Los límites de una campaña electoral – Diario La Nación, Argentina

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La desaforada campaña lanzada desde el oficialismo con vistas al ballottage del próximo domingo 22 constituye un fenómeno que supera en gravedad al de anteriores períodos electorales. También en ellos se echó mano de recursos deleznables para intentar ensuciar a los candidatos de la oposición. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, las falsas imputaciones que debieron enfrentar en diferentes instancias Enrique Olivera, ya fallecido, o Francisco de Narváez?

Pero esto que ahora se padece afecta al contexto general de la Nación. Se ha pretendido sembrar, con todo tipo de recursos del Estado, el terror entre los que menos tienen. Se les ha dicho, con insidia abrumadora, que van a perder lo poco que han conseguido. De este modo ha quedado de manifiesto el desprecio profundo del populismo kirchnerista, no sólo por las normas mínimas de convivencia política, sino por la consideración del ciudadano, al que con desesperación se dirige a la luz de los temores que comenzó a sentir el 25 de octubre. Procura empujarlo, en su ciega apelación, a la encrucijada en que debería resignarse a la esperanza de ser libre y de elegir con espontaneidad a quienes quisiera consagrar con el voto. El miedo que paraliza impide el crecimiento. Al contrario, confina a quien lo siente a mantenerse dentro de sus límites, a resignar la posibilidad de salir de la oscuridad. No se espera que sea eso lo que un gobernante o candidato a gobernante aspire a que les suceda a quienes reclama su apoyo.

Hablar de una campaña sucia resulta insuficiente. Tampoco alcanza con definir la que está en curso como campaña del miedo. Menos aún, tildarla de negativa. La perversa lógica del «todo vale», de la que vuelve a servirse el gobierno nacional, desacredita a quien adscriba a sus filas. Estamos ante la coronación osada del desdén y de la soberbia que, en estrategia electoral sin límites, subestiman al ciudadano.

Impresiona el espectáculo de empleados estatales movilizados por estas horas, que abandonan sus puestos para militar en favor del candidato oficialista. Es un abuso que sólo pueden considerar lógico quienes se sienten dueños del Estado.

Las consignas belicosas que hacen a esta nueva versión de la campaña sucia son sostenidas como un mantra por los personeros de siempre del Gobierno (funcionarios inescrupulosos, pseudoempresarios que viven a la sombra del poder político y periodistas militantes, entre tantísimos «beneficiados» de un modelo hoy entrado en crisis. Son propaladores del terrorismo del miedo, un miedo que seguramente sienten en carne propia frente a la eventualidad de perder la privilegiada situación personal en la que se encuentran como producto de su prebendaria relación con el poder. En esta campaña sucia no se defienden ideologías, se defienden privilegios, canonjías.

Impresiona no menos que dos ministros, uno de la Nación y otro bonaerense, hayan escrito tuits con la advertencia de que, si gana la oposición, no podrán seguir con sus tratamientos los enfermos de cáncer o que los jóvenes perderán incentivos para estudiar.

Si el ministro de Salud de la Nación quiso hacer creer a la opinión pública después de lo sucedido que había sido hackeado y que, por lo tanto, él no era el responsable de la difusión del mensaje que había tenido por destinatarios a los enfermos oncológicos y sus familias, tendría que haber hecho la denuncia del caso. Hay elementos tecnológicos suficientes para certificar la verdad de lo afirmado por el doctor Gollan, pero también para aplazarlo por segunda vez en términos morales.

Hasta la cuenta oficial en Twitter de la Casa Rosada ha sido vía para la difusión del mensaje que pinta de cuerpo entero doce años de gobierno y, si bien ya no es novedad, no deja de escandalizar el grosero uso que se hace del monopolio de medios estatales para propalar la campaña sucia, un conglomerado de vociferadores que pagamos todos los argentinos con nuestros dineros.

Está aún a tiempo el gobernador de Buenos Aires y candidato presidencial (a disgusto, acaso, del Gobierno, del que no se sabe bien si lo respalda o prefiere su hundimiento) de tomar distancias de un estilo que, en lo personal, no ha cultivado.

Perder en comicios que esperamos limpios sería una alternativa dolorosa, pero propia de las competencias sanas. Daniel Scioli lo sabe por su antigua condición de deportista. Mucho más le costará volver de un trance en el que, de otra forma, dejaría jirones de la personalidad que ha conformado a lo largo de una vida.

Quedan menos de dos semanas para que los argentinos sepamos quién será el nuevo presidente de la Nación por los próximos cuatro años. En los 11 días que restan hasta el ballottage, volveremos a ver una enorme cantidad de spots televisivos, escucharemos y leeremos decenas de mensajes proselitistas. Es de esperar que la razón se anteponga a la diatriba, que las propuestas reemplacen a las peleas y que la campaña no siembre miedos, sino confianza.

La democracia tiene reglas cuya violación equivale a despojarla de su naturaleza. Desde estas columnas de opinión hacemos, pues, un llamado general a recuperar el equilibrio emocional y moral con vistas a los comicios del 22. Hay gentes responsables en todas las fuerzas políticas sobre el papel que se espera de los partidos, de los candidatos y de los dirigentes en una democracia. Alentémoslos a actuar en beneficio de la vigencia plena del régimen que instituye la Constitución del país y del respeto mínimo del que son acreedores todos los ciudadanos, sin exclusiones.

La Nación

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