Proceso de paz, lucha de clases y las batallas del post-conflicto – Por José Antonio Gutiérrez

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La firma de un acuerdo en materia de víctimas en las negociaciones de paz [1], sellado con un simbólico apretón de manos entre el comandante máximo de las FARC-EP, Timoleón Jiménez, y el presidente Juan Manuel Santos, ha dado mucho qué hablar y ha llenado de esperanza a amplios sectores en torno al avance del proceso de paz adelantado con los insurgentes en La Habana. Es entendible el entusiasmo de no pocos sectores sociales que ven -¡al fin!- un gesto inequívoco de avance en unas negociaciones que, cíclicamente y en medio del secretismo, parecen estancarse. Hasta se le ha puesto una fecha tentativa, acordada por ambas partes, para la firma de un acuerdo definitivo: el 23 de marzo. Y se ha dicho que dos meses después, es decir, a finales de mayo, tendría que estar concluyendo el proceso de dejación de armas por parte de los guerrilleros de las FARC-EP. Este avance, que ocurre a un mes de las elecciones regionales, no está, desde luego, exento de los ritmos y cálculos de la política.

¿Presidente de la paz?

En medio del entusiasmo, se vuelve a hablar del “presidente de la paz”, de Santos posicionado como el hombre que pasará a la historia como el artífice de la paz, rumbo al Nóbel, etc. [2] Estas afirmaciones, entendibles en este enguayabamiento generalizado, pasan por alto que históricamente los únicos y grandes responsables del conflicto que se vive en Colombia son aquellas clases dirigentes representadas en la figura de Santos. Como lo decía con pluma magistral William Ospina, sorprende que “la astuta dirigencia de este país una vez más logre su propósito de mostrar al mundo los responsables de la violencia, y pasar inadvertida como causante de los males. A punta de estar siempre allí, en el centro del escenario no sólo consiguen ser invisibles, sino que hasta consiguen ser inocentes; no sólo resultan absueltos de todas sus responsabilidades, sino que acaban siendo los que absuelven y los que perdonan” [3]. No podemos, desde la izquierda, ayudar a absolverlos ante la historia.

Pero también estas expresiones pasan por alto la complejidad del momento que se vive y que han llevado a este actual proceso. El miércoles 23 detuvieron a siete estudiantes de la Universidad Pedagógica de Tunja; continúa el asesinato sistemático y los hostigamiento a dirigentes sociales y defensores de Derechos Humanos, como lo indica el más reciente informe del Programa Somos Defensores [4]; la acción del Ejército y de paramilitares deja muertos en estas semanas en San José de Apartadó, Araracuara y Pradera, por nombrar solamente algunas localidades; las acciones del gobierno no van de la mano en absoluto con lo que se viene acordando en La Habana hasta el momento, y es más, toda su agenda legislativa va a contravía de lo acordado, profundizando la impunidad mediante el Fuero Militar y empujando el despojo mediante las ZIDRES, la profundización de los megaproyectos y hasta utilizando la ley de víctimas como nuevo mecanismo de despojo en el Yarí y Planadas, Tolima [5]; por último, el gobierno ha irrespetado todos y cada uno de los acuerdos que ha firmado con el pueblo movilizado, fundamentalmente con los campesinos, lo que llevó, a comienzos de septiembre, a una nueva jornada de movilización, que incluyó la toma del Ministerio de Agricultura. Es decir, aun cuando haya sobradas razones para el optimismo respeto a las negociaciones, en el terreno, la realidad se ve mucho más difícil para el pueblo y los cálculos alegres son más fruto de un excesivo optimismo que de un análisis riguroso de la realidad.

Aun cuando firme la paz, no se puede tildar a Santos como un “presidente de la paz”, cuando ha sido el represor de los paros agrarios, el ministro de los falsos positivos, el de los bombardeos a miembros de la delegación de paz de la insurgencia y el asesino de Alfonso Cano cuando estaba comenzando el proceso de negociación. Santos cuenta varios muertos del pueblo en su portafolio y un reconocimiento sobrio de su rol en las negociaciones no puede convertirse en una euforia en la cual todos estos cadáveres deban ser barridos bajo la alfombra. Pero lo más grave de esta afirmación, es que quita el justo reconocimiento al pueblo colombiano que es quien en última instancia forzó el escenario que llevó a Santos a negociar. Santos no ganó las elecciones para negociar, sino que para continuar las políticas de Uribe Vélez, y fue el enrome contexto de movilización popular en ascenso entre el 2008 y el 2012 lo que finalmente forzó el escenario de negociaciones. Este proceso es una conquista de los de abajo, no una concesión gratuita de los de arriba. Desconocer este hecho, o minimizarlo para exaltar la figura del estadista, que es la tentación en la que ha caído parte de la izquierda, es entregarle las llaves de la paz en bandeja de plata a Santos, y con ella, entregarle la iniciativa política [6].

