Colombia: los enemigos de la paz – Por Antonio Caballero

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El Senado de la República, en sesión plenaria, rechazó el meollo de las negociaciones de paz: la posibilidad de que los alzados en armas puedan participar en política cuando hayan dejado las armas. Es una imbecilidad. Es preferir que sigan participando en política como lo han venido haciendo: con las armas, y con el peso y la influencia desproporcionados a su número que esas armas les dan. Es una imbecilidad comparable a la de negar que sea un conflicto armado el conflicto armado que desgarra el país desde hace medio siglo, para que en consecuencia ese conflicto armado se mantenga.

Vivir en la guerra por temor a la guerra. Como dice Séneca que un avaro es un hombre rico que vive como un pobre por miedo a la pobreza.

Es una imbecilidad, o al menos lo parece. Pero el poder de quienes niegan la existencia del conflicto y se oponen a que se termine viene precisamente de que el conflicto exista.

Pero el gobierno dice que la negativa mayoritaria del Senado a aceptar el meollo de la paz, que es el cambio de la política armada por la política sin armas, no importa: que más adelante, en la Cámara de Representantes, se hará “una reflexión” sobre ese punto y se enmendará la plana. Como si los representantes y los senadores no fueran exactamente los mismos. Y desde La Habana tercian los guerrilleros de las Farc protestando, pero no porque el voto del Senado sea absurdo, sino porque es “mezquino”. Su protesta nace de la extravagante convicción de que todo lo que no sea concertado con ellos es inválido porque el poder no reside en el Ejecutivo ni en el Legislativo ni en el Judicial, sino en la Mesa de La Habana.

Así no es fácil.

Eso en cuanto a los políticos, armados y desarmados. Pero además está la gente.

Dice la última encuesta de opinión de Cifras y Conceptos –en la dudosa medida en que las encuestas reflejan la opinión de la gente– que con respecto a las necesidades de la paz la gente sigue dividida por mitad, más o menos, tal como se vio en las elecciones presidenciales. Sobre la vida en común, que es la práctica de la paz, solo la mitad de la gente consultada acepta que los guerrilleros desmovilizados sean sus vecinos, vayan a los colegios de sus hijos o se casen con sus hermanas (o, politicorrectamente hablando, vecinos o vecinas, hijos o hijas, hermanas o hermanos). Y en cuanto a lo político, que es el meollo de los acuerdos, menos de un tercio aprueba que esos guerrilleros puedan ser elegidos a cargos de representación o de gobierno. En lo que toca a los jefes, menos aún: ocho de cada diez encuestados rechazan que los mismos que hoy se ocupan de la función eminentemente política de negociar la paz intervengan mañana en asuntos más subalternos como el de discutir proyectos de ley o dictar decretos municipales.

La encuesta de que hablo es urbana, realizada entre adultos (y adultas) de cinco grandes ciudades en los “momentos estadísticos” de junio y septiembre (antes del publicitado apretón de manos de La Habana). Es decir, entre gente que no sufre directamente las penalidades del conflicto armado, y puede creer incluso que no existe desde que se acabaron las “pescas milagrosas” en las carreteras de fin de semana. Entre gente a la cual, en su ceguera, el conflicto no le importa. Y esa es la ceguera sobre la que navegan aquellos a quienes sí les importa, porque viven de que el conflicto exista. Los enemigos de la paz.

*Escritor, periodista y dibujante colombiano

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