuperar bienes adquiridos de manera ilícita no salen debilitados. No van a ser anulados por la amnistía, de manera que el Estado siempre va a continuar persiguiendo los bienes de las Farc.
Cuarto: desde el punto de vista del Estado –y esto es algo que tampoco había ocurrido en otros procesos–, la obligación solidaria de atender a las víctimas viene ejecutándose ya, aun antes del fin del conflicto. En general, estos procesos de reparación ocurren después del fin del conflicto. El Estado colombiano se adelantó y lleva varios años satisfaciendo los intereses de las víctimas y garantizando sus derechos. Siempre hay carencias, claro, porque son programas extraordinariamente costosos. Pero hay que resaltar que el Estado ha asumido un deber de reparación por la vía administrativa.
Digamos que hay un concepto distinto de pena: la pena meramente retributiva, casi vengadora, cede el paso a un gran contenido de reparación. Pero para nosotros eso no es suficiente con las acciones: creemos que las Farc deben también responderles a sus víctimas con valores económicos.
Este es otro punto que preocupa a la gente: la plata de las Farc. No puede ser que el producto de actividades delictivas vaya a ser ahora su fuente de financiación política…
Sí. Muchos han dicho, y con razón, que esto no puede ser una operación gigantesca de lavado de activos. El problema empírico es cómo encontrar esa plata. El Presidente ha dicho que lleva muchos años buscando las famosas cuentas de las Farc en Suiza y no las ha encontrado, y el suyo es un testimonio válido: fue ministro de Defensa, contribuyó a crear esa Unidad de Inteligencia Financiera, que es modelo en el mundo… Y ellos no han encontrado esa plata. Lo que se dice más bien es que las Farc tienen fundamentalmente bienes inmuebles, y ahí surge un problema: ellos mismos niegan tener fincas. Dicen que lo que han hecho son reformas agrarias, de manera que lo que hay en esas tierras no son miembros de las Farc sino campesinos. Esto es el elemento empírico. Pero el elemento de principios sigue ahí: todo lo relativo a extinción del dominio y recuperación de bienes adquiridos de manera ilícita queda intacto.
Quiero hacer hincapié en el gran logro que es el cronograma de la entrega de armas. En Irlanda del Norte, por decir algo, la entrega se tardó de siete a trece años, según quien la cuente. Ustedes lo harán, si todo sale bien, en 180 días.
¿Por qué es tan especial esto que lograron ustedes?
Esto arranca de un problema semántico, como tantas cosas en Colombia. Se habló de dejación de armas y saltaron los opositores a decir que claro, eso quiere decir que no las van a entregar. Esto me parece una discusión bizantina. Lo que está claro es que las Farc dejan las armas –dicho sea de paso, la palabra dejación no la hemos encontrado en ningún diccionario de la lengua castellana aunque se usa en la ley colombiana–, pero no se las entregan directamente al Estado, sino a las Naciones Unidas. Las Farc quieren dedicar algunas armas a algunos monumentos, siempre y cuando eso se convenga con el Estado: en ese momento el Gobierno dirá que deben ser monumentos a la paz, no a la memoria de la guerra. El propósito es que a los 180 días no haya armas en poder de las Farc y se elimine la vieja práctica, tan nociva, de mezclar política y armas. Para lograr eso, las Naciones Unidas tendrán sus estándares y los aplicarán. Este es el primer logro.
El segundo es que para lograr eso, las Farc aceptan moverse hacia unas zonas veredales donde ocurrirá la dejación. Esto es muy importante: como las Farc no son la única fuente de violencia en Colombia, el monitoreo estaría a cargo de un mecanismo tripartito dirigido por Naciones Unidas. Esto solo puede ser práctico y eficaz si las Farc están ahí, en las zonas veredales. En el pasado se cometió un error: se declaró una tregua in situ con una comisión de verificación de civiles. Eso no podía funcionar bien, porque las Farc continuaban en sus lugares; y en esos lugares había otros actores de violencia, con lo cual se producían rápidamente hechos violentos y comenzaba una discusión sobre quién hizo qué. Aquí el logro es que las Farc transiten hacia un lugar donde existe un mecanismo de seguridad controlado por Naciones Unidas. Eso les permite a las Naciones Unidas decir que si hay un hecho violento en Caparrapí, por ejemplo, no puede involucrar a alguien de las Farc porque ellos están bajo vigilancia.