La relatividad de lo ganado

Lo ganado, con este acuerdo, no es menor. Principalmente, en materia de justicia, siendo derrotadas las tesis uribistas que repiten monotemáticamente “cárcel y más cárcel”, “impunidad”, y todo ese corillo indigestible, particularmente viniendo de boca de uno de los principales promotores de la cultura de la impunidad en las últimas décadas. En lugar de esta visión, se ha impuesto una visión de justicia que pone la reparación como eje de su quehacer. Una justicia que, sin llegar a ser transformadora, no es punitiva. Esto lo explica de manera clara un comunicado del CPDH,

“Este acuerdo de justicia creará una jurisdicción especial para la paz, en la que se constituirá un tribunal al que llegarán todos los casos relacionados con el conflicto armado y que desembocarán siempre en una sentencia.

Es de resaltar la propuesta de justicia restaurativa que se ha concretado, que busca la reconciliación de la sociedad colombiana. Este acuerdo reconoce el delito político y la juridicidad guerrillera que se apoya en una respuesta contra un orden social injusto. Este modelo de justicia reencuentra a la sociedad colombiana con la idea de la paz, con justicia social, y va de la mano de la comisión de la verdad.” [7]

Esta jurisdicción especial será aplicable a todos los “actores” del conflicto, incluida la Fuerza Pública, aunque queda ver cómo se compatibilizará esta jurisdicción con el Fuero Militar con el cual los uniformados gozan de virtual impunidad. Uribe se escandaliza que los miembros de la Fuerza Pública sean equiparados a los “terroristas”, cuando en realidad, esto ha sido un golazo del gobierno y una generosa concesión por parte de los insurgentes. Uribe está en lo correcto: los guerrilleros no pueden ser equiparados a la Fuerza Pública, pero no por las razones dadas por él. No lo son, porque los insurgentes han estado en rebelión por más de medio siglo y los actos delictuales que han cometido han sido cometidos en el desconocimiento de la legitimidad del marco legal vigente y de la rebelión en contra del Estado. Debido a esto, en un acuerdo de paz, es evidente que deba haber un tratamiento especial a estos actos. Por su parte, los actos violatorios por parte de miembros de la Fuerza Pública no fueron hechos ni en rebelión ni en el rechazo al marco constitucional vigente; por el contrario, fueron cometidos en circunstancias que la Fuerza Pública debía, no solamente actuar en el marco constitucional, sino que además, debía ser el garante último del respeto a la legalidad. Las fuerzas del Estado, en teoría, tienen el deber de proteger a la comunidad, no de desplazarla, asesinarla, desaparecerla, torturarla y violarla. Por eso sus acciones son particularmente graves –este argumento, ha sido debidamente señalado por el MOVICE en un reciente comunicado, en donde expresan sus preocupaciones de que el Estado pase sus crímenes de agache [8].

Puesto en esta perspectiva, quienes más se beneficiarán de este acuerdo en materia de justicia, a diferencia de lo que afirma histéricamente Uribe, serán el Ejército y la Policía, así como los sostenes civiles de la guerra sucia, que agazapados en los gremios financiaron y estimularon el paramilitarismo sin haber ellos puesto una sola gota de sangre.

Pero subsisten algunas inquietudes respecto a la forma que adoptará esta jurisdicción especial según lo plantea el abogado Carlos Ruiz, quien ha participado en estos debates en el marco del proceso de paz. Inquietudes aún más legítimas cuando se tiene en consideración la naturaleza faltona y mentirosa de la oligarquía colombiana.

“Para una organización concebida como revolucionaria, no es lo mismo someterse a tribunales de hoy o a jueces futuros, por definición ajenos, que pueden reproducir la matriz que se quiso superar, y no se pudo, máxime cuando no se ha reconocido la complejidad del delito político y sus conexidades, ni se han aplicado amnistías generales e indultos incondicionales, mientras su contraparte, el Estado colombiano, puede someterse a cuantos compromisos de derechos humanos sean necesarios suscribir, sin cumplir la inmensa mayoría de ellos: ostenta la calidad hegemónica generada en la simbiosis exitosa de un Estado que es democrático en el papel, cuando simultáneamente en estos cincuenta años de guerra ha consumado estrategias sucias, de un verdadero genocidio político y un holocausto social.

