Colombia: Dispersión del descontento – Por Alfredo Molano Bravo

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Lo que Colombia vio por los medios y los usuarios del Transmilenio sufrieron pueden ser el prólogo y la imagen de los conflictos que vendrán después de firmados los acuerdos con las guerrillas.
Lo primero porque los problemas sociales –tierra, trabajo, salud, transporte– se han venido represando desde hace mucho tiempo sin solución alguna. Los gobiernos usan, sin vergüenza, una fórmula perversa que consiste en paños de agua tibia, represión armada y desinformación. Congelan el asunto y se lo pasan a su sucesor, que es el que paga los platos rotos. No lo hace. Usa el mismo guión y le endosa el problema a su sucesor.

Y así. El Transmilenio quedó mal joteado desde el principio. En realidad fue un negocio entre los negociantes del transporte público, los políticos profesionales y el gobierno distrital, para unirse en una sola gran empresa mixta, donde lo ancho es para los privados y lo angosto para lo público: las vías y las losas las pone y las mantiene la Alcaldía, y el sistema –los buses y la plata– se lo apropian los privados. Este pícaro gordiflón todo se come. Fue una sociedad para atravesársele al metro, porque ese capital no podía ser financiado por los negociantes locales, sino por inversionistas extranjeros, lo que debilitaría el monopolio que siempre han tenido en el transporte público.

Tengo la sensación de que desde tiempos de la alcaldía de Gaitán Durán se están haciendo estudios del metro, pero la trinca hecha entre concejales y empresas de buses y similares ha hecho imposible cualquier solución de Estado. El Estado no es débil sólo en el Caguán sino también en la avenida Jiménez; esas debilidades las resuelven a bala y la cosa sigue tal cual.

Desde el año 1850, para ponerlo corto, se usa el arma de la difamación para crear enemigos y justificar la represión. El primer Ospina –Mariano Ospina Rodríguez– llamaba comunistas a los artesanos que se levantaron contra las medidas librecambistas. El Manifiesto Comunista había sido publicado dos años antes. Y desde esa fecha, con variaciones en los adjetivos –criptocomunistas, terroristas, bandidos– no ha cesado ni un minuto la criminalización de la protesta social.

Una vez clasificados de vándalos, como hizo Peñalosa, vienen los escuadrones antimotines con toda la violencia de que son capaces –esa sí criminal– y dispersan el descontento. Después todo es bendecido por los Medios que usan las fuentes oficiales como verdad absoluta y le tuercen el cuello al pato.

Una vez que no haya guerrillas –y el día esté cercano–, ¿cuál será el cuadro? De entrada y por pura lógica, el Ejército debería hacer también dejación de las armas que ha usado para combatir a la insurgencia. No todas, claro, pero el cálculo es posible y hasta fácil. Sin embargo, como se sabe, esta posibilidad ha sido negociada con los militares para que no suceda lo mismo que hicieron con la paz de Belisario. Los argumentos están siendo fabricados desde hace rato: el peligro de una guerra con Venezuela o con Nicaragua, la eventualidad de que los guerrilleros vuelvan a las armas y claro, el comodín de siempre: el narcotráfico. No son hipótesis despreciables aunque el fundamento de todos los argumentos para que el Estado siga armado hasta los dientes es que no se van a resolver los problemas.

Quizá ya no sea el Ejército, sino la Policía, el que tenga el resorte represivo. En los próximos años veremos un desplazamiento sustancial del presupuesto de guerra hacia la Policía, que tendrá que volverse un cuerpo armado civil si se quiere que no termine el país yugulado por la corrupción en sus filas. Como se ha visto desde los años 40 –pero sobre todo desde el 46– hasta ayer, cuando le echaron mano a la socia que tenían algunos agentes del orden con jíbaros del Cartucho. Queda abierta la posibilidad de que para no irritar al Ejército se recluten militares retirados y se les reconozcan sus grados con que salieron de las filas, alternativa que, claro está, no es ninguna garantía para una ciudadanía indefensa y sin poder político.

* Sociólogo,periodista y escritor colombiano, dedica su vida a los estudios culturales, desentrañando los orígenes y desarrollos de fenómenos sociales.

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