México: piden al papa Francisco que se pronuncie en contra de la violencia de género
En los últimos tiempos, tanto en México como en el resto del mundo ha habido un abrumador incremento de los feminicidios (asesinatos de mujeres por el simple hecho de serlo, incluyendo la tortura, la violencia física, psicológica y sexual previo a su muerte, misma que frecuentemente sucede por medio del fuego, estrangulamiento, ahorcamiento, despellejamiento, etc.).
En México, según datos de ONU Mujeres, estamos a razón de 7 mujeres asesinadas al día. Sólo en el Estado de México -según Rodolfo Domínguez del Observatorio Nacional Ciudadano de Feminicidios, con datos de la Procuraduría de Justicia- de enero 2014 a septiembre 2015 ha habido 602 asesinatos de mujeres, de los cuales el 16% se investiga como feminicidios. En total, en ese estado se contabilizaron 1722 feminicidios de 2011 a septiembre 2015. El mismo reporte de Domínguez indica que del 28 de julio de 2005 a 2014 desaparecieron 4281 mujeres, en su gran mayoría con edades que varían entre los 15 y los 17 años, de las cuales 95 de ellas han sido encontradas asesinadas y el resto no se ha localizado.
A estos datos hay que sumar que la violencia física, psicológica, sexual, económica y patrimonial se ejerce contra las mujeres en el ámbito familiar de manera constante, provocando con ello daños físicos y psicológicos que también afectan a las y los demás integrantes de la familia, sobre todo a las hijas e hijos, provocando impactos sociales negativos a corto, mediano y largo plazo. Estos impactos incluyen el hecho de que las y los hijos repitan estos patrones de comportamiento negativo en sus relaciones de noviazgo, impactando así también a otras personas fuera del entorno familiar.
La violencia en la comunidad y en el ámbito escolar de la que son objeto tanto las mujeres como las personas con identidades genéricas diversas es intolerable y debe serlo para todo ser humano, sin importar el credo religioso que profese, pues son daños personales y sociales de gran impacto y trascendencia que generan exclusión, discriminación, violencia social y marginación. Las formas en las que se expresan esas violencias contra las mujeres y las personas con identidad genérica diversa son sumamente crueles y no están encontrando respuesta en las autoridades para sancionar a quien resulte responsable pues el mismo funcionariado está cegado por los roles y estereotipos de género que sustentan esas violencias y discriminaciones.
Con base en lo anterior consideramos que estas terribles problemáticas se deben de abordar desde distintos frentes: desde lo personal (recordando que ninguna persona es un objeto que podemos comprar o usar para darnos placer, pues eso le implica a esa persona ser violentada); en la familia (enseñando la no violencia, la igualdad y equidad de género en acción); como sociedad (promoviendo la creación de redes de autocuidado, promoviendo la construcción de paz, solicitando a las y los líderes religiosos intervengan ante esto, promoviendo la economía social y solidaria, y exigiendo seguridad y justicia al Estado); desde la academia (promoviendo la investigación, la formación, la información y la denuncia); al Estado (garantizando el acceso a la justicia, la seguridad de la población, la distribución equitativa de la riqueza, el apoyo a una economía social y solidaria, la transparencia y rendición de cuentas, el desmantelamiento de redes del crimen organizado, etc.), y a las y los líderes religiosos (aprovechando cada espacio de contacto y comunicación con sus comunidades para incidir en las conciencias, dejando clara y firme una postura de reprobación, denunciando y exigiendo un alto a la violencia contra las mujeres, niñas y jóvenes, de su utilización como objetos desechables, identificando esto como actos totalmente reprobados ante la mirada humana y divina). Promoviendo en acción, fuerte y claro aquello de “ama a tu prójimo o prójima como a ti mismo”.
Consideramos que el derecho a la igualdad y a una vida libre de violencia es fundamental para el respeto a la dignidad de las personas, que es la base de la totalidad de los derechos humanos y es fundamental para el desarrollo de cada ser humano. Cuando se daña la dignidad humana, los estragos van al fondo del ser de la persona, a sus emociones, su cuerpo físico, su mente y su espíritu.