(…) Haciendo tránsito las FARC-EP a la legalidad, no hay básicas garantías de no repetición por su adversario, no hay depuración del Estado, ni reformas que aseguren que nunca más se incurrirá en la barbarie, con la que se saluda hoy la esperanza en este cruce de caminos. Y quizá hubiera sido deseable atar esto primero, antes que aceptar someterse a unos procedimientos que pueden cargar sólo hacia un lado. (…) Pues mientras una parte de la guerrilla acoge la posibilidad de ir en calidad de victimaria ante tribunales, y se presta a dejar las armas, sin que se le haya reconocido previamente y en hechos jurídicos amnistías e indultos, con una necesaria nueva legislación sobre las conexidades del delito político, mientras emprende ese camino sumamente arriesgado, el Estado continúa persiguiendo e infligiendo dolor injusto a miles de seres resistentes. Ha firmado hoy, sin dar garantías de remover sus instrumentos criminales.” [9]

¿Superado el punto más difícil de la negociación?

No es verdad, como afirmaron los medios de comunicación, que, con un acuerdo en el punto de justicia, el tema más espinoso se haya resuelto. Quizás sea mostrado de esta manera por el establecimiento por las razones dadas por Ospina en su citada columna: “Esta semana Juan Manuel Santos ha conseguido mostrarle al mundo, con gran cubrimiento mediático, que el acuerdo sobre justicia transicional al que ha llegado con las Farc es el punto clave de los diálogos de La Habana, quizá porque es el punto en el que las Farc parecen admitir que son las responsables de la guerra de estas cinco décadas”, aunque, en realidad, los únicos grandes responsables sean esta oligarquía indolente que de esta manera logra diluir su responsabilidad por este desangre eterno [10].

Pero no es el tema más complejo. Queda aún el tema de la dejación de armas, el cual no es menor dado a que un sector importante de la oligarquía quiere ver la entrega de armas como un acto de humillación y de conquista simbólica de la insurgencia campesina. Los guerrilleros farianos, por su parte, han insistido en varias entrevistas que ese escenario no se dará y que optarán por la dejación de armas. Quedaron también en el congelador dos temas del punto sobre la cuestión agraria que son, de hecho, los más espinosos: el tema de los límites a la concentración de tierras, es decir, la cuestión del latifundismo, y el tema de los límites a la extranjerización de tierras, otro tema clave en la lucha contra las locomotoras minero-enérgeticas y agro-industriales. En ambos puntos el gobierno es inflexible, y ambos puntos, desde el punto de vista de la ideología fariana, deben ser necesariamente abordados. Son temas irrenunciables inscritos en el ADN del movimiento guerrillero.

Aún quedan esos temas y será muy difícil destrabarlos, más aún cuando vemos que todas las medidas que está tomando el gobierno van en contravía de una resolución medianamente favorable para los sectores campesinos y populares. La oligarquía, que ya ha comenzado una ofensiva generalizada por la explotación de los territorios, se está aprestando para que la paz le abra de par en par, sin ninguna clase de restricciones, los territorios para sus inversiones; de alguna manera, en el presente, la insurgencia ha sido un cierto límite a la expansión del gran capital hacia las zonas rurales de economía campesina. Ya están comenzando a estallar conflictos en todo el país debido a esta presión sobre la tierra que están viviendo las comunidades en los territorios. Es probable que la mesa de negociaciones no pueda destrabar estos temas, sin una fuerte presión popular. El movimiento popular no puede ser un espectador en este punto y ver qué se decide por arriba, cruzados de brazos. La movilización, la lucha, la organización y la presión creciente es, por esto mismo, mucho más importante en esta fase de la negociación que nunca. Solamente así se podrá alcanzar un acuerdo que, al menos en parte, recoja las demandas de la mesa de unidad agraria, étnica y popular.