Tercero: las armas se colocan en un contenedor que tiene una única llave, y esa llave está en poder de Naciones Unidas. Esto es diferente, por ejemplo, de lo que pasaba en la guerra civil de Nepal, donde había varias llaves con los consiguientes problemas. A los 180 días, Naciones Unidas agarra el contenedor entero y se lo lleva.
De manera que sí: se le concede a la oposición que no va a haber fotos de ‘Iván Márquez’ entregando las armas arrodillado. Pero por lo demás, me parece indiscutible que el proceso es transparente. Ahora bien, en esta conversación hay discusiones racionales pero también temores y emociones negativas. Yo he leído que todo esto es una tontería porque las Farc no van a entregar todo, que van a entregar escopetas de fisto y a conservar las verdaderas armas. Pero no: el proceso de dejación está precedido por un proceso de inventario e identificación de cada arma, de manera que Naciones Unidas no pueda sufrir engaños. El mecanismo es muy completo.
Parte de la satisfacción que dejan estos acuerdos está en la entrada finalmente de Colombia al siglo XXI. Los acuerdos de Esquipulas, que terminaron el conflicto centroamericano, son de los años 80; la paz en Nepal se firmó hace diez años. Nosotros éramos el último coletazo de la Guerra Fría. ¿Cuáles son las consecuencias para el país de entrar finalmente en esta modernidad?
Estoy totalmente de acuerdo. En algún momento escribí que las Farc eran una excrecencia del pasado. Primero, por la estructura ideológica, que es absolutamente anacrónica y además se ha comprobado en la práctica que es ineficaz para mejorar las condiciones de una comunidad. En segundo lugar porque esto arranca de un conflicto rural y de una actitud llamada de autodefensa frente a lo que ellos consideran los desmanes de la oligarquía: el cuento de las gallinas y los marranos de ‘Marulanda’. Es decir, todo con un marcado acento rural. ¿Por qué es una excrecencia del pasado? Porque ahora, en el punto de reforma rural integral, no se trata de la típica reforma agraria con expropiaciones sin indemnización o con indemnizaciones a veinte años y con bajos intereses. Realmente el fondo de tierras se compone principalmente con tierras que hayan estado en manos ilegales, y en el caso de que haya que adquirir tierra de particulares, eso se hace comprando.
La visión de las Farc no es válida en términos de la explotación moderna del campo, menos de cara a un momento de escasez mundial de alimentos. La FAO ha dicho que Colombia, sin conflicto, podría producir 700.000 toneladas anuales más de alimento para un mundo en escasez. Esto, unido a lo que ellos llaman el “centralismo democrático”, que no es más que la aplicación del leninismo en la toma de decisiones, hace que sean una cosa del pasado. También el uso de la violencia para hacer política ha convertido a las Farc en una carga retardataria. En la práctica ha sido una fuerza conservadora. La izquierda sabe que hoy hay más posibilidad de éxito dentro del ejercicio democrático.
Yo comparto con usted que esto era lo que se nos había quedado de siglos anteriores, como ese vagón que se queda en el proceso de ir hacia delante. Este proceso liquida una fase anacrónica y superada en todas partes.
Ahora bien, ¿qué sigue? Yo no creo que siga una ausencia de conflicto. Es un error de cierta clase dirigente creer que conflicto es igual a Farc: si se suprime a las Farc, se suprime el conflicto. No es así. Las Farc ingresarán sin armas a la política, pero con ellas o sin ellas hay elementos de conflicto en una sociedad tan desigual. El paso a la modernidad es que podamos administrar esos conflictos en democracia, de manera razonable, con canales de diálogo, sin necesidad de acudir a la fuerza. Si lo logramos, si desaparecen las armas en manos de las Farc (y del Eln, si finalmente se deciden), tendremos una sociedad en conflicto y con enormes diferencias, pero las superaremos a través de herramientas democráticas y no violentas. Por eso pienso que la política después del acuerdo va a ser más ideológica y aún más radical. Pero eso puede producir un fenómeno interesante: va a ingresar una fuerza radical que es un desafío para los partidos tradicionales, porque la respuesta de estos ya no va a poder ser el clientelismo. Van a tener que preguntarse cómo ganarles a las Farc en democracia, y eso va a exigirles soluciones de verdad para la gente.