Para nosotros, la igualdad de género no es un asunto de mujeres contra los hombres, ni únicamente para las mujeres, es un derecho de todas las personas, es una parte fundamental del nuevo rumbo que estamos trazando para lograr también la equidad, la justicia social, el desarrollo y la paz positiva.
Entendemos que si como dice la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo de 1986 “la persona humana es el sujeto central del proceso de desarrollo…”, luego entonces, la igualdad de género, siendo un derecho humano e impactar en el desarrollo de las personas, impacta directamente en el desarrollo de los países y en la construcción de la paz positiva que promueve el sociólogo noruego Johan Galtung.
La construcción de la paz tiene relación directa con la igualdad de género, pues la paz positiva tiene que ver con un mayor respeto a los derechos humanos y a la justicia, y con una menor violencia estructural, directa y cultural. En la violencia estructural abarcamos a la pobreza, la discriminación, la injusticia, la represión, etc., problemáticas que afectan de manera diferenciada gravemente a las mujeres. En la violencia cultural se encuentran esas ideas, creencias y tradiciones que sustentan la violencia de manera natural contra las mujeres. La violencia directa es aquella que podemos detectar a simple vista y de la que también las mujeres son sus principales blancos en crímenes como los feminicidios y la violencia intrafamiliar. La paz, luego entonces, tiene en su centro el respeto al derecho humano de las mujeres a una vida libre de violencias.
Con esta solicitud estamos retomando en nuestras intenciones el Decreto 14 de la Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, sobre “Los jesuitas y la situación de la mujer en la Iglesia y en la sociedad”, que tuvo como sustento:
La preocupación de la Iglesia por la defensa de los derechos de la mujer;
La urgencia de promover la justicia en muchas culturas y países del mundo, por lo que se refiere al respeto a la mujer, teniendo en cuenta la “feminización de la pobreza” y el “rostro femenino de la opresión”;
La necesidad de conversión de actitudes menos respetuosas por parte de los varones, comenzando por los jesuitas, a quienes el decreto se dirige particularmente recomendando:
a) Enseñanza explícita sobre la igualdad esencial y concreta entre mujer y varón;
b) Defensa de la mujer contra la violencia, la explotación y la discriminación;
c) Entre otros.
Según el teólogo José María Castillo[1], “el día que la sociedad suprima las desigualdades (en dignidad y derechos) entre las mujeres y los hombres, ese día las religiones no tardarán en reconocer, aceptar y poner en práctica la igualdad de los que por, por su condición de género, son diferentes”. Como indica este teólogo, las sociedades mediterráneas del siglo primero eran sociedades en las que la propiedad pertenecía al patriarcado, únicamente el “paterfamilas” tenía la propiedad de los bienes y de las personas en el grupo familiar. “El padre era el propietario, el jefe, el amo, el que concentraba todos los derechos. La mujer, los hijos y los esclavos no tenían más remedio que vivir sometidos al patriarca”. De ahí que Castillo señala que las religiones en esa zona eran religiones patriarcales, machistas y justificantes de todas las desigualdades que se derivaban del modelo de familia patriarcal.
Comenta el teólogo que según los evangelios, “Jesús tuvo un trato excepcional de respeto, delicadeza y aceptación de la mujer, fuera cual fuese su origen o su conducta”, pero que muchos años antes que los evangelios, “se empezaron a conocer las cartas de Pablo y las llamadas deutero-paulinas (Ef y Col) hasta las pastorales”, documentos donde se aceptó e impuso el sometimiento y el silencio de la mujer en la sociedad, en la familia y en la Iglesia.
Con base en todo esto, Castillo asevera que “la lucha, en defensa de los derechos y de la dignidad de la mujer, tiene que ser ante todo una lucha política, jurídica, social y laboral”, y recomienda que la Iglesia debe modificar su Derecho Canónico de forma que en él quepan los Derechos Humanos y todos los derechos, específicamente los de la mujer.