Y la cosa no acaba ahí. Tampoco se ha abordado el tema de refrendación de los acuerdos, que incluye la propuesta insurgente –a la cual se ha opuesto el gobierno- de realizar una asamblea constituyente, la cual tiene sus propias complicaciones. Nada indica que una asamblea constituyente, de llegarse a dar, produzca una constitución necesariamente más progresista y más proclive a los intereses populares que la que ya hay. No es casual que sean los uribistas quienes también están agitando la demanda de una constituyente, por lo que su incierta realización implica una aguda lucha política en condiciones desfavorables con los sectores oligárquicos que se han dedicado desde 1991 a cambiar la correlación de fuerzas que sustentó el compromiso constitucional de ese entonces, aún más a su favor. Esto, sin entrar todavía en la fase de implementación, que promete ser aún más difícil que la negociación de un acuerdo. Con esto, no quiero decir que haya que desanimarse ante las enormes tareas que tiene por delante el campo popular, sino sencillamente evitar falsos triunfalismos, evitar dormirse en los laureles, evitar caer en la inercia a la que lleva un excesivo optimismo, confiándose demasiado del desenvolvimiento del proceso como si los dados ya estuvieran echados a favor del pueblo, porque no lo están (aún).

Y no olvidemos tampoco que el proceso con el ELN aún no arranca formalmente, aunque se lleven años de discusiones en secreto. Aunque el comandante eleno, Gabino, ha insistido en que existe una buena comunicación con las FARC-EP y que ellos entienden el proceso como un solo, entendiendo la negociación de los elenos como complementaria a la que se lleva adelante con las FARC-EP [11], lo cierto es que esta es una negociación que, necesariamente, tendrá sus propios ritmos. La oligarquía puede estar preparando un escenario en el cual aceleren las negociaciones con las FARC-EP como manera de aislar al ELN, que tiene sus propias demandas, muy fuertes por ejemplo en el tema de recursos naturales y del sector minero-energético, claves para la actual estrategia de acumulación capitalista. Tampoco el EPL está en las negociaciones, una fuerza formidable en una de las regiones más complejas del país, como es el Catatumbo, y el gobierno de Santos no parece tener la voluntad de sentarse en la mesa con ellos. La ausencia de un acuerdo sustancial con estos sectores puede llevar a un nuevo ciclo de conflicto armado.

¿Irreversibilidad del proceso? Los ritmos de la lucha de clases

El proceso no es irreversible. Debido a la fórmula de “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, en cualquier momento la oligarquía puede patear la mesa. Es cierto que, con todo lo que se ha avanzado hasta el momento, el costo político para Santos de patear la mesa en estos momentos sería más alto, muchísimo más alto, que hace seis meses. Sin embargo, el bloque dominante en todo momento estará calculando, y calculará hasta el mismísimo final, cuál es la alternativa más conveniente para ellos como clase, si seguir el curso de la guerra sucia o si firmar un acuerdo de paz que les permita continuar siendo la fuerza hegemónica con algunas concesiones, más o menos importantes según sea la fuerza popular que enfrenten.

Pero nada en la lucha de clases es irreversible. No existen ni derrotas, ni triunfos absolutos, menos aún para el bloque dominante que en todo momento está presto a recomponer su hegemonía. Y digo “bloque dominante” porque, pese a quienes ven en el gesto del apretón de manos un gesto entre iguales, esto solamente es así –y en un sentido muy relativo- en el plano militar. En el plano político y en el plano de la lucha de clases que lo sustenta, está claro que la oligarquía colombiana sigue siendo el bloque dominante y que esto no será puesto en cuestión ni por las negociaciones ni por el eventual acuerdo. Se puede decir que esta no será una paz “de vencedores ni vencidos” en el plano de lo estrictamente militar, pero lo cierto es que, en el terreno concreto de la lucha de clases, la oligarquía mantiene su hegemonía, su control y la iniciativa. Es verdad que el actual contexto político y el ascenso de la lucha de clases desde el 2008 en adelante han erosionado esta hegemonía absoluta. Pero aunque vapuleada y desgastada, la oligarquía sigue manteniendo firmes las riendas del poder y no se avizora que las suelte en el corto o en el mediano plazo. Este análisis no significa que esa correlación de fuerzas no pueda ser cambiada: puede y debe ser modificada. Pero eso es parte de un proceso más largo en el cual mucho tienen que aportar las experiencias de construcción de poder popular y de autonomía que se han venido desarrollando en distintas partes del territorio de hace décadas. Para poder comenzar ese proceso, lo principal es evitar triunfalismos infundados desde la izquierda, enguayabarse con la foto del apretón de manos y marearse confundiendo el significado preciso del actual momento histórico.