Mucha gente cree que este acuerdo es más generoso que otros con quienes han cometido crímenes en el marco del conflicto. ¿Es eso cierto? ¿En qué se diferencia este acuerdo de otros casos similares?
Miremos la historia reciente de Colombia. En el 57 tienen lugar los pactos de Sitges y Benidorm, con Laureano Gómez y Alberto Lleras; se da comienzo al Frente Nacional y se hace el plebiscito del 57. El plebiscito fue un gran hecho: la mayor participación colombiana en las urnas de la historia. Gana el Sí de manera arrolladora y se establece la paz entre liberales y conservadores. Pero nunca se habló de víctimas y los esfuerzos por devolver las tierras a los campesinos fueron inocuos. Se estableció la paz efectiva; luego, claro, esa paz se ve empañada porque surge un nuevo tipo de violencia ya en el marco de la Guerra Fría. Luego, en el 91, se hizo la paz con cuatro grupos, entre ellos el M-19. Pero realmente lo que hubo fue una amnistía general, aunque se excluyeron unos delitos que en esa época se llamaban “de ferocidad y barbarie”. Y no hubo ninguna reparación a las víctimas.
Hoy lo que tenemos es muy distinto. No hay amnistía general, pues los delitos graves van a ser juzgados, e incluso los delitos que sí se amnistían exigen una carga: verdad y reparación. Y las víctimas están en el centro del proceso. Algunos dicen que esto es retórico, pero no: todo el edificio del punto de justicia gira alrededor de garantizar ese trípode clásico de derechos: verdad, justicia y reparación. Las garantías de no repetición son el acuerdo mismo.
Así que ya ve: tanto desde el punto de vista de la justicia como el de la protección de las víctimas, es un acuerdo mucho más exigente que todos los demás que se han hecho en Colombia. Y frente a otros procesos, también: en El Salvador simplemente se hicieron unas reformas y se dobló la página; en Guatemala, donde hubo un referendo con muy escasa participación y en el cual ganó el No, se hicieron los acuerdos, pero son mucho más débiles que los nuestros en materia de justicia. En Sudáfrica, la aplicación de las amnistías la hacía una Comisión de la Verdad de manera extrajudicial, de manera que no hubo realmente una respuesta judicial. Así que este acuerdo es más duro y al mismo tiempo cumple con los estándares del tribunal de Roma, porque lo que se va a hacer es aplicar justicia, no pretermitirla.
Usted estaba sentado en la mesa de Caracas en el 91, cuando ‘Alfonso Cano’ dijo: “Esta negociación habría podido iniciarse hace cinco mil muertos”. Esas negociaciones fracasaron por culpa de las Farc. Pero ahora, desde el cese del fuego unilateral de hace un año, el país vive una nueva realidad. ¿Cuántos muertos nos hemos ahorrado en estos meses? ¿Eso se puede medir?
Comencemos por decir lo siguiente: los tres meses siguientes al decreto de cese unilateral, certificados por Cerac, una entidad independiente del Gobierno, han sido los tres meses más pacíficos desde el comienzo de la confrontación.
Luego ha habido incidentes, particularmente unos casos de francotiradores; pero el nivel de victimización se ha rebajado prácticamente a cero en términos de vidas humanas. En términos de preservación de la infraestructura no hay ninguna duda: en diciembre, cuando se rompió el primer cese unilateral, hubo un clamor de la industria petrolera y minera que pedía volver a como estábamos. Me pregunta si se pueden medir estas cosas. Las víctimas del conflicto ya casi llegan a 7 millones. Entre ellas, más de 220.000 muertos, 80 % de los cuales han sido civiles. Durante los años 2013 y 2014 murieron o fueron heridos casi 1.000 miembros de la Fuerza Pública. Pues mire: esa cifra no llega a la decena durante los meses de cese del fuego. Así que puede decirse que 500 soldados y policías han salvado sus vidas en el último año.
En la práctica estamos en una situación en la que, lamentablemente, persisten la extorsión y el narcotráfico. Pero recordemos que en el acuerdo del cese del fuego cada palabra pesa: hablamos de cese del fuego y de hostilidades, bilateral y definitivo. Por hostilidades ambas partes entendemos que, en el momento en que se cristalice, cesan la extorsión y el narcotráfico. Eso implica implementar los mecanismos de reincorporación de las Farc que les permitan apartarse de esas actividades.
