Otto Pérez Molina, expresidente de Guatemala preso por presunta asociación ilícita: «No quise causar muertes por salvarme»
Por Jan Martínez Ahrens
El general llega solo. Ha abierto la puerta de su barracón y de un salto casi felino se ha plantado en el perímetro exterior. Tiene la tez morena, un andar seguro y, como casi todos en este sitio, una historia que contar. Es Otto Pérez Molina. Antes fue presidente de Guatemala. Ahora es el preso número uno de la cárcel militar Mariscal Zavala.
En el pabellón de aislamiento se respira tranquilidad. Es un conjunto de antiguas oficinas militares cercadas por una valla y alambradas. Unas moscas grandes y lentas revolotean dentro; a lo lejos, los soldados vigilan desde la garita. Solo el murmullo de la selva rompe el silencio. El general, como le llaman todos en prisión, se ha sentado en una silla de plástico blanco para la entrevista con EL PAÍS. Está encarcelado por los supuestos de asociación ilícita, cohecho pasivo y defraudación aduanera. La acusación fue formulada por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), una suerte de fiscalía anticorrupción bajo control de la ONU y dirigida por el implacable juez colombiano Iván Velásquez. La bestia negra del general.
La comisión sostiene que Pérez Molina dirigía una enorme trama que, a cambio de sobornos, permitía la importación de productos burlando el pago de impuestos. El acusado lo niega. Pero está solo. En su caída todos se apartaron de él. Primero fue la calle, después el ministerio público y por último, su propio partido y el Parlamento, donde se acordó el levantamiento de su inmunidad. El 2 de septiembre dimitió. Al día siguiente, fue puesto entre rejas.
Pregunta. Su encarcelamiento es visto por muchos guatemaltecos como un triunfo de la democracia: significa que las instituciones han sido capaces de llevar a un presidente a prisión por corrupto.
Respuesta. Todo depende de cómo lo quiera enfocar. Llevar un presidente a la cárcel claro que levanta expectativas. Pero si se entra a ver la forma cómo se dio y los intereses que hay detrás, se vuelve cuestionable.
P. Usted culpa de su caída a Estados Unidos, a la CICIG, a la fiscal general… ¿No está muy solo?
R. Aunque estuviera solo, lo importante es dar la cara y que la verdad se conozca poco a poco.
P. Qué hará si le condenan a 20 años?
R. No lo veo.
P. ¿Pero cómo lo enfrentaría?
R. Ni lo he pensado, porque no hay elementos suficientes. Estoy convencido de que no se pueda dar.
P. ¿Y confía en el sistema judicial?
R. Si hubiera querido eludir la justicia, habría preparado una salida. Pero aquí estoy. Yo me presenté ante el juez.
P. ¿Pensó en exiliarse?
R. Lo podría haber hecho. Pero no era eso lo que buscaba, sino aclarar esta situación. Aunque hoy el camino se ha puesto difícil, estoy dispuesto a seguir en la lucha.
P. ¿Y echa de menos la presidencia?
R. Tanto como eso, no. Si hubiera estado tan aferrado, habría hecho cualquier otra cosa para evitar la justicia, incluso con medios violentos.
La violencia. El general, de 65 años, habla de ella con distancia. Como si comentara una partida de ajedrez o el avance de un batallón. En sus respuestas, apenas gesticula. Es frío. A veces incluso parece que se refiera a otra persona. Un instinto de resistencia anida en sus palabras. “He pasado momentos muy duros; en la montaña, sin comida y con heridos, y todo eso forja el carácter para enfrentar una situación como esta. El espíritu militar lo lleva uno dentro hasta la muerte”, confiesa.
Ahora, se apresta a una nueva batalla. Ha identificado a un enemigo, la CICIG, y dirige todas sus fuerzas contra él. No será su primer combate. En los albores de los ochenta, en los años de sangre, comandó bajo el nombre de guerra de mayor Arias un destacamento en el infernal triángulo Ixil. Luego se hizo cargo de los servicios secretos, negoció con la guerrilla y fue uno de los firmantes de los acuerdos de paz de 1996. La historia pasó por su cartuchera. Y le dio pólvora para triunfar. En 2012 alcanzó la presidencia con la vitola del reconciliador. Tres años después, el hombre destinado a salvar un Estado fallido está en la cárcel. Y como suele ocurrir en el trópico con los generales caídos, a su alrededor ya solo revolotean los espectros de su desgracia.
P. La acusación contra usted es muy grave: asociación ilícita, cohecho pasivo y defraudación aduanera. La fiscalía blande 89.000 llamadas interceptadas, 75.000 documentos y 6.000 correos electrónicos. ¿Realmente confía en salir libre?
R. Si hay justicia, sí. Hablan de 89.000 llamadas y solo hay una contra mí y no prueba ningún delito. Me imputan defraudación aduanera pero es imposible aplicarla a un presidente, porque ni soy funcionario ni defraudador. Tampoco hay pruebas de asociación ilícita. Y el cohecho depende de un testigo que admite que jamás me entregó un centavo. Estoy aquí por la ambición, el egocentrismo y las ganas de sobresalir del comisionado Iván Velásquez.
P. Pues usted lo aceptó en el cargo.
R. No volvería a hacerlo.
P. Ataca al comisionado, pero la fiscal general apoya la acusación.
R. Es algo que no termino de entender. Yo la escogí entre seis candidatos. Tenía buena comunicación con ella. Pero hubo un cambio. El ministerio público se convirtió en una herramienta de la CICIG, y esta, a su vez, en una de Estados Unidos.
P. ¿Y qué interés podría tener Washington?
R. El interés de Estados Unidos es extender su presencia en el área frente a Nicaragua y Venezuela, pero también frente al avance de los chinos y los rusos.
P. Pero usted no tenía en contra solo al juez Velásquez. En los últimos meses las encuestas le daban un 88% de rechazo, y en la calle se vivió una inmensa ola de protestas.
R. Mire, las protestas… si hubiéramos querido, habríamos podido convocar una más grande y hasta se habría podido dar un enfrentamiento. Y le aseguro que entonces las protestas habrían terminado.
P. Se trataba de ciudadanos que expresaban su disconformidad pacíficamente.
R. Con el uso de redes. Detrás de eso estuvo Estados Unidos, mandando mensajes que exaltaban los ánimos. Pero no quise provocar más polarización. Venimos de 36 años de un enfrentamiento armado interno. Yo lo viví y fui uno de los firmantes del acuerdo de paz. Por ayudarme a mí mismo, no quise provocar una situación que causase más muertos.
P. Pues dicen que fue el presidente que prometió reconciliar al país y que acabó uniéndolo en su contra.
R. No basta con meter a un presidente en la cárcel para lograr un futuro mejor. Si no se dan otros cambios, en un año la situación será muy difícil para el país. Los guatemaltecos verán que no han conseguido lo que se quería.
Pérez Molina ha terminado. Educadamente, acompaña hasta la garita. La compuerta se abre. El general, los soldados y las enormes moscas quedan atrás. En una cárcel rodeada por la selva.