Existe una tendencia a suspender el análisis de la lucha de clases cuando se habla del tema de paz, quizás por la hegemonía que el liberalismo ha mantenido por décadas en el seno de la izquierda. Se divide el campo político entre “partidarios” y “enemigos” de la paz, obviando que por paz se están entendiendo proyectos sociales (de clase) muy diferentes, por parte de distintos actores. Hace unas semanas Santos era el que no cumplía acuerdos, que le fallaba a los campesinos, y ahora, gracias a un gesto político bien calculado (pero no por ello menos significativo) se ha convertido nuevamente en el presidente de la paz, y habrá quien hasta considere en serio la propuesta de ciertos sectores de la izquierda liberal de proponer a Humberto de la Calle como candidato de “unidad” para el post-conflicto en las elecciones del 2018 – dando así nuevos bríos a esa oligarquía moribunda. Estos súbitos cambios de opinión en ciertos sectores de izquierda reflejan un análisis cortoplacista, coyunturalista, que no se asienta en una comprensión clasista de la realidad, sino en un análisis voluntarista y superestructural. Es verdad que un acuerdo de paz de ninguna manera soluciona el problema de la lucha de clases en Colombia; tampoco la firma de la paz elimina la necesidad de buscar la construcción de una sociedad socialista y libertaria. Pero la manera en que el pueblo enfrente la coyuntura, en que los sectores organizados analicen sus tareas políticas del momento y decidan un curso de acción para este momento tiene un impacto decisivo en el curso de la lucha de clases en el futuro inmediato y mediato. En pocas palabras, dependiendo de cómo se asuma el proceso de paz y su lugar en una estrategia revolucionaria a largo plazo, es que los sectores populares pueden salir fortalecidos del proceso de paz, en su lucha por una nueva sociedad, o pueden salir debilitados, cooptados, desmoralizados y metidos en una camisa de fuerzas –de la mano del liberalismo- como socio menor del bloque dominante para garantizar la gobernabilidad oligárquica, con fachada democrática. Retomar el análisis clasista es un primer paso para poder rearticular un proyecto propio de los sectores populares y de armarse políticamente para las luchas que se vienen.

Conflicto social, Acuerdo de Paz y las luchas que se vienen

Es sabido, como hemos dicho, que la firma de un acuerdo de paz no significa el fin de la lucha de clases, ni el fin del capitalismo, ni mucho menos, el fin de las contradicciones sociales. Esta afirmación, no por ser de perogrullo, es menos necesario machacarla en el actual contexto. El tema es, como también decíamos, qué tendencias se van a reforzar con la firma de la paz: si una tendencia a la desmovilización popular, tendencia que objetivamente reforzará a la derecha, o una tendencia a avanzar en las luchas y la organización populares, tendencia que, objetivamente reforzaría las fuerzas de izquierda. Santos, como representante de la oligarquía, ve la opción de paz o guerra en función de los intereses de su bloque dominante. Pensar que un representante de la oligarquía va a realizar las labores que solamente las fuerzas populares pueden realizar, es una peligrosa ilusión.

Razones totalmente distintas llevan al movimiento popular, a la insurgencia y a Santos (así como a los sectores oligárquicos nacionales e internacionales que lo sustentan) a buscar la paz. Mientras que el pueblo busca la paz con justicia social, para poder avanzar en la consolidación de los derechos más básicos, represados por una política feroz de represión centenaria, los sectores del bloque dominante buscan la paz, naturalmente, para avanzar en sus propios intereses, es decir, para seguir enriqueciéndose a costa de la miseria popular. Esta contradicción no se definirá de manera puramente superestructural, ni en base a ningún sofisma jurídico, ni en base a ningún acuerdo de paz. Esta contradicción se definirá en el terreno concreto de la lucha de clases, y la clase que logre imponerse mediante su capacidad organizativa y su fuerza, será la que incline la balanza a su favor. Como decíamos, la oligarquía lleva la delantera y son ellos los que están, en estos momentos, en mejores condiciones de imponer su proyecto de paz para las inversiones multinacionales y para profundizar la acumulación por despojo –proyecto que no puede sino exacerbar los conflictos sociales.

Una de las primeras que salió a opinar después del apretón de manos de Timoleón Jiménez y de Juan Manuel Santos, fue la estridente ultra-derechista Salud Hernández en su columna de El Mundo. En ella, la periodista española afirma que “la firma de un proceso de paz con las Farc, Juan Manuel Santos augura un imponente flujo de inversiones nacionales y foráneas hacia su país (…)sin la amenaza de las Farc en buena parte del territorio colombiano, gracias a la política de seguridad que emprendió Álvaro Uribe, de cuyo gobierno Santos fue ministro de Defensa, y sin la presencia de los paramilitares, que se desmovilizaron entre el 2005 y el 2006, Colombia pasó de estado fallido a uno de las naciones de moda en el planeta para hacer negocios” [12].