La violencia tiene sus propias inercias, y son ellas las que han causado el fracaso de las negociaciones anteriores. ¿Tienen previstos mecanismos concretos para evitar esos riesgos?
Me parece importantísimo lo que dice, porque este es un punto crítico. Lo que no puede pasar, cuando las Farc se trasladen a las zonas veredales es que esos vacíos los copen las ‘bacrim’. Hay primero una cuestión militar: la manera en que el ejército se está preparando para copar esos espacios. En segundo lugar, las propias Farc han dicho que van a romper sus vínculos con el narcotráfico y a cooperar con el Estado en la superación del problema: el que no entre en el acuerdo queda convertido en un delincuente común. Es una especie de anuencia anticipada de su parte: el que se salga de la línea tiene que sufrir el rigor de la ley. Y la ley la va a aplicar un Estado que va a ser más fuerte, pues los recursos presupuestales y humanos dedicados a combatir a las Farc pueden emplearse contra el crimen. Y yo pienso que eso, de contera, mejoraría la seguridad urbana. Es muy habitual que el habitante de la ciudad vea lo de las Farc como algo remoto, porque lo que a él le pasa es que a sus hijos los atracan por robarles un celular. Pero es posible que las dos cosas estén conectadas: el que atraca para robar un celular es, a su vez, hijo de un desplazado que vive en un cinturón de miseria.
En estos días salió en ‘El Espectador’ un estudio que pasó tristemente desapercibido. Para mí, tiene una relación directa con el proceso de paz. El estudio concluía que Colombia es un país enfermo: hay varias generaciones que han crecido en el estrés postraumático, en la dificultad de aprendizaje, en la carencia de sueño, y todo como resultado de la guerra. Las consecuencias de esa situación son gravísimas, pero no se pueden ver ni medir.
Yo estuve hablando con unos psiquiatras que me decían lo siguiente. Lo normal, después de casi 50 años, es que casi todo el que esté vivo en Colombia, hoy, ha vivido la violencia. De mi generación para adelante, todos: yo tengo recuerdos de mis seis años de edad que son ya recuerdos de violencia. Y como estos paradigmas se instalan en el disco duro, son muy difíciles de erradicar: la violencia es un modo de vida. Y lo que pasa es que cambiar ese modo de vida, dar el salto hacia una vida desconocida, es algo que produce pánico. Es el temor al cambio, la pregunta de qué pasará después. Por muy dolorosa que sea una situación, la gente se acostumbra.
Es la idea de que es mejor una guerra conocida que una paz por conocer. Y más cuando esa guerra les pasa a otros.
Exacto. Con este proceso sucede algo de lo que he hablado ya varias veces. Yo creo que lo que se está haciendo en La Habana, aunque nadie lo haya dicho, es negociar también un relato: una versión de los últimos 50 años en la cual nos podamos reconocer todos. Los últimos 50 años son unos si los cuenta la guerrilla, otros si los cuenta la sociedad civil, otros si los cuenta el Gobierno, otros si los cuenta la oposición…
Eso es miel para mis oídos. Cuando se pactó la Comisión de la Verdad vinieron las críticas que decían que desde allí
se iba a imponer la verdad oficial. Y yo decía que es exactamente lo contrario. Hay una fábula hindú sobre once ciegos a los que ponen frente a un elefante y les piden definirlo. Uno dice: un elefante es una cosa puntiaguda de marfil. Otro dice: un elefante es un tubo de piel que se mueve. Otros dicen otras cosas. Y todos tienen razón.
Yo tengo por ahí escrito un artículo que no he querido publicar, en el que digo que el problema no es la Comisión de la Verdad, sino la verdad en el sentido de la reticencia a aceptar las verdades que coexisten y son ciertas todas. La señora de Bojayá tiene una narración de su vida distinta pero igual, en el sentido de la violencia, de lo que le ocurrió en la masacre de La Chinita a otro colombiano. El sentido de la Comisión de la Verdad no es dar un dictamen, sino justamente que convivamos con distintas verdades. Se trata de abrir el marco de las verdades, porque todas son verdaderas, aunque sean experiencias distintas. Y de convivir con eso. Un acuerdo final no es solo una cuestión militar. Es aprender a respetar la diferencia, es jugar limpio, es también doblar la página de un conflicto que se acerca ya a los siete millones de víctimas.