Desde la reflexión teológica feminista[2] analizamos y denunciamos que algunos de los principales mecanismos de violencia que vivimos las mujeres en México son: en primer lugar la pobreza; el segundo es el patriarcado o machismo que llega incluso al asesinato, y el tercero es la violencia simbólica, la violencia cotidiana, aquella que no se ve, pero que está sembrada en el imaginario social, político y religioso de cada ser humano.
La feminización de la pobreza como un fenómeno que espantosamente se ha normalizado nos coloca a las mujeres en una situación especial, pues las mujeres no hablamos de la violencia, sino desde la violencia y en situación de violentadas. El principio hermenéutico de la teología feminista de América Latina tiene que ver con el lugar desde dónde se elabora la teología. El lugar teológico dónde se ubica la reflexión es en la situación de pobreza como una forma de violencia que caracteriza a México. La pobreza y la exclusión son comprendidas desde los parámetros de la violencia de acuerdo al análisis de las teorías de género. De acuerdo a Pilar Yuste: “La pobreza es en sí misma violenta, y más cuando se sufre por la arbitrariedad de haber nacido de uno u otro sexo”.[3] A esto se agrega que las mujeres en América Latina como en México también sufren la violencia de la pobreza por ser mestizas, indígenas y negras.
La pobreza a su vez es una consecuencia de la injusticia, sin embargo, no se puede hablar de injusticia simplemente, sino de la construcción de sistemas y estructuras de injusticia generados por un modelo neoliberal, que a su vez tiende a globalizar la pobreza, generando cada vez más personas excluidas. En este sentido, la búsqueda de la justicia contra la injusticia no solo es un elemento ético que forma parte de la teología feminista latinoamericana, sino que se convierte en uno de los principios y ejes hermenéuticos de esta teología.
La realidad de la triple opresión que viven las mujeres latinoamericanas y mexicanas por ser mujeres, por ser mestizas, indígenas o negras, y por ser pobres, las ha llevado a ser conscientes de la necesidad de liberarse de las estructuras asimétricas que justifican la opresión-exclusión de la mujer. Estas estructuras en el vocablo de las teologías feministas del Norte es conocido como patriarcado, mientras que, las mujeres latinoamericanas lo definen como: machismo, pues “la literatura teológica latinoamericana elaborada por mujeres, utiliza mayormente el término machismo (o estructura machista) para explicar esta realidad”.[4]
Es importante aclarar que los pobres no están liberados del machismo, incluso muchas mujeres continúan apoyando y son cómplices de este sistema. Lo cual no quiere decir que sea un problema exclusivo de los pobres, pues el patriarcado es un sistema que cruza transversalemente la cultura, la sociedad, la economía, la religión, las academias y las políticas de Estado. El patriarcado o machismo ha sido una característica de sociedades conservadoras como la mexicana donde los roles o estereotipos de género son tradicionalmente asignados de forma fija y cerrada.
La teología y las ciencias deben incorporar en su reflexión una postura clara ante la violencia que sufrimos las mujeres, y no continuar siendo muchas veces cómplices de los sistemas patriarcales violentos.
Así pues, con esta petición, solicitamos que se genere la reflexión, que se incida en las conciencias de todas las personas, particularmente de aquellas que están ejerciendo violencia, que nos pongamos un alto sobre las violencias y discriminaciones tangibles e intangibles que aplicamos contra las personas cuyas identidades de género nos hacen creer que deben someterse a nuestra voluntad o que no son las que social y culturalmente consideramos correctas. Que se tome una postura pública y se denuncie la violencia de género en sus diversos tipos y modalidades, particularmente contra las mujeres, como algo inadmisible para la Iglesia Católica, en una búsqueda por contribuir al desarrollo y a la paz mundial.
Retomamos aquí la Carta Encíclica LAUDATO SI, en su numeral 208, que nos dice: “Siempre es posible volver a desarrollar la capacidad de salir de sí hacia el otro. Sin ella no se reconoce a las demás criaturas en su propio valor, no interesa cuidar algo para los demás, no hay capacidad de ponerse límites para evitar el sufrimiento”.
Consideramos que con esta petición estaremos fomentando lo que igualmente se señala en el mismo numeral de la citada Carta Encíclica, que dice: “Cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad”.