En la misma nota, Hernández plantea la apuesta europea por la paz como la apertura de los territorios a la explotación por parte de los grandes inversionistas internacionales sin ninguna clase de contrapeso:

“El Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea, sellado en el 2013, también contribuyó a que muchos empresarios del Viejo Continente volvieran sus ojos hacia la nación sudamericana. En el 2014 la inversión española alcanzó los 2.154 millones de dólares, un crecimiento del 126% sobre el año anterior, convirtiéndose en el tercer principal inversor (…) Hace unos días el Presidente Santos recibió a una amplia delegación de empresarios españoles, entre los que estaban presidentes de compañías grandes como Sacyr, Gas Natural, Fenosa, Mapfre y Repsol, entre otras. Y todos manifestaron su vivo interés por hacer negocios. Es indudable que saber que las Farc no representarán un peligro para sus intereses a partir del pacto que propiciará que la banda terrorista deje las armas, supone un aliciente.”

Sabemos que el pueblo no se cruzará de brazos a ver cómo le dejan el hueco donde había monte. Aunque un sector se sienta tentado a pensar que nada puede frenar el avance de las locomotoras y de esta visión dominante de la paz como una extensión de la perversa política uribista-santista de la “seguridad inversionista”, lo cierto es que todo depende de cómo el pueblo articule la lucha por la paz (con justicia social) con la lucha en contra del modelo social del despojo. El resultado de estas negociaciones no está escrito en las estrellas y pueden servir para fortalecer o para debilitar al movimiento popular, pero esto dependerá del propio movimiento popular, de su capacidad de articularse y de superar la espontaneidad pura. Lo que pase dependerá de la fuerza y la resistencia que el pueblo oponga a esta ofensiva que se viene del gran capital, si se materializa este escenario de paz neoliberal y de la paz del despojo, o si se logra frenar esta arremetida. La última palabra la tienen las organizaciones populares.

Se requiere de una mirada sobria sobre el proceso de paz y su eventual terminación en un acuerdo de paz –cuya implementación, sabemos, será, en el mejor de los casos, extraordinariamente difícil. No podemos hacernos falsas ilusiones que con la firma de un acuerdo de paz se acaban los problemas sociales o se habrá conseguido lo más importante, más aún si se impone la paz “minimalista” de Santos. Como lo señala el mismo Ospina, “Una paz sin enormes cambios sociales, sin proyecto urbano, sin una estrategia económica generosa, sin un proyecto ambicioso de juventudes, podrá ser una buena campaña de comunicación, pero no llegará al corazón de millones de personas que necesitan ser parte de ella” [13]. Aún estamos a tiempo de empujar una paz con mayores concesiones para el pueblo, una paz que profundice los componentes de justicia social, pero eso no ocurrirá espontáneamente.

Sea como sea, la firma de un acuerdo de paz, eventualmente, debería ser el comienzo de un nuevo proceso de luchas sociales en donde –si las cosas salen como deberían, algo altamente improbable- la oligarquía debería, en teoría, renunciar a la guerra sucia contra el pueblo. Pero sabemos –y esto lo sabe la comunidad internacional y los burócratas de la resolución de conflictos y construcción de paz- que el gobierno no cumplirá los acuerdos, mentirá y mantendrá niveles importantes de represión, que serán descritos como niveles “aceptables” por los socios en EEUU y la UE, que tienen demasiados intereses estratégicos en Colombia como para montar una alharaca por unos cuantos campesinos masacrados. No hay que caer en esa infantil ilusión burguesa de que con el fin del conflicto armado se le acabará a la oligarquía la “excusa” para criminalizar al movimiento popular y para reprimir. Como lo dijo el revolucionario guineano Amílcar Cabral, bajo las condiciones del capitalismo, toda lucha es armada: sólo que a veces el pueblo tiene armas y a veces no. Pero el Estado siempre las tiene y siempre las utiliza contra el pueblo cuando ve sus intereses estratégicos amenazados. La fuerza organizada del pueblo es la única barrera objetiva que tendrá esa violencia de clase. Hay que esta advertidos y preparados para los conflictos del post-conflicto